Opinión

Cuestión de barbas

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 14 minutos

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Puta. Perra. Hija de puta. Burra. Que dios te maldiga. Que dios te castigue. Judía y cristiana, atea maldita. Apóstata. Que Dios te inflija los peores castigos. Que dios maldiga el coño de tu madre. Maldito tu coño. Idiota. Los animales tienen más cabeza que tú. Espera un poco, que te alcanzará tu justo castigo. Hija de hija de perra. Arderás en el infierno por los siglos de los siglos. Dios nos vengará. Que un cáncer te pudra la lengua. Que Dios te mande el sida. Que Dios te mande el covid. Que Dios te mande un cáncer, el covid y el sida y la peste. Que la furia de Dios caiga sobre ti. Que te desfiguren el cuerpo. Cuídate con tu banda de cerdos, jabalita. Si vivieras en mi ciudad, ya te habríamos dado tu merecido. Iré a buscarte, vivas donde vivas, para arrancarte la lengua y sacarte los ojos, puta, hija de puta.

Podría seguir así páginas y páginas: son 600 comentarios en español, árabe, magrebí, inglés y hasta italiano. Todo ello en 24 horas. Eso es lo que tardó en desatarse la tormenta después de que una chavala española de 29 años, de padres magrebíes, publicara en las redes sociales un vídeo de apenas un minuto de duración. Sale ella, una sonrisa en la cara, rizos indisciplinados y una corta túnica azul marroquí, encomendándose a dios para recitar la ‘sura del coronavirus’. Tiene una voz hermosa. Salmodia un texto en árabe. Suena realmente a una lectura del Corán. Dice:

El salmo del Covid

En verdad os digo, hermanos, en verdad
que el virus, gran calamidad
llegó desde la China lejana con nocturnidad
Lloraron los infieles ante su crueldad,
gran plaga y mortal enfermedad
que no distingue entre criado, rey o abad.
Vuestros hábitos abandonad, en la ciencia confiad.
El pan vuestro de cada día en casa amasad.
En vuestras habitaciones os confinad.
Y vuestras manos con abundante jabón lavad.

(Se echa jabón líquido a las manos).

Amén.

Ella se llama Hakima. Y en 24 horas tiene 600 comentarios que le desean la muerte y otros castigos en este mundo y en el más allá. Porque ha ofendido a Dios, dicen. Porque ha ofendido los sentimientos de millones de musulmanes. Porque les ha faltado el respeto. Al Corán, a Dios, a la religión hay que respetarla, dicen. La religión no se puede ofender.

La religión es un poder. No es un concepto espiritual de cada uno en su intimidad: impone leyes

¿Que no se puede ofender? ¿Y por qué, díganme, no se podrá ofender una religión? ¿Porque hay mucha gente que cree en ella y tienen sentimientos que no deben herirse? También había mucha gente que creía que Franco era el salvador de España y no por eso dejaron de hacerse chistes con rima en una marca de detergente. Solo faltaba que no pudieran hacerse caricaturas del poder porque hay gente a la que ese poder le convence o le conviene.

He dicho poder. La religión es un poder. No es un concepto espiritual de cada uno en su intimidad: impone leyes. ¿Respeto? ¿Cuándo han respetado las religiones los derechos de los no creyentes? ¿Cuándo ha respetado la Iglesia el derecho a afirmar que la Tierra gira en torno al sol, cuándo ha respetado a las chicas sin virgo, a las madres sin esposo, a los hombres con novio? Sabemos cuándo: cuando la ciudadanía la ha despojado del poder de imponer su ley. Cuando el código penal ha dejado de plegarse a las tablas del obispo.

Que le digan a Hakima que su religión —la religión de sus padres, aquella que le impusieron desde el día que nació— la ha respetado, y le va a dar un ataque de risa. Si viviera en Marruecos, en cualquier país que invoca el islam como religión del Estado, sería el código penal el que le impondría leyes muy similares a las que ha impuesto durante siglos la Iglesia en los territorios bajo su poder. Como vive en España, se las impone la familia.

De la familia te puedes librar: te vas de casa y asumes que no te volverán a dirigir la palabra. De lo que no te puedes librar es de esa policía de la moral formada por los adolescentes del barrio que se creen no ya con derecho sino con la obligación de gritarte puta cuando te ven por la calle sin pañuelo en la cabeza, ese pañuelo que señala que sigues perteneciéndoles, sigues siendo su propiedad. Y si te ven en la playa en bikini, ya ni te digo. La playa a la que van esos mismos adolescentes para ver a las cristianas en bikini: total, son todas putas. Pero si te llamas Hakima, no puedes: tú tienes que preservarte pura y casta para casarte con un musulmán, y es responsabilidad del barrio entero vigilar que así sea.

Si tienes barba negra puedes hacer lo que te salga del capucho de la túnica blanca

El barrio. Hakima no ha recitado la sura del coronavirus porque tuviera ganas de provocar. Lo ha hecho como gesto de solidaridad con Sanaa y con Emna, dos jóvenes magrebíes que llevan una semana expuestas a campañas de linchamiento por algo mucho más banal: haber compartido en las redes sociales el texto de la ‘sura’, simplemente el texto, sin referencias al islam, sin encomendarse a dios ni al diablo, sin ponerle voz. Un simple clic y un emoticón de risa. Lo que probablemente usted haría, lector, si se encontrara en las redes mi versión del salmo del Covid. Rima, tiene gracia, ¿no? Usted puede compartirlo y no pasará nada. Yo lo he hecho y todavía espero el primer comentario enfadado. Es una gracieta. Quién va a pensar mal.

Nadie piensa mal, de hecho, de Mohamed al Arefe: se hace llamar jeque, tiene 20 millones de seguidores en Twitter, un diploma de una universidad saudí y todas las credenciales posibles para certificarse como el salafista más radical del reino: diatribas contra judíos, cristianos y chiíes y vetos de entrada a Reino Unido, Dinamarca y Suiza por, supuestamente, inspirar a jóvenes que acabaron yéndose a combatir en las filas del Daesh. Y tiene algo más: la famosa Sura de la Manzana, que canturrea con la misma entonación como si del Corán se tratara. Dice así:

Se fue Ahmed a comprar manzanas en el mercado
luego se subió al autobús para volver a casa
pero las llaves se las había olvidado
y se fue a casa de su vecino, a casa del vecino
y ahí se quedó relajado.

Aplaude el público entre risas. Porque Mohamed al Arefe es un señor con túnica blanca y barba negra y si tienes barba negra puedes hacer lo que te salga del capucho de la túnica blanca. Pero si exactamente eso mismo lo hace Hakima, entonces es una ofensa mortal al islam. No cuenta lo que se hace: cuenta quién lo hace. Hakima, Sanaa y Emna son mujeres que se ríen, y eso, ser mujeres que se ríen, las convierte en blanco de la ira de cientos, miles, cientos de miles de fervorosos creyentes que deciden sentirse ofendidos.

Curiosamente, Djilou, un ‘youtuber’ argelino residente en Francia que primero difundió la sura del virus (el autor permanece anónimo) no ha sufrido linchamiento. Es un hombre. La furia se dirige solo contra ellas. Los hombres pueden pecar, todos somos pecadores. Pero las mujeres no pueden: son nuestras, son puras, son vírgenes, son propiedad privada de cualquier musulmán. Hay que vigilarlas. Meterlas en cintura. Que no se escapen del redil. Está en juego el honor de todos los musulmanes. Se empieza con la blasfemia y se acaba follando por ahí. Puta.

¿Cómo se puede absolver a una chica si unos varones musulmanes dicen haberse ofendido?

A Emna Chargui, que vive en Túnez, la policía le hizo llegar una citación judicial, advirtiendo que se le había abierto investigación por “ofensa a lo sagrado” e “incitación al odio entre religiones” (sí, Túnez, el país con las leyes más liberales del mundo llamado musulmán) y le puso cita judicial el 28 de junio. Ya pueden decirme dónde hay incitación al odio a algo que no sea el virus en el texto citado arriba. El juez tiró por la vía de en medio: simplemente aplazó la sesión al 2 de julio. A ver si se calma la cosa y en julio nadie se acuerda de que su deber religioso es condenar a una chica que estrictamente no ha hecho nada. Porque absolverla públicamente, como que no ¿verdad? ¿Cómo se puede absolver a una chica si tres, cuatro o cien varones musulmanes dicen haberse ofendido?

Sanaa, que vive en Francia, no recibió citación judicial, pero sus acosadores tampoco. Nadie puso freno a la campaña atroz en las redes: no solo tuvo que cerrar su cuenta, sino que le abrieron otras varias, bajo su nombre, publicando “insultos contra el islam”, para poder seguir con el escarmiento. Como siempre, solo la mitad de los comentarios en las redes son insultos. La otra mitad son invitaciones a los colegas a unirse a la fiesta y participar en la sádica orgía.

Sanaa no es un ejemplo aislado. También Nao, hija de magrebíes, se tuvo que cambiar de barrio en una ciudad en Francia tras haber publicado en las redes una foto fumando con hiyab y en bragas, a modo de protesta. Su instituto la expulsó. Por “islamofobia”. A ella, la policía francesa no le puso protección: “Son asuntos vuestros”, le dijeron. No haberse metido con el islam, debieron de pensar. Quién te manda. El derecho de meterse con la religión, la suya, solo les asiste a los franceses nacidos cristianos. Los que nacen musulmanes, a joderse.

El derecho a meterse con la religión asiste a cualquier español. Nadie llevó a los tribunales a JL Martín, durante décadas autor de la historieta semanal ¡Dios mío! en El Jueves. Solo los nostálgicos del nacionalcatolicismo pidieron que a Javier Krahe se le condenara a cárcel por cocinar un crucifijo. Fue absuelto.

No es, desde luego, mérito del cristianismo. Ya sabemos lo que piensa el Papa (sí, sí: el Papa Francisco, el de la máquina de márketing mejor engrasada de la historia) de quienes se atreven a ofender una religión, cualquier religión: lo dijo con ocasión del asesinato de los dibujantes de Charlie Hebdo: “No se puede provocar, no se puede insultar la fe de los demás. No puede burlarse de la fe. No se puede. Si alguien dice una mala palabra de mi mamá, se puede esperar un puñetazo”. La Virgen María es la mamá de todos los cristianos, interpreto. Y Dios es el padre.

Si los musulmanes quieren quemar a sus herejes, que lo hagan en sus países ¿no?

Pero lo que piensa el Papa ya no va a misa en el no así llamado mundo cristiano. Lo que piensa la policía de la moral musulmana, las pandillas de adolescentes que buscan dar sentido a su vida insultando a toda chica que ven por las redes, salvo que saque esa bandera blanca de la rendición que es el hiyab negro, sí va a misa. En el así llamado mundo musulmán y en el resto. Aún me queda por ver un solo político de la izquierda española que reivindique públicamente el derecho de los musulmanes a meterse con su propia religión. Mucho felicitar el ramadán a todos los creyentes, mucho emocionarse con lo hermoso que es llamar a la oración en tiempos de confinamiento, pero ¿defender derechos? Ah pero ¿los musulmanes tienen derechos?

La sura del coronavirus es una prueba de algodón para la política española. La derecha lo tiene fácil: aplaudirá el valiente gesto de Hakima porque es una excelente oportunidad de mostrar lo intolerante y violento que es el islam. Y acto seguido seguirá pidiendo la dimisión de Rita Maestre por ponerse en tetas en una capilla o el enjuiciamiento de las mujeres que montaron la procesión del Coño Insumiso en Sevilla. Porque estas son nuestras capillas y nuestros valores sagrados, dirán, aquí tenemos el derecho a quemar a nuestros herejes, y si los musulmanes quieren quemar a los suyos, que lo hagan en sus países. Que lapiden a Emna, que está en Túnez.

Eso es racismo a la antigua: lo que importa es no mezclar las razas. No vaya a ser que Dios se confunda con quién va a qué cielo.

La izquierda tiene dos opciones: armarse de valor y decir, en voz alta, que los derechos de libertad de expresión, laicismo y libertad de conciencia son innegociables e invulnerables para toda persona, absolutamente toda, también para Emna, Sanaa y Hakima, o dividir el mundo en dos bloques: cualquier persona tendrá derecho a la libertad de expresión salvo si es musulmana y, encima, mujer. Entonces no. Entonces debe callar para no ofender a Dios. Eso es racismo 2.0.

La izquierda española haría bien en fijarse en Francia. Allí, el rechazo de la derecha a “los árabes”, primero, y el rechazo de la izquierda a criticar nada que hagan “los musulmanes”, más tarde, se han combinado a la perfección para convertir a millones de personas en una población que vive bajo leyes propias: las que se irradian desde los países del Golfo en forma de soflamas de telepredicadores con turbante inmaculado y barba impoluta. Y que aplican palabra por palabra los nietos de la inmigración: primero en las redes, que ya dominan por el simple volumen del griterío —puta, perra, condenada, apóstata, te voy a matar— que se impone a cualquier otro comentario. Y donde pueden, también fuera de las redes: en las calles de esos distritos periféricos que fueron guetos para sus padres y abuelos, humildes inmigrantes, y que son territorio conquistado para ellos, adolescentes enrabietados y guiados por imames que compiten para ver quién la tiene más larga. La barba, digo.

En España está empezando: esta semana, un locutor de una radio en árabe magrebí que emite en  Barcelona y Tarragona, Radio Hayatti, dedicó cinco minutos a cubrir de insultos a una profesora de filosofía de un instituto marroquí, por haber dicho algo sobre Mahoma en una cena con cinco colegas. Una cena que, a modo de charla pública, se filma y se coloca en Youtube. Ofensa mortal para el locutor: cientos de millones de musulmanes, dijo, querrían cortarle la cabeza (a los hombres en la mesa ya tal) y tendrían mucho motivo para hacerlo. Radio Hayatti no es una emisora de prédicas de mezquitas: la hacen los chicos del barrio, es lo que escucha el barrio. Ya no solo en Francia.

España haría bien en fijarse en las barbas del vecino. Y poner en remojo las suyas.

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© Ilya U. Topper Primero publicado (parcialmente) en El Confidencial · Mayo 2020

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