Camilleri no era divertido
Alejandro Luque
Por si no tuviéramos bastante con la desgracia de Salvini y el resto de su familia política, a los italianos y a los lectores se nos acaba de morir, a la edad de 93 años, Andrea Camilleri. Se cree que la muerte de un escritor es un hecho lamentable, sobre todo, porque interrumpe el dialogo virtual con su público, pero no es tanto el caso: con más de un centenar de títulos, los fans de este Simenon a la siciliana tienen todavía mucho suyo que leer. No será tan fácil de reemplazar, en cambio, su conciencia cívica y su inteligencia crítica a la hora de analizar la actualidad de su país, acaso cuando más se las necesita.
Nunca dejó de reflejar su origen en todo cuanto escribía: era el escritor de las esencias meridionales
Sus méritos literarios son de sobra conocidos. Durante cuatro décadas, este agrigentino se ganó la vida escribiendo para la televisión, pero siempre había conservado la ambición de dedicarse a la literatura. No le desanimaron sus primeros fracasos, y tardíamente, hacia mediados de los años 90, encontró la fórmula del oro: con el comisario Montalbano, bautizado así en homenaje a su admirado Manuel Vázquez Montalbán, no solo alcanzo rango de superventas, sino que fundó un idioma nuevo, una recreación literaria que no era exactamente italiano ni siciliano, pero que hizo las delicias del respetable y fue gozosamente adoptado por éste.
El éxito, además de revelar el talento de Camilleri, puso de manifiesto su extraordinaria fecundidad. Empezó a publicar una media de entre tres y cinco libros al año, y lo mejor es que todos encontraban asiento en el mercado. Una vez me contaron que los sicilianos de aquella generación emigraban sobre todo a Milán o a Roma. Los que optaban por el primer destino –Vincenzo Consolo, por ejemplo- ponían cierta distancia, si no con la tierra, cosa imposible, sí con los paisanos, mientras que los ‘romanos’ hacían comunidad entre ellos y seguían viviendo, en la medida de lo posible, como si no hubieran salido de la isla.
Camilleri pertenecía a estos últimos, y nunca dejó de reflejar su origen en todo cuanto escribía. Se convirtió en el escritor de las esencias meridionales, y el poder de la televisión hizo el resto.
Tuvo más energía que la mayoría de la intelectualidad italiana para denunciar la deriva fascistoide del país
Claro que, pudiendo haberse dedicado a ser un gran entretenedor, un escritor simplemente divertido, tomo la senda del compromiso y jamás se separó de ella. Junto a sus ficciones policiacas más amenas, no renunció a hacer pedagogía entre los ciudadanos sobre todo tipo de cuestiones políticas, sociales y hasta criminales, si atendemos a su insobornable posición ante la lacra de la mafia. Tan pronto escribía sobre el capo Bernardo Provenzano (Vosotros no sabéis), como comentaba las intervenciones como parlamentario de Leonardo Sciascia –su gran referente– en Un onorevole siciliano, recordaba los tiempos del fascismo (Gotas de Sicilia), radiografiaba la personalidad de Pirandello (Biografía del hijo cambiado) o recreaba las andanzas de Caravaggio (El color del sol). Y siempre, de un modo u otro, hacía gala de una posición irreprochable.
Con Camilleri va desapareciendo la última generación de italianos que conocieron la bota de Mussolini y la guerra, los que abrazaron el comunismo no como una entrega a Moscú, sino como una forma de dignidad y resistencia frente a la ignominia. Por eso, a pesar de la edad y de la ceguera que en los últimos tiempos le escatimó el consuelo de la lectura, tuvo más energía y más vista que la mayoría de la lánguida intelectualidad italiana de hoy para denunciar la deriva fascistoide del país, así como la distancia que las izquierdas iban tomando de las verdaderas preocupaciones de la gente común.
“Las palabras que dicen la verdad”, aseguraba en tiempos de fake news y cinismo institucional, “tienen una vibración distinta a todas las demás”. Fueron muchas las verdades de Camilleri, pronunciadas por muchas vías diferentes hasta el último aliento. Ahí quedan, escritas, recogidas en entrevistas, registradas en documentos y publicadas en sus libros, con la esperanza de que la imparable banalización del mal no alcance a convertirlas nunca en papel mojado.
Me contaba un buen amigo suyo, Petros Markaris, que en su última visita al creador de Vigatà le pidió una opinión sobre el estado actual de Italia. Su respuesta, llena de guasa siciliana, es también un aviso para que no olvidemos el precio de bajar la guardia:
¿Quieres que te lo explique en tres palabras? –contestó-. ¡Echo de menos a Berlusconi!
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