Opinión

Vox y la izquierda genética

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 11 minutos

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Por fin somos un país normal. Doce escaños para la ultraderecha en el Parlamento andaluz, un once por ciento de los votos. Ya era hora.

Sí: es lo típico en una democracia europea. No busquen las claves en Andalucía. Es solo un presagio de lo que ocurrirá en las próximas elecciones generales. En las europeas de 2014, Vox obtuvo un 1,2% en Andalucía, más del 2% en casi toda la mitad norte de España y el 3,6 % en Madrid. Se ha acabado la excepción española. Ahora solo queda Portugal.

Vox ha llegado para quedarse. Y la pregunta no es por qué ha llegado ahora, sino por qué ha tardado tanto. Porque toda Europa se adelantó, en algunos casos décadas. Vean Francia con su Frente Nacional (ahora en un 13%), Alemania con la AfD (un 12,6%), Italia, con su Lega (17%), Austria, con la FPÖ (26%). Y no envidien Grecia con un 7% para Amanecer Dorado, tercera fuerza del hemiciclo: se toman en serio lo de la conquista armada.

¿Por qué no ha ocurrido antes? Que los españoles somos genéticamente menos racistas que otros pueblos era un cuento demasiado bonito. Que no había partido de ultraderecha porque para eso ya estaba el PP era otro cuento: el PP no ha sido más derechista que la CDU de Angela Merkel, los partidos de Chirac, la Nea Demokratia griega o Berlusconi y sus secuaces. Si algo, era menos derechista. Claro que los dirigentes del PP lanzaban diatribas contra el matrimonio homosexual, pero una vez aprobado, tiempo les faltaba para casarse.

Es probable que parte de la ultraderecha votase al PP todos esos años, pero no marcó sus políticas. No más allá de un ideario derechista clásico, clavado al de los demás partidos conservadores de Europa que sí tenían a su derecha a grupos vociferantes que auguraban el fin de la civilización cristiana, de no llegar un cid cabalgando.

Ahora llega ese cid cabalgando, al menos en el vídeo de campaña, y le sigue entusiasmado un diez por ciento de los votantes. En realidad no era difícil adivinar que existían: bastaba con vivir en un piso con poco aislamiento acústico, según alertó ya en 2013 el periodista Alejandro Luque. O con darse una vuelta por la web de Forocoches. O por los comentarios que dejaban los lectores de cualquier gran diario español bajo cualquier noticia que titulara con “Marruecos”, “Turquía” o “islam”. Debemos pensar que solo algunos lectores: si los comentarios representaran al lector medio español, Santiago Abascal hoy sería presidente del Gobierno y caudillo de Europa.

La excepción española es que en 2015, el voto descontento no fue a parar a Vox sino a Podemos

Tal vez no votaran, o votaban a partidos en los que no se sentían representados, pero vaya si estaban presentes: la herramienta más potente para difundir cualquier artículo de prensa por la red y ganar decenas de miles de clics – esos clics de los que viven los diarios digitales – era Menéame. ¿Han leído ustedes alguna vez los comentarios que dominan ese foro digital? Cualquier cargo del PP se ruborizaría si tuviera que leerlos en voz alta. Cabe resumirlos en dos palabras: racismo y machismo.

Y Vox es el primer partido español dispuesto a llevar ese discurso a la tribuna política. Un discurso que rompe con el consenso que Europa ha adoptado en las últimas tres generaciones, de común acuerdo entre socialdemócratas y conservadores. Se pudieron hacer políticas racistas, por supuesto, pero no podía decirse. A lo máximo que pudo llegar el PP era excluir de la sanidad pública a inmigrantes indocumentados; lo que solo puede hacer Vox es pedir el copago para inmigrantes legales. El PP pudo arrastrar las políticas de prevención de la violencia machista; solo Vox puede decir que la violencia machista no existe.

Romper. Es la estrategia que han seguido todos los partidos de la ultraderecha en Europa. Porque solo así han podido situarse en un podio distinto, convertirse en una opción para quienes creen que todos los partidos son la misma mierda. Alternative für Deutschland se llama la AfD: no importa qué defienden, solo que sean una alternativa a todo lo demás.

Afd hizo su aparición en 2013, desplazando los partidos testimoniales de ultraderecha instalados en Parlamentos regionales, y desbancó a la Izquierda como tercera fuerza en 2017. Un proceso casi simultáneo en todas partes del mundo, en gran parte impulsado por los efectos de la guerra de clases lanzada – y ganada – por la de arriba, también conocida con el eufemismo de “crisis bancaria”.

Esta guerra, que aniquiló en una década los avances sociales conquistados en varias generaciones, ha contribuido al auge de la ultraderecha. No porque la ultraderecha fuese el movimiento de los desposeídos, que no lo es, sino porque también la mayor parte de la clase media se ve en el bando perdedor. Y la ideología ultraderecha le ofrece la opción de sentirse ganadores al hacer la guerra a los que quedan más abajo aún. Capitaliza el voto de los descontentos, pero también puede estar descontento un empresario al que los ingresos de repente ya no le alcanzan para el segundo coche familiar. La culpa, dirá, es de los impuestos que permiten que sus empleados tengan sanidad gratuita.

La izquierda ha cometido alta traición: ha abandonado los ideales del feminismo y la igualdad

La excepción española es que en 2014 y 2015, el voto descontento no fue a parar a Vox sino a Podemos. Porque en ese momento, Podemos asumió la función que en otros países europeos hacía la ultraderecha: asustar a los burgueses, presentarse como algo radicalmente distinto, colocarse el antifaz del bandolero. Cuesta hoy imaginarlo, recordar los temblores en la prensa de derechas ante la “amenaza a la democracia”. Tampoco era difícil prever que dos éxitos electorales más tarde, el partido morado simplemente sería un partido socialista con posiciones similares a las del PSOE de los años 80. Es decir, con la aspiración de trabajar tan a la izquierda como lo permite el sistema capitalista europeo.

Podemos ya es sistema, ya es “casta” en expresión de sus propios seguidores, ya son fieles europeístas (con toda la razón del mundo, pero probablemente a contrapelo de muchos de sus votantes, que creían, santa ingenuidad, que el Bréxit era de izquierdas). Ya hay espacio para un nuevo espantapájaros. Una evolución que la oleada del 15-M solo ha podido retrasar un lustro.

¿Podría haberlo evitado? Decir que la izquierda tiene la culpa del ascenso de la derecha es un recurso fácil, pero es cierto en la misma medida en la que el resultado de una partida de ajedrez es culpa del perdedor. Vox ha podido convencer a más de cien mil personas (en Andalucía) que antes no se sintieron representadas (dicen los sondeos), mientras que Podemos no ha podido convencer a ninguno de los 400.000 votantes que abandonaron, desilusionados, el PSOE. ¿Qué ha fallado?

Vox es racista y machista. Esto decimos sus detractores, y nos llevamos las manos a la cabeza: ¿Cómo puede votarse a favor del machismo y el racismo? Conviene invertir la pregunta: ¿Por qué no encuentra más votos la postura antirracista y antimachista de la izquierda?

Porque la izquierda ha cometido alta traición: ha abandonado los ideales del feminismo y la igualdad de los pueblos a favor de una mera cáscara vacía. Una cáscara que en el mejor de los casos se agota en disquisiciones formales y otras veces adopta lo peor de la ideología que dice combatir. No tanto por lo que la cúpula de Podemos diga en el Parlamento sino por lo que todos los días le llega al ciudadano, identificado con la nebulosa de una izquierda cuya opción política natural es Podemos (antes era Izquierda Unida y el ala izquierda del PSOE). Tal vez el partido no siempre lo apoye, pero tampoco lo contradice. Callar es también una manera de perder las elecciones.

“Yo no soy feminista, yo estoy a favor de la igualdad de mujeres y hombres”. ¿Se ríe usted? A mí ya me gustaría reírme: la frase muestra en qué han convertido el feminismo quienes se tienen por sus portavoces. La cáscara: colocar equises, arrobas o barras inclinadas en los adjetivos (siempre he tenido ganas de escuchar cómo alguien pronuncia tod@s). Lo peor: la “sororidad”, la defensa de cualquier mujer frente a cualquier hombre, sin importar qué haga o qué piense, simplemente por cuestión de su sexo.

En un país donde esas mismas portavoces le han retirado a los hombres, en bloque, el derecho a llamarse feministas (ahora son “aliados”), aseverando que ser feminista es cuestión de cromosomas y genética, no una decisión política consciente de un ciudadano responsable, ¿cómo quieren que haya hombres que voten por el feminismo?

Ser racista ya no es una despreciable ideología sino una cuestión genética: se nace racista si se es blanco

“Yo no soy racista, pero…” Todos sabemos que esa frase identifica a los racistas. Pero ¿qué identifica a los antirracistas? Un cartel que ofrece un “taller de deconstrucción antirracista para personas blancas”. Ser racista, así debe entenderse, no es una (despreciable) ideología política sino una cuestión genética: se nace racista si se es blanco (y solo si se es blanco).

¿Se ríe usted? Ya me gustaría a mí reírme. El taller lo organiza SOSRacismo, la organización que desde los noventa todos apreciamos como la voz puntera en la lucha por la integración de los inmigrantes. “No me ha quedado claro ¿es una organización racista o antirracista?” comenta ahora, estupefacto, un cineasta marroquí.

“No soy laico”. Esto no lo espera escuchar de la izquierda, ¿verdad? La cosa cambia si usted es musulmana. Entonces, la izquierda, Podemos, sus diputadas, quienes se consideran portavoces del feminismo, cerrarán filas con cualquier mujer que enarbole la simbología del fundamentalismo islámico, el velo, contra cualquier musulmana que lo critique. Con suerte, alguna diputada se planteará “cómo integrar a las musulmanas laicas en la izquierda”. Porque de momento, eso ha quedado claro, las que están integradas en los partidos de la izquierda española son las religiosas. Las muy religiosas. Las que exhiban su religiosidad.

Claro: para no incurrir en la tremenda contradicción de reconocerse simpatizantes de la ideología ultrapatriarcal de la extrema derecha islámica, las portavoces de la izquierda dirán que el velo no es símbolo de una ideología, sino simplemente de una “identidad islámica” y estar en contra del velo es “racismo”. Es decir, las mujeres que exhiben el velo no están expresando una elección política determinada, de forma consciente, sino que es su identidad, son así por nacimiento. Las bebés musulmanas nacen con el velo puesto en la cabecita, como en Guinea nacen con el pelo crespo, hay que respetarlo. Y actuarán toda la vida acorde a lo que digan los imames, porque han nacido así, genéticamente no están facultadas para usar bikini, llevar burkini es un hermoso gesto antirracista, porque el islam es así, ha sido siempre así y será siempre así.

Qué curioso: justo lo que dicen los racistas de Vox.

En un país donde la izquierda ha abandonado el concepto de la libre elección política cívica y ciudadana y defiende que se es feminista por nacimiento, racista por nacimiento, religioso por nacimiento ¿cómo esperaban ustedes que no ganara la ultraderecha, esa que defiende que se es blanco, español, cristiano, honrado y trabajador por nacimiento?

Ojalá nos quede Portugal.

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