Opinión

Nasser y yo

Uri Avnery
Uri Avnery
· 11 minutos

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Hace cuarenta y cinco años, Gamal Abd-al-Nasser falleció a la temprana edad de 52 años. Esto no es algo que ocurrió en el remoto pasado. Sigue teniendo una enorme influencia en el presente y probablemente la tendrá en el futuro.

Mis encuentros con Nasser se remontan al año 1948. Suelo decir en broma que «fuimos muy cercanos pero nunca nos presentaron debidamente».

Ocurrió así: en julio estábamos intentando frenar desesperadamente el avance del Ejército egipcio hacia Tel Aviv. La piedra angular de nuestro frente era un pueblo llamado Negba. Una tarde nos contaron que una unidad egipcia había cortado la única carretera que llevaba a este kibutz y se habían atrincherado allí.

Nos dieron la orden de asaltar la posición egipcia y retomarla costara lo que costara

La compañía de la que yo formaba parte era una unidad móvil de élite que conducía todoterrenos, cada uno armado con dos ametralladoras. Nos dieron la orden de asaltar la posición egipcia y retomarla costara lo que costara. Era una idea loca: no se usan todoterrenos para atacar a soldados atrincherados. Pero los comandantes también estaban desesperados.

Así que avanzamos en la oscuridad de la noche por la estrecha carretera hasta que alcanzamos la posición egipcia, que nos recibió con un fuego mortal. Nos retiramos, pero luego llegó el comandante del batallón y encabezó un nuevo ataque. Esta vez aplastamos a los egipcios, literalmente, sintiendo los cuerpos humanos bajo nuestras ruedas. Los egipcios huyeron. Su comandante fue herido. Más tarde averigüé que era un oficial con el rango de mayor, llamado Gamal Abd-al-Nasser.

Después de este episodio, la suerte de la guerra cambió. Empezábamos a dominar el campo y rodeamos una brigada egipcia entera. Yo era parte de la fuerza de asedio cuando fui gravemente herido. En el bando opuesto estaba el comandante Abd-al-Nasser.

Cuatro años más tarde, Gingi me llamó muy excitado. «Tengo que verte de inmediato», me dijo.

Gingi es la versión de la jerga hebrea de ‘ginger’ (gengibre), que es como los británicos llaman a los pelirrojos. Este gingi en particular era un yemení bajito y muy moreno. Le habíamos puesto de mote Gingi porque tenía el pelo de color azabache… Nosotros teníamos entonces este tipo de humor.

Gingi, que en realidad se llamaba Yerucham Cohen, había servido durante la guerra como adjunto del comandante del frente sur, Yigal Alon. Durante la batalla, ambos bandos acordaron un breve alto el fuego para recuperar a los muertos y heridos que se habían quedado abandonados entre las lineas de frente. A Gingi, que hablaba perfectamente árabe, le enviaron a negociar con el emisario del bando asediado, el comandante Abd-al-Nasser.

«Alegra esa cara, Gamal, saldrás vivo de aquí y tendrás hijos»

Como suele ocurrir, durante sus encuentros – hubo varios – entre los dos hombres nació una amistad. Una vez, cuando el egipcio estaba muy deprimido, Gingi intentó consolarle y le dijo: «Alegra esa cara, ya Gamal, saldrás vivo de aquí y tendrás hijos».

Esta profecía se cumplió. La guerra se terminó y los soldados de la brigada asediada volvieron al Cairo donde fueron recibidos como héroes. A Yerucham le nombraron miembro de la comisión del armisticio israelí-egipcio. Un día, un participante egipcio de la comisión le dijo: «El teniente coronel Abd-al-Nasser me ha pedido que te diga que ha tenido un hijo».

Yerucham compró ropa de bebé y se lo dio al día siguiente al emisario egipcio. Nasser respondió dándole las gracias y enviando una selección de pasteles del famoso Café Groppi en El Cairo.

En el verano de 1952, el Ejército egipcio se rebeló, dio un golpe de Estado incruento y mandó al rey Farouk, un playboy, a hacer las maletas. El golpe lo dirigía un grupo de «oficiales libres», encabezados por un general de 51 años, llamado Muhammad Naguib.

En mi revista, yo publiqué un mensaje de felicitación dirigido a los oficiales.

Cuando me encontré con Gingi, me dijo: «Olvídate de Naguib. Éste no hace más que poner la cara. El verdadero líder es un colega llamado Nasser». Así, me revista tenía una exclusiva mundial: mucho antes que cualquier otro medio del mundo revelamos que el verdadero dirigente era un oficial llamado Abd-al-Nasser.

(Una palabra sobre los nombres árabes. Gamal significa camello, un símbolo de la belleza para los árabes. Abd-al-Nasser, pronunciado Abd-an-Nasser, significa «siervo del (Dios) Victorioso». Al llamar al hombre simplemente Nasser, como hacíamos todos, le pusimos uno de los 99 nombres de Alá.

Cuando Nasser se convirtió oficialmente en el líder, Yerucham me contó, como estricto secreto, que acababa de recibir una invitación sorprendente: Nasser le había invitado a ir a verle, de forma privada, en El Cairo.

Yerucham me contó que Nasser le había invitado a ir a verle, de forma privada, en El Cairo

«Ve allí», le imploré. «Esto puede ser una apertura histórica».

Pero Yerucham era un ciudadano obediente. Pidió permiso al Ministerio de Exteriores. El ministro, Moshe Sharett, famoso como amante de la paz, le prohibió aceptar la invitación. «Si Nasser quiere hablar con Israel, debe solicitarlo al Ministerio de Exteriores», le dijeron a Yerucham. Eso, desde luego, puso fin a la historia.

Nasser era un árabe de nuevo cuño: alto, apuesto, carismático, un orador fascinante. David Ben-Gurión, que ya se estaba haciendo viejo, lo temía y quizás lo envidiaba. De manera que conspiró con los franceses para derrocarlo.

Tras un breve exilio voluntario en un kibutz, Ben-Gurión regresó en 1955 a un puesto político como ministro de Defensa. Lo primero que hizo era atacar al ejército egipcio en Gaza. Murieron muchos soldados egipcios, bien por error, bien porque se planificó así. Nasser, furioso y humillado, se dirigió a los soviéticos y recibió grandes cargamentos de armas.

Desde 1954, Francia se enfrentaba a una guerra de liberación en Argelia. Dado que no podían imaginar que los argelinos se levantasen contra Francia por su propia voluntad, acusaron a Nasser de incitarlos a la rebelión. Los británicos se apuntaron al club porque Nasser acababa de nacionalizar la empresa francobritánica que gestionaba el Canal de Suez.

El resultado era la aventura de Suez de 1956: Israel atacó al ejército egipcio en el desierto del Sinaí, mientras franceses y británicos desembarcaron en la retaguardia. El ejército egipcio, prácticamente rodeado, recibió orden de regresar a casa lo más rápido posible. Algunos soldados abandonaron hasta sus botas. Israel se intoxicó con esta victoria sonada.

Eisenhower era el último presidente de EE UU que se atrevió a enfrentarse a Israel

Pero los norteamericanos se enfadaron, y los soviéticos también. El presidente estadounidense Eisenhower y el presidente soviético Bulganin pronunciaron un ultimátum y las tres potencias conjuradas tuvieron que retirarse completamente. «Ike» era el último presidente de Estados Unidos que se atrevió a enfrentarse a Israel y a los judíos estadounidenses.

De la noche a la mañana, Nasser se convirtió en el héroe de todo el mundo árabe. Su visión de un nación panárabe llegó al terreno de lo factible. Los palestinos, privados de una patria, que estaba dividida entre Israel, Jordania y Egipto, veían su futuro en una nación de esta envergadura y admiraban a Nasser.

En Israel, Nasser se convirtió en el enemigo definitivo, la encarnación del diablo. Tanto oficialmente como en todos los medios de comunicación se le llamaba «el tirano egipcio» y con frecuencia «el segundo Hitler». Cuando yo propuse hacer la paz con Nasser, la gente me consideraba un demente.

Pero Nasser se dejó llevar por su inmensa popularidad en todo el mundo árabe y más allá, e hizo algo estúpido. Cuando el jefe del Estado Mayor de Israel, Yitzhak Rabin, amenazó con invadir Siria, Nasser creyó ver una vía fácil para demostrar su liderazgo. Advirtió a Israel y envió su ejército al desierto de Sinaí, entonces desmilitarizado.

Todo el mundo en Israel estaba asustado. Todos menos yo (y menos el Ejército). Unos pocos meses antes, me habían informado en secreto que un alto general israelí había confiado a sus amigos: «Todas las noches rezo para que Nasser envíe su ejército al Sinaí. Allí lo destruiremos».

Y así ocurrió. Nasser se dio cuenta demasiado tarde de que había caído en una trampa (como mi revista anunció en titulares). Para mantener a raya el desastre, lanzó amenazas horripilantes de «echar a Israel al mar» y envió a un alto cargo como emisario a Washington para pedir que presionaran a Israel y frenaran la guerra.

Era demasiado tarde. Tras vacilar mucho, y después de recibir el permiso explícito del presidente estadounidense Johnson, el ejército israelí atacó y destrozó las fuerzas armadas de Egipto, Jordania y en Siria en un plazo de seis días.

En 1967, Israel se convirtió en potencia colonial y se quebró la columna vertebral del panarabismo

Hubo dos resultados históricos: uno, Israel se convirtió en una potencia colonial, y dos, se quebró la columna vertebral del nacionalismo panárabe.

Nasser permaneció en el poder tres años más, pero ya era una sombra de su anterior persona. Obviamente reflexionó mucho.

Un día, un amigo francés, el prestigioso periodista Eric Rouleau, me pidió que fuera urgentemente a París a verlo. Rouleau, un judío nacido en Egipto, que trabajaba para el prestigioso periódico francés Le Monde, se codeaba con la élite egipcia. Me contó que Nasser le acabada de dar una larga entrevista. Tal y como acordaron, el periodista le entregó el texto a Nasser para que le diera el visto bueno antes de que se publicara. Tras pensárselo un rato, Nasser tachó una parte crucial: una oferta a Israel para hacer la paz. Era esencialmente la misma oferta que sería nueve años más tarde la base para el tratado de paz entre Sadat y Begin.

Pero Rouleau tenía la entrevista entera grabada. Me ofreció el texto para que yo lo pudiera transmitir al gobierno israelí, con la condición de que fuera un total secreto.

Volví a casa apresuradamente y llamé a un importante cargo del gobierno israelí, el ministro de Finanzas Pinchas Sapir, al que se le consideraba como el miembro del gabinete más inclinado hacia la paz. Me recibió de inmediato, escuchó lo que yo le tenía que decir y no mostró ningún interés en absoluto. Pocos días más tarde, durante la crisis del Septiembre Negro en Jordania, Nasser murió de forma repentina.

Con él murió también la visión del nacionalismo panárabe, el renacimiento de una nación árabe bajo la bandera de una idea europea, basada en planteamientos racionales y laicos.

Con Nasser y sus imitadores muertos, el vacío invitó a una nueva fuerza: el islamismo salafista

En el mundo árabe se creó un vacío espiritual y político. Pero la naturaleza, como sabemos, no tolera el vacío.

Con Nasser muerto, y tras el fin violento de sus sucesores e imitadores, Sadat, Mubarak, Gaddafi y Sadam, el vacío invitó a una nueva fuerza: el islamismo salafista.

He advertido muchas veces en el pasado que si destruíamos a Nasser y el nacionalismo árabe serían reemplazados por fuerzas religiosas. En lugar de una lucha entre enemigos racionales, que puede desembocar en una paz racional, se iniciará una guerra religiosa, que por definición será irracional y no permitirá hacer compromisos.

Es donde estamos ahora. En lugar de Nasser tenemos al Daesh [ISIL]. En lugar de un mundo árabe encabezado por un dirigente carismático, que les confirió a las masas árabes de todas partes una sensación de dignidad y renovación, ahora nos enfrentamos a un enemigo que glorifica las decapitaciones públicas y quiere recuperar el siglo VII.

Acuso de este desarrollo peligroso a la ceguera política y la simple estupidez de Israel y Estados Unidos. Y espero que aún tenemos suficiente tiempo para que este procesa pueda revertirse.

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