Reportaje

Traumas bajo el casco azul

Imane Rachidi
Imane Rachidi
· 12 minutos
casco azul
Casco azul del veterano holandés Edo van der Berg, en su casa en Frisia (Jul 2020) | © Imane Rachidi

La Haya | Julio 2020

Ya nunca más ha vuelto a salir de la trinchera. Su casa está rodeada de vallas, de manera que nada se puede ver desde el exterior. Aquí, dice, lo tiene todo bajo control. La nevera siempre llena, aunque luego gran parte de la comida acumulada acabe en la basura. Pero Ben Stidge necesita la sensación de estar al mando de su vida. Es el trauma que le ha dejado la guerra. No lo ha superado ni aislándose con su perro en aquella casa modesta en la frontera entre Países Bajos y Alemania: “Es mi prisión”, dice.

Veinticinco años han pasado desde aquellos meses en Srebrenica, Bosnia, donde unos soldados holandeses, voluntarios sin experiencia, se vieron frente a un genocidio, sin saber qué hacer. Murieron los otros, los bosnios, pero los chavales uniformados que lo presenciaron, impotentes ante los fusiles de las milicias serbias, también han dejado parte de su vida allí. Nada volvió a ser igual.

Eran poco más que unos adolescentes entonces. Jaski Portegies Zwarte contaba 23 primaveras, Edo van der Berg sumaba 21 y Ben Stidge acababa de cumplir 18 cuando llegaron a Srebrenica como parte del batallón Dutchbat III. Era su primer contacto con el extranjero y se creían “intocables” porque eran “los hombres de Naciones Unidas”. “Para mí era una aventura. Nunca había estado más allá de los campings de Alemania o Bélgica. Era emocionante”, reconoce Ben. Hoy es adicto al cannabis, que le ayuda a controlar el Síndrome Postraumático.

Srebrenica, un enclave de mayoría musulmana en el este de Bosnia, rodeado de pueblos de mayoría serbobosnia, había sido declarado zona desmilitarizada en 1993 y albergaba desde entonces un batallón de la UNPROFOR, las fuerzas de Naciones Unidas que teóricamente debían vigilar un alto el fuego. No tenían capacidad para hacerlo, y en julio de 1995, las brigadas serbobosnias tomaron el enclace sin encontrar apenas resistencia de los milicianos bosnios musulmanes que lo defendían.

Miles de combatientes bosnios intentaron romper el cerco y llegar a Tuzla, en territorio bosnio, a través de los bosques. Algunos lo consiguieron pero la mayoría cayó exterminada en emboscadas de las brigadas serbias. Quienes quedaron en Srebrenica buscaron protección ante la base del Dutchbat: unas 25.000 personas, en su mayoría civiles. No les sirvió de nada. Las brigadas serbias separaron a mujeres, niños y ancianos de hombres o adolescentes en edad de combatir: el primer grupo fue deportado a Tuzla, el resto ejecutado sistemáticamente. Murieron 8.370 personas.

Los cascos azules no intentaron impedirlo. No pudieron: frente a unos 5.000 combatientes serbios solo quedaban 350 holandeses mal armados: hacía tiempo que los serbios habían impedido un suministro regular de munición, medicina, comida. Y a pesar de las reiteradas solicitudes, el batallón nunca recibió apoyo aéreo. Lo único que podían hacer, así lo creyeron, era colaborar con las brigadas serbias para facilitar “un traslado pacífico” de los civiles a Tuzla.

“No había una alternativa buena. Estoy seguro de que, de no estar nosotros allí, nadie habría salido vivo de enclave. No habrían puesto autobuses hacia Tuzla, habrían aniquilado a todos en el enclave. ¿Hicimos lo humanamente posible? Sí, creo que sí”, concluye Ben. “Todos nos culpan de los 8.400 muertos, pero no hablan de los 30.000 que siguen vivos”.

“Estoy seguro de que, de no estar nosotros allí, nadie habría salido vivo de enclave»

“Nuestra misión no era meternos en una guerra. Ningún soldado entraría en combate con un vehículo blanco (de la ONU) y un casco azul en su cabeza”, añade Edo van der Berg. Para defender el enclave, dice, habrían hecho falta 10.000 soldados. “La misión era mantener la paz. Pero cuando llegamos había de todo menos paz”, recuerda desde el salón de su casa en Frisia, lugar que ha convertido en un museo, decorado con la bandera y el casco de la ONU, fotos y varios objetos militares.

“Los serbios violaron a las chicas, había pánico entre la gente. Unas 30.000 personas llevaban semanas escondidas, sin lavarse, sin comer, olía a pánico, a muerte, esa gente estaba totalmente perdida”, recuerda Jaski Portegies Zwarte. Una noche escucharon gritos y llantos y fueron a ver qué pasaba: un chico que, por miedo a los serbios, golpeaba la cabeza contra una piedra para suicidarse porque no tenía una cuerda con la que ahorcarse, como hicieron otros.

“Intentamos frenar las torturas, la violencia, el maltrato, hacer que la gente tuviera al menos un minuto para decirse adiós. Puede sonar estúpido ahora, pero los serbios no lo permitían: sacaban a la gente del grupo con palos, perros y amenazas. Tratamos de hacer todo eso más humano”, se justifica Ben Stidge.

Edo lo recuerda con detalle. “Tuvimos que formar una fila, mano con mano, y un serbio nos tocaba a uno de nosotros para apartarse y dejar pasar a 20 o 30 refugiados, luego mandaba cerrar. Ahí se veía que esos hombres no tenían sentimientos. Si una madre estaba fuera y el niño aún dentro, y te mandaban cerrar la fila, tenías que cerrar”.

«Nuestra vida se ha detenido. Sigo atrapado en lo que yo era hace 25 años»

Los soldados obedecían: sabían quién mandaba. Para llegar desde Zagreb al enclave de Srebrenica, cruzando territorio bajo control serbio, el pelotón de Ben tenía que parar “en un control cada pocos kilómetros, y pasar ahí tres horas”. “Un serbio entra en el bus, te ordena salir, te pone el DNI junto a la cara, ahí entiendes que nosotros no estamos al mando”, recuerda Ben Stidge. “Al principio te crees parte de un Ejército indestructible, y dos días después te dejan claro que no tienes el control. Los serbios eran quienes dictaban lo que teníamos que hacer y cómo hacerlo”, asegura.

Hablar de Srebrenica le llena aún los ojos de lágrimas. “Fue volver de una zona de guerra y llegar a casa con los tuyos, que tienen más preguntas que tú respuestas. Ahí retrocedes y construyes un muro a tu alrededor. En mi caso ya no se puede romper”, dice. Estuvo en el Ejército dos años y medio, pero tras Srebrenica ya no era capaz de “obedecer ordenes sin cuestionarlas”. Volvió a la vida civil pero en 2002 “estalló la bomba” del trauma y empezó la caída: dejó de trabajar, el psiquiatra lo medicaba, perdió su casa y pasó seis años viviendo en la calle.

“No quiero formar parte de la sociedad y sigo adicto al cannabis, es mi medicamento para controlar la cabeza y no sentir esas emociones. Sigo teniendo pesadillas y flashbacks. A veces me pregunto cómo sería mi vida si fuera una persona normal, con una familia y esas cosas”, reconoce.

Los cascos azules de Srebrenica se sienten abandonados por la ONU y por Países Bajos, no solo durante la misión, sino también después. Entre el 30% y 50% (el dato depende de la fuente) necesita ayuda psicológica para vivir con las secuelas, muchos perdieron su trabajo o se aislaron de la sociedad; otros se quitaron la vida.

El veterano Edo van der Berg muestra la foto de una tanqueta de la ONU (Jul 2020) | © Imane Rachidi

Edo llegó a Srebrenica en su 21 cumpleaños y tampoco supera el recuerdo. “Durante los últimos 25 años, nuestra vida se ha detenido. Sigo atrapado en lo que yo era hace 25. Trato de mejorar, hace un año empecé un tratamiento del trauma; está siendo una montaña rusa de sentimientos”, describe. Sus recuerdos sobre lo ocurrido en Srebrenica no coinciden con lo que contaba la prensa holandesa. Ahora dice dudar de su propia memoria. “¿Realmente pasó eso? ¿Vi eso? ¿Puedo confiar en mi mente? Esa es la batalla más dura que tuve que librar estos 25 años. Estas luchando contra una historia que se está contando un año tras otro, sin coincidir con lo que tu tienes en la cabeza”, lamenta.

Jaski era el mayor de los tres cuando se alistó. Advierte de que la sociedad y la prensa les pueden “culpar de lo que quieran”, pero ellos, que estuvieron allí, saben “dónde están los culpables” de esa masacre.

“El mundo entero nos dejó caer. Menos mal que después de tantos años, se va entendiendo lo que de verdad pasó y que no nos pueden echar nada en cara. Si, estábamos protegiéndolos, estando ahí, no luchando”, insiste Jaski, que dejó el Ejército holandés y puso rumbo a Alicante (España) en 2006. “No tenía miedo a la muerte. Será porque era joven y pensaba que podía con el mundo entero”, asegura. “Yo habría hecho mi trabajo hasta el último momento. Cuando me dieron la orden de ir al frente entre los bandos que se estaban matando, lo hice. No lo veía ni mal, ni bien, para eso firmé, soy militar y esa es la orden”, remacha. Pero no llegó la orden de enfrentarse a las brigadas serbias.

El Gobierno holandés reconoció en 2016 que el Dutchbat III había sido enviado a una “misión imposible”, algo que estos tres veteranos llevan un cuarto de siglo denunciando. “Yo no estoy orgulloso de esa misión. La indecisión de la comunidad internacional fue lo que terminó con miles de vidas y eso es una vergüenza”, subraya Jaski.

Varios veteranos han llevado al Estado holandés ante los tribunales, porque, señala Ben Stidge, el Gobierno “trató de hacer todo lo posible para mantener la idea de que los cascos azules son en parte los culpables”. Y al mismo tiempo los abandonó, no hizo nada para facilitar tratamientos para su trauma y los dejó a solas con la culpa. “Trataron de silenciar todo, y eso creaba ante los holandeses una imagen muy extraña” de los cascos azules.

El año pasado, el Tribunal Supremo neerlandés dictó sentencia en una caso judicial que enfrenta supervivientes de Srebrenica, sobre todo madres de hombres ejecutados en el lugar, con el Gobierno de Países Bajos. Ante la cuestión de si el Ejecutivo neerlandés es responsable de la muerte de un último grupo de 350 hombres que había intentado refugiarse en la base de Dutchbat, la Corte decidió que en parte sí, pero solo en parte. Concretamente en un 10%: esa era la probabilidad, sentenció, de que los soldados hubieran podido salvar a los 350 bosnios. No dijo cómo lo había calculado.

Mladic, visto para sentencia

“Mi momento no ha hecho más que empezar. La gente escuchará lo que Ratko Mladic tiene que decir. Estoy vivo y coleando, y seguiré viviendo mientras siga existiendo nuestro pueblo, y cuando su acusación haya acabado en la basura”. Estas fueron las últimas palabras del general serbio ante lo que queda del Tribunal Penal para la antigua Yugoslavia (TPIY) que lo juzga en La Haya por la masacre más de 8.000 hombres y niños musulmanes en Srebrenica y otros crímenes de la Guerra de los Balcanes (1991-2001). La última y definitiva sesión tuvo lugar el 26 de agosto; la sentencia se espera para el año que viene.

La Fiscalía quiere tipificar los hechos de genocidio y pide la cadena perpetua, ya impuesta en 2017 en una sentencia recurrida; Mladic se presenta como “una victima de la OTAN”. “He sido un soldado profesional durante toda mi vida y trabajé tanto en la paz como en la guerra según las leyes de mi país”, aseveró. A sus 78 años, enfundado en un traje negro, corbata azul y camisa blanca, afronta el juicio con cierta arrogancia, tilda de “viperinas y diabólicas” las palabras de “esta mujer rubia”, en referencia a la fiscal, Laurel Baig.

“Quiero que mis enemigos, y hay muchos de ellos, mueran mientras yo aún esté vivo”, dijo Mladic hace ocho años, la primera vez que se sentó en el banquillo de los acusados de La Haya, extraditado por Serbia tras quince años en busca y captura. Otros temen que el ‘carnicero de los Balcanes’, bastante enfermo este año y operado del colon, no viva para escuchar su sentencia definitiva.


“Pasa un año, la gente a tu alrededor ya no habla de Srebrenica, pero tu te vas a la cama, te levantas y vives con Srebrenica. En el barrio, los vecinos me decían ‘Eso ya pasó, deja de quejarte, hay que seguir adelante’. Pero tú no puedes seguir adelante cuando no tienes las respuestas ni la paz. ¿Hice lo que pude? ¿lo hicieron mis superiores?”, se pregunta Edo.

Fue entonces cuando empezó a vivir solo. “La gente te ignora, no tiene interés en lo que pasa en tu cabeza, y ahí llega el Síndrome Postraumático: cuanto más contacto tienes, más construyes un muro a tu alrededor. Sonríes, pero por dentro te estás muriendo poco a poco”.

Un documento del gobierno británico, publicado a finales del año pasado, sacó a la luz que Estados Unidos, Francia y Reino Unido sabían, una semana antes, que los serbobosnios se disponían a capturar los enclaves musulmanes en su zona, incluida Srebrenica. Al no ponerse de acuerdo sobre cómo reaccionar, no advirtieron a los holandeses, ni enviaron apoyo aéreo.

“Cuando estás tratando de encajar algo, pero la sociedad te machaca como si tu fueras el culpable de tantos miles de muertos, te sienta muy mal. Muchos amigos se suicidaron, otros sufren psicosis, otros han abandonado a su familia y toda vida…” reflexiona Jaski. “Nos hacen sentirnos como criminales. Srebrenica me afecta y me afectará el resto de mi vida”.

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