El fracaso de un éxodo
Lara Villalón
Edirne | Marzo 2020 |
Es la madrugada del 28 de febrero cuando Anmar se da cuenta de que está en un callejón sin salida. Tras reseguir la orilla del río, descubre que sus pies no pisan suelo griego. Ni los suyos, ni los de su hermana, ni los de sus amigos iraquíes y esos chicos sirios y pakistaníes con los que ha compartido espacio en una pequeña barca hinchable rumbo a Grecia. Cada uno había pagado cincuenta euros a un traficante para cruzar el río Evros, que separa Turquía del país heleno. Solo después se dieron cuenta de que la orilla en la que acabaron era la de un islote en medio de la aguas fronterizas.
Esperan todo un día, una noche y otro día para ver si las autoridades turcas los rescatan. Ninguno de los chavales pasa de los treinta años, ninguno lleva comida ni agua y la mayoría no sabe nadar. Al final, un joven pakistaní se atreve a cruzar a nado los 40 metros de agua hasta la orilla turca. Las mismas aguas, brillantes, heladas y con una fuerte corriente, que cada año engullen a decenas de migrantes que tratan de cruzar clandestinamente de Turquía a Grecia.
Mientras, un grupo de jóvenes acaba de llegar a orilla con sus mochilas bien plastificadas y dispuestos a cruzar. Se apresuran a ayudar al joven pakistaní a salir del agua. Ahora dudan. “Ayer llamé a la policía turca, pero me dijeron que esta zona no es de su incumbencia”, se queja Adnan, un sirio de mediada edad que llegó con el grupo ahora encallado en el islote, pero en el último instante renunció a embarcar, pese a haber pagado ya la tarifa.
«Mi hermana sigue en el otro lado y no sabe nadar. Llevamos dos días y una noche sin comer»
Todos buscan entre la maleza hasta encontrar varias cuerdas que combinan para lanzar el cabo resultante hacia el islote, pero la corriente se la lleva. Al final uno de los recién llegados se arma de valor, se desviste y se arroja al agua, cuerda en mano. Alcanza la otra orilla y en ambos lados atan los cabos a un árbol. El grupo de chavales atrapados empieza a desfilar de uno en uno hacia el lado turco. Los minutos se estiran de forma angustiante. «Mi hermana sigue en el otro lado y no sabe nadar. Llevamos dos días y una noche sin comer. Me temo que los que están allí se morirán todos», lamenta Anmar tras alcanzar la orilla turca.
Los recién llegados se arremolinan alrededor de una pequeña hoguera tratando de recuperarse del frío. El tercer chaval que trata de cruzar no consigue avanzar. El miedo lo deja bloqueado en medio del río, gritando. Uno de los ya salvados vuelve a lanzarse para rescatar a su amigo. Regresan a la orilla entre gritos de ánimo cuando aparece una unidad del cuerpo de emergencias turco AFAD con una lancha. La operación de rescate se solventa en pocos minutos. Esta vez no ha muerto nadie.
Mientras tanto, en la orilla se arremolinan decenas de refugiados y migrantes con los ojos cansados de buscar rincones por dónde cruzar. Grecia parece más cerca pero también más inalcanzable que nunca, al otro lado del río Evros: unos 190 kilómetros de meandros, islotes y sotobosques desde la ciudad de Edirne hasta las marismas en la desembocadura del Mar Egeo.
La caravana impulsada
Poco después de la medianoche del jueves 27 de febrero, el Gobierno turco anunció la apertura de sus frontera para permitir que migrantes y refugiados fueran a Unión Europea. “Ya no seremos capaces de retenerlos”, lo formuló Ömer Çelik, portavoz del partido islamista AKP que gobierna desde 2002. La muerte de 34 soldados turcos por un ataque atribuido al Ejército sirio en Idlib condujo al gobierno de Recep Tayyip Erdogan a romper el acuerdo migratorio de 2016 con la Unión Europea. Era un pulso para conseguir más apoyo de la UE y la OTAN en su campaña en Siria. Ahora los 4 millones de refugiados, en su gran mayoría sirios (3,7 millones) que acoge el país, tenían vía libre para salir.
La apertura de la frontera reflejó un cambio sin precedentes en la actitud de las autoridades turcas. Hasta ese día, el Gobierno restringía el movimiento de refugiados y migrantes entre provincias en Turquía; ahora los animaba a ir todos a la frontera y cruzar hacia Grecia. Ya nadie exigía a los refugiados un permiso especial para poder salir de la provincia donde estaban registrados. Nadie les impedía acampar en sotobosques declarados zona militarizada en la frontera turca. Cientos de autobuses gratuitos salían desde las principales ciudades del país rumbo a Edirne.
“Son gratis”, confirma el primer día, el viernes por la mañana, una joven siria que intenta coordinar a una muchedumbre que espera ante los vehículos en una calle céntrica de Estambul. “No son gubernamentales: los envian activistas”, asegura, sin dar más detalles. Curiosamente, el punto de salida se halla a pocos metros de la la jefatura de policía y la oficina central de inmigración de la ciudad. Los horarios se distribuían a través de chats anónimos de Whatsapp, Facebook y Telegram, con mensajes que alientan a la gente a ir a la frontera: se asegura que está abierta y que se podrá cruzar hacia la UE sin dificultades.
Los que esperan ante el bus creen que será posible. “Tenemos que ir todos a Edirne, reunirnos allí y formar una gran caravana humana para entrar a Grecia juntos”, comenta Anas, un joven sirio oriundo de Damasco, que llegó a Turquía hace años con esperanzas de echar raíces pero que ha visto empeorar la situación en el país. “Te tratan cada día peor”, se lamenta.
«Ya no aguanto más en Turquía, no creo que tenga un futuro aquí. No consigo ahorrar para mi familia”
La organización de derechos humanos turca IHD concluye, tras entrevistar a sirios, iraquíes, afganos, uzbecos y pakistaníes, que el “desempleo, la discriminación y la pobreza” son los principales motivos que los empujaban a salir del país. “La mayoría de encuestados indicaron que aunque habían escapado de la guerra en sus países de origen, se enfrentan a graves problemas en Turquía, como la imposibilidad de obtener permisos de trabajo; a quienes tienen trabajo a veces no se les paga”, relata en un informe.
A ellos se añade el bulo de que es la UE la que ha abierto sus fronteras. El efecto llamada no solo junta en Edirne a los sirios que llevan años en el país, casi todos portadores de un carné que les permite quedarse indefinidamente, y a los iraquíes, a menudo también relativamente establecidos, a afganos e iraníes, sino también abarca a quienes suelen usar Anatolia como ruta de paso, como paquistaníes y somalíes, e incluso llega hasta Marruecos: más de un joven de Nador o Aaiún toma un avión a Estambul en la creencia de que ahora podrá ir fácilmente hasta Berlín o Barcelona.
Muchos llegan a la frontera sin tener muy claro si Grecia había abierto o no su frontera. “He venido aquí a ver qué ocurre. Quiero probar a ver si es cierto. Ya no aguanto más en Turquía, no creo que tenga un futuro aquí. No consigo ahorrar nada para mi familia”, comenta Abdel Salam, un iraquí que lleva casi un año en el país. En los primeros días se congregan unos 13.000 refugiados en la frontera, según estimaciones de la Oficina Internacional de Migraciones (OIM). Las cifras que dan organizaciones cercanos al Gobierno turco superan los 30.000, pero son poco creíbles.
Con la casa a cuestas
La ‘apertura’ de la frontera turca coincide con el fin de semana. Aquellos que vivían cerca de Edirne y tenían la suerte de no trabajar ni el sábado ni el domingo, se aventuran a la linde a ver cómo está la situación, sin dejar la casa y el trabajo que tanto les ha costado conseguir. Es el caso de Adnan, el sirio que se quedó sin cruzar al islote de nos náufragos. “Vivo en Estambul con mi mujer y cuatro hijos, tengo un trabajo de traductor y otro de vendedor en el mercado, pero pensaba que podía encontrar algo mejor en Europa. Ahora me doy cuenta de que allí no nos quieren. Ya no pienso ir. Me quedo con mi familia”, se convence.
Adnan asegura que fue la propia policía turca la que le aconsejó dirigirse a la orilla de Elçili, una aldeaa a una veintena de kilómetros al sur de Edirne, donde ya esperaban los traficantes de personas que acabaron abandonando a sus colegas en el islote. “Está claro que es el Gobierno turco es el que nos quiere distribuir a lo largo de la frontera para que intentemos pasar como podamos y así hacer presión a la Unión Europea”, comenta, decepcionado: creía poder cruzar de forma legal. Tras unas horas consigue dar en Elçili con el traficante de la lancha y le convence de devolverle parte del dinero que había pagado para cruzar. Regresa a Estambul con lo puesto, para trabajar de nuevo el lunes, como si no hubiera pasado nada.
«Vienen con autobuses y nos llevan desde este paso a otro. Y desde allí a otro. Juegan con nosotros»
Adnan es un afortunado. Muchos otros, residentes en provincias más alejadas de Turquía, lo han dejado todo atrás para emprender el camino. A lo largo de la frontera se desplazan a pie centenares de familias y grupos de jóvenes con media casa a cuestas. Es el caso de Mohammed Ali, un sirio de Alepo que vino a Turquía hace nueve años y se labró una nueva vida en Adana, en el sur del país. Tiene hermanas en Alemania desde hace tiempo y quería reunirse con ellos. Junto a su mujer y sus hijos pequeños cogió un avión a Estambul y un bus hacia Edirne donde —como relatan muchos refugiados en la zona— la policía lo subió a un autobús para llevarlo al pueblo de Doyran en la orilla del río Evros donde lo invitó a embarcarse en la lancha de los traficantes. “No hemos cruzado porque hemos visto que a la gente que lo intenta, la policía griega les pega y los devuelve. Prueban en otro sitio y ocurre lo mismo”, comenta. “Si esto no funciona, probaré a través de Bulgaria. ¿Qué puedo hacer? Si la casa ya la he traspasado. Toda esta gente ya ni tiene sitio donde ir porque ya han entregado sus casas”.
‘Toda esa gente’ son familias que han establecido un campamento improvisado en Doyran. A través de sus historias se puede trazar el entramado logístico que se ha creado en solo un par de días. Los autobuses de Estambul a Edirne han dejado de ser gratis. “Pararon en medio del camino y nos dijeron que si no pagábamos 100 liras, nos dejaban en medio de la carretera”, comentan varios refugiados. En Edirne se ha establecido un campamento improvisado en el paso fronterizo de Pazarkule, pero las autoridades abren y cierran el paso arbitrariamente. Alentados por la policía, los migrantes se suben a autobuses de alquiler que estos días recorren decenas de kilómetros de carreteras secundarias a lo largo del Evros, a todas luces guiados por las preferencias de los traficantes en busca de un lugar donde atravesar las aguas fronterizas.
Pero Grecia ha reforzado sus fronteras y todos los testimonios de refugiados que han intentado cruzar el río coinciden en que los soldados helenos atrapan a quienes llegan, los someten a malos tratos, les quitan sus pertenencias y los llevan a puntos desde donde han de regresar a Turquía. Poco más tarde solían encontrarse de nuevo con la policía turca, que los conminaba a trasladarse a otro punto para intentarlo de nuevo. Lo que no se permitía era abandonar y regresar a Estambul. Eso no. “No nos dejan regresar. Vienen con autobuses privados y nos llevan desde este paso a otro. Y desde allí a otro. Y luego nos traen de vuelta. Juegan con nosotros, nada más”, aseguró Nasser Abu Sami, un joven sirio que llevaba dos días dando vueltas con su familia en la zona.
En las carreteras de tierra paralelas al río empiezan a deambular grupos de jóvenes y familias sin zapatos ni pertenencias, apenas cubiertos con una manta. “Tras acogerlos durante años, el Gobierno se ha hartado de los refugiados en Turquía y los quiere en la frontera. Podemos traerlos aquí, pero no podemos llevarlos de vuelta”, confirma Ibrahim, un conductor de vehículos que ha visto una oportunidad de negocio en el trajín de migrantes.
«Hay policías turcos encapuchados, ellos nos dan alicates para cortar la alambrada, nos animan»
Aquellos que pudieron acceder al paso fronterizo de Pazarkule no son privilegiados. En el paso fronterizo se han congregado unas 5.000 personas esperando que la parte griega abriera la puerta. La policía ha establecido controles en la carretera de acceso y veta el acceso a la prensa y solo una ONG turca puede entrar para distribuir comida y ayuda. El campo improvisado se sostiene con unas pocas tiendas de campaña y un puñado de baños portátiles. Fuera del control de acceso pronto florece un ecosistema de pequeños comercios turcos que vieron una oportunidad de negocio en esos migrantes hambrientos. Pero también es común ver a ciudadanos turcos que se acercan con su coche a traer comida y mantas de regalo para que los refugiados puedan aguantar un poco más cómodos. Otros muchos refugiados intentan dormir en edificios abandonados en las afueras de Edirne.
Desde el control policial se pueden observar nubes de gas lacrimógeno: corresponden a las cargas de la policía griega en su intento de repeler a los migrantes que intentan derribar o cruzar la valla fronteriza. Tras reforzar el primer día la puerta principal con alambres, los ataques con gas y pelotas de goma fueron aumentando. “La policía nos ha atacado varias veces con gas. La gente intenta huir pero luego vuelve donde estaban” señala Abdulwahid, un refugiado afgano que acudió el primer día a la frontera tras ver el bulo de las fronteras abiertas en un grupo de Facebook. Varios refugiados insisten en que la propia policía turca los alienta a asaltar la valla. “Hay policías turcos encapuchados entre los migrantes, ellos nos dan alicates para cortar la alambrada, nos animan, nos dicen que somos mil y que los griegos no podrán frenarnos, pero entonces ellos (los griegos) lanzan gas, disparan y hay heridos”, explica Hatim, un refugiado sirio.
Muchos mantienen la esperanza contra viento y marea. “Nos quedaremos hasta que abran la puerta. Nos han dicho que Grecia va a aceptar a unas 1.200 personas”, asegura el afgano Abdulwahid. En los chats se sigue alimentando la idea de que la frontera está abierta o se abrirá en breve. Se difunden los mensajes del ministro de Interior turco, Süleyman Soylu, que cada día incrementa la cifra de los que supuestamente han conseguido cruzar: sube de unos 30.000 el primer domingo hasta los 139.000 cinco días más tarde (mantendrá la ficción hasta el final, alcanzando 150.000 a finales de marzo). Un número mucho mayor del supuesto pico de personas que llegó a congregarse en la zona.
Las autoridades griegas en cambio, declaran haber repelido unos 35.000 intentos de entrada al país en los primeros siete días (una sola persona puede contarse varias veces en otros tantos ‘intentos’, sobre todo al tener en cuenta que cientos o incluso un millar de personas de Pazarkule pudieron repetir el asalto a la valla más de una vez al día). En esa semana, aseguran, detuvieron a 244 personas que consiguieron cruzar ilegalmente la frontera terrestre. ACNUR, por su parte, estima que alrededor de 1.400 personas llegaron en estos días de Turquía a Grecia, pero la mayoría a través del mar Egeo. Una ruta que el Gobierno turco prohibió a los pocos días de abrirla, tras la muerte de un bebé en un naufragio ante la isla de Lesbos.
Turquía asegura que Grecia causó 5 heridos de los que uno ha fallecido en el hospital
También cruzar por tierra se volvió peligroso. El lunes 2 de marzo, un refugiado sirio murió por disparos de la policía griega a un centenar de kilómetros al sur de la ciudad de Edirne, o eso afirmaba un vídeo difundido en redes sociales. Grecia lo desmiente categóricamente. Las preguntas a los empleados del hospital público en Ipsala, el municipio principal en el lado turco, se topan con un muro de silencio: “No sabemos nada”. Una enfermera desliza una palabra: “Enez, hospital público”. El pueblo de Enez, unos 40 kilómetros más al sur, marca la desembocadura del Evros y es territorio de contrabandistas: aquí mueren cada año migrantes al intentar cruzar por las marismas, asegura un vecino. “Cuando llega el buen tiempo, los cadáveres aparecen”.
El director del hospital de Enez opone el mismo silencio administrativo a las preguntas. Pero una enfermera confirma: “”Sí, vimos que lo trajeron aquí y lo colocaron en la morgue”. Pero no se hará pública ninguna autopsia. Al día siguiente, Erdogan habla de dos muertos: probablemente sumando al de Enez y el bebé de Lesbos. El miércoles 4 de marzo, una de las cargas de la policía griega en Pazarkule deriva en un sostenido tiroteo que se escucha desde el control policial, al tiempo que se observan grandes nubes de gas. Ambulancias van y vienen. Las autoridades de Edirne dan el parte: Cinco heridos por munición real, aseguran, de los que uno ha fallecido en el hospital. Al menos de los heridos hay constancia y no faltan ejemplos entre los migrantes que deambulan por la zona. “Tiran a las partes bajas del cuerpo. Las balas no penetran en la piel pero causan heridas muy dolorosas. También emplean cañones de agua”, explicó Reza, un iraní que también resultó herido por los ataques de la policía griega en Pazarkule.
El apoyo de Bruselas
Las autoridades europeas fueron claras desde el primer momento, pero el mensaje de rechazo no llegaba a los presentes en la frontera turca. La UE agradeció a Atenas que actuase como “escudo” antimigración y no se mostraba dispuesta a vivir una situación como la de 2015, cuando se una caravana andante de refugiados cruzaba los Balcanes hacia Alemania. “No vayan a la frontera. No está abierta. Si alguien te dice que puedes ir porque la frontera está abierta, no es cierto. Eviten situaciones que les podrían poner en peligro. Eviten trasladarse a una puerta cerrada. Por favor, no le digan a la gente que pueden ir porque no es cierto”, insistió el jefe de polític exterior de la UE, Josep Borrell.
Tras una tensa reunión de Borrell en Ankara con Erdogan, Bruselas declaró que destinaría 170 millones de euros en ayuda humanitaria a los refugiados sirios, 60 de ellos para paliar la “crisis humanitaria” en el noroeste de Siria, donde tres millones de civiles permanecen atrapados en medio de la ofensiva del Ejército sirio contra el último bastión controlado por milicias rebeldes. Ankara y Bruselas se prometieron revisar el acuerdo migratorio firmado hace cuatro años y el gobierno del AKP dejó claro que quería “actualizarlo”, para adaptarlo a la situación actual del conflicto en el país vecino, con la esperanza de incluir sus planes de reasentar a miles de refugiados en las zonas bajo control turco del norte de Siria.
Mientras tanto, cientos o quizás miles de migrantes ya habían abandonado el área fronteriza en un continuo goteo, tras casi dos semanas esperando poder cruzar de forma legal. “Vuelvo a Estambul en taxi, ya no aguanto más. Aquí hace demasiado frío. Regresaré si finalmente los griegos abren la frontera”, comenta por teléfono Abdulwahid, tras pasar más de una semana en Pazarkule.
El campamento se desvanece
Las esperanzas se desvanecieron del todo cuando la pandemia del coronavirus cruzó la frontera turca. El 11 de marzo, el gobierno turco confirmó el primer caso de Covid-19 en el país, seis días más tarde se registró el primer muerto. Los países de la UE ya llevaban semanas concentrados en sus propios brotes. Una cumbre migratoria prevista para Estambul se diluyó en una videoconferencia entre Emmanuel Macron, Angela Merkel, Boris Johnson y Erdogan. Un día después el gobierno turco cerró la frontera con Grecia y Bulgaria para evitar la entrada del virus.
Quienes regresaron no lo tienen fácil: ahora los restaurantes donde trabajan han cerrado por la pandemia
Cientos de familias seguían en Pazarkule, habían dejado su casa y su trabajo atrás y se habían gastado el poco dinero que les quedaba en el trayecto hacia la frontera. Algunas decenas consiguieron volver a Estambul, pero terminaron acampadas en la estación de autobuses, sin lugar a donde ir. Sus historias ni siquiera aparecieron en la prensa, demasiado ocupada con la pandemia.
El 27 de marzo, justo un mes después del ataque a los soldados turcos en Siria, se puso fin al campamento fronterizo. Según la agencia turca Anadolu, fueron los propios migrantes quienes pidieron la evacuación. Fueron trasladados en autobuses a varios centros de acogida para pasar una cuarentena antes de ser llevados a otras regiones de Turquía. Pero un vídeo filmado en el lugar y difundido a periodistas muestra incendios en el campamento, mientras un refugiado siria asevera que “los militares turcos están incendiando las tiendas para forzar a la gente a abandonar el lugar”.
Los que regresaron antes no lo tienen más fácil para empezar de nuevo. El afgano Abdulwahid sigue buscando trabajo. Duerme en el salón de un conocido, con los tres amigos con los que se aventuró al río Evros. Uno encontró enseguida un puesto como lavaplatos en un restaurante, pero perdió el trabajo a la semana, cuando el gobierno cerró cafeterías y restaurantes como medida para evitar los contagios por coronavirus. Los tres deambulan por el barrio estambulí de Zeytinburnu intentando encontrar trabajo lo antes posible, por si Turquía impone un cierre total para luchar contra la pandemia. Entre los tres consiguen reunir unos cinco euros al día haciendo recados para amigos. Lo que no pierden del todo es la esperanza. “Intento ahorrar, aunque sea poco. Quiero regresar cuando Grecia abra la frontera”.
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