No es solo cobardía
Alberto Arricruz
En ese octubre 2020, pocos días antes del asesinato de un profesor de historia por un fanático islamista y del posterior atentado de Niza, en una calle de París se instaló una placa en honor al coronel de gendarmería Arnaud Beltrame.
Beltrame fue asesinado por un islamista el 24 de marzo de 2018, después de haberse entregado a cambio de rehenes que el terrorista mantenía prisioneros en un supermercado. Su valentía y sacrificio impresionaron y fueron motivo de que se le honrara, poniendo su nombre a calles de diversas ciudades francesas.
París cumplió con ese compromiso moral dando su nombre a un nuevo jardín publico cercano a la plaza des Vosges. La placa de calle reza: “Asesinado en el atentado terrorista del 23 de marzo (…) victima de su heroísmo”.
Así que el culpable de su muerte es su heroísmo. Menuda idea, la verdad: de quedarse quieto, hoy estaría vivo.
El texto de la placa ha sido sopesado, buscando moderación. Tiene toda la pinta de un lapsus: los redactores no querían aconsejar ser cobardes, pero lo han pensado mucho y se les ha escapado.
¿Cómo no tener problemas con los musulmanes?, pensaron. Porque, sistemáticamente, los ediles franceses ven a los musulmanes de Francia como integristas islamistas por naturaleza.
Cinco años después de la matanza de Charlie Hebdo, con la ejecución del profesor de escuela, los islamistas han instalado en Francia la pena de muerte para toda persona designada en las redes como diana por blasfemar. Funciona: el miedo cunde. El odio y la separación también.
Pero la culpa la tiene la “islamofobia” del Estado: eso proclaman Erdogan y algunos otros sátrapas orientales, también los medios ‘mainstream’ anglosajones, las autoridades católicas francesas… y la izquierda que se dice “radical”.
Los atentados de octubre llegan justo después de que el presidente Macron anunciara querer luchar contra el separatismo islamista en Francia, la financiación extranjera del islam y el adoctrinamiento salafista en escuelas de mezquitas. La tarea es descomunal.
Macron, si de verdad lo hiciera (pero todo apunta a que se quede a medio camino), sería un revolucionario. Porque la estructura islamista ya es parte integrante del aparato de Estado.
Los órganos musulmanes operan en el interior del sistema de poder, a la orden de Estados extranjeros
Dentro del complejo poder transnacional construido con la globalización capitalista, las instituciones religiosas cumplen un papel de aparatos ideológicos de Estado. Los órganos musulmanes operan en el interior de ese sistema de poder, a la orden de Estados extranjeros dentro de los países occidentales. Con el acuerdo y a petición de los gobernantes occidentales, llevan cuatro décadas haciéndose cargo de la población inmigrada en Occidente en los ámbitos de la religión, la cultura y —eso es fundamental para entender el asesinato del profesor francés— la educación. Con un objetivo claro: mantener separadas de las clases populares autóctonas a las personas de origen inmigrante y controlarlas manteniéndolas asignadas a otra identidad, otra cultura, otros países.
En Francia, por tomar un ejemplo, un fondo de Estado qatarí opera oficialmente para financiar creaciones de empresas en barriadas populares. Contra el paro de los jóvenes y obreros… y con la idea —tácita, no expresa— de que ayuda a musulmanes, claro. El acuerdo fue plasmado oficialmente por el presidente Sarkozy en 2011, luego confirmado y extendido por el Gobierno socialista en 2012.
Tal sistema es coherente con la “organización” del sistema de la inmigración (descrito por Ilya Topper en “Antes muerto que pardillo”). También con la destrucción de las soberanías nacionales europeas y de los Estados de bienestar, destrucción necesaria para garantizar la dominación de los nuevos y gigantescos poderes capitalistas mundiales, en los que caben las familias reales de Qatar y Arabia Saudí.
Las clases populares están divididas, enfrentadas por el islamismo y sin representación en las fuerzas progresistas
Esa estrategia de separación está, pues, inscrita en la mismísima construcción moderna del sistema de poder transnacional y en los Estados. Con un éxito importantísimo para el capitalismo: la desactivación de la fuerza de resistencia de las clases populares, permitiendo los recortes dramáticos al Estado de bienestar, cuyas consecuencias aparecen nítidamente en Francia con el desastre de la sanidad publica en la pandemia de la covid-19. Las clases populares están divididas, enfrentadas por el islamismo, y ya no tienen representación en las fuerzas progresistas. Algunas de ellas están siendo incluso infiltradas, con inteligencia y paciencia, por los islamistas.
Pero, para asombro de los gobernantes occidentales, los clérigos musulmanes no se han limitado a gestionar la separación étnico-religiosa como en los tiempos coloniales, cuando las leyes modernas y de ciudadanía solo se aplicaban a los colonos y el aparato religioso servía para legitimar ese orden y mantener al colonizado dentro.
Hoy resulta que la secta wahabí, enriquecida hasta el delirio por el petróleo, y los Hermanos Musulmanes tienen otra ambición. Porque a partir de la revolución iraní de 1979, el islamismo se ha vuelto revolucionario, y avanza en su nuevo agenda apoyándose en el enorme poder que ha conseguido en los aparatos de Estado y las sociedades civiles occidentales.
En Francia, treinta años de presión islamista activa sobre la Educación publica —contra la igualdad de las mujeres—, la sociedad civil, y de adoctrinamiento radical de generaciones en mezquitas han cambiado profundamente la sociedad.
Aquí cabe una pregunta. ¿Por qué la izquierda, la que se dice “radical” y “verde”, y también parte de la socialdemocracia, está con los islamistas?
Esa izquierda ya no es marxista. Queda en Francia un pedacito de aparato político llamado partido comunista, y también organizaciones que aún se reclaman de Trotsky, pero hoy se sostienen en las corrientes del Mayo 68, las inspiraciones de Marcuse y Foucault.
Foucault quedó fascinado por el chiismo, considerándolo religión de los oprimidos
La escritora y ensayista iraní Chalah Chafiq, exiliado en Francia, cuenta en Le rendez-vous iranien de Simone de Beauvoir (2018) los dos viajes a Irán de Michel Foucault en 1978. Foucault quedó fascinado por el chiismo, considerándolo religión de los oprimidos. La opresión de las mujeres le importaba un bledo, como a Sartre, en eso dejaron muy sola a Beauvoir cuando ella denunció esa revolución. También le importaba un bledo a Foucault la represión contra los homosexuales, él podía serlo libremente en los barrios “chic” de París, y con eso bastaba.
Oponiéndose a la visión marxista de la religión, Foucault vio el potencial revolucionario de la religión, despreciado y subestimado entonces por los progresistas occidentales. En la experiencia iraní, para él la religión no era consuelo ilusorio como alienación, sino protección y crisol de una identidad que dispone quien está dentro a la resistencia y al sacrificio.
Desde noviembre 2019, la izquierda “radical” francesa está abiertamente aliada con los activistas que lideran el islamismo en Francia. Desde que sus dirigentes participaron a la manifestación nacional contra la “islamofobia” y el “racismo de Estado”, donde se reivindicó el “derecho” de velar las mujeres hasta dentro de las escuelas y se gritó como lema militante en la calle nada menos que “allahu akbar”.
Cinco años después de su discurso en el entierro del que llamaba su “amigo Charb”, —el redactor jefe de Charlie Hebdo— el líder de izquierda “radical”, Jean-Luc Mélenchon, se ha vuelto nítidamente “anti-Charlie”. Pero no le digáis que es “islamo-izquierdista”: se enfada muy fuerte y compara esa terminología con la expresión “judeo-bolchevique” acuñada por los fascistas en los años treinta.
Los islamo-izquierdistas consideran el islamismo como valioso elemento crítico del neocapitalismo
El historiador y veterano militante anticolonialista Jacques Julliard dedicó a esa corriente un análisis publicado en 2018 en la Revue des deux Mondes (que se publica desde… ¡1829!). Julliard inscribe los islamo-izquierdistas en una filiación de largo recorrido en la historia de las izquierdas, por lo que no debería sorprendernos la fascinación de la pequeña burguesía y la intelectualidad “progre” con esas formas inéditas de oscurantismo religioso. Se trata de una mutación de una corriente clásica de odio a la identidad francesa, que se decantó en el siglo pasado en el colaboracionismo de importantes figuras de izquierdas con los nazis en Francia.
Los islamo-izquierdistas consideran el “despertar” del islam y el auge del islamismo como valiosos elementos críticos del neocapitalismo, sustituyéndose de cierta forma a la lucha de clases y al proletariado clásico. Y es que el proletariado ha decepcionado mucho a esos revolucionarios. Como Foucault esperaban más de él: resistencia y sacrificio, no quedarse en luchar por buenas condiciones de vida para ellos y sus hijos.
Julliard habla de Francia, pero tales corrientes se expresan con sus diversas formas en todos los países occidentales. Hay un rechazo “de izquierdas” a la civilización occidental, a esa Europa soñada por Paul Valery a partir de sus tres herencias. La de Roma —instituciones y leyes—, la del cristianismo —conciencia y dignidad de la persona— y, sobre todo, la de Grecia, que “nos ha distinguido profundamente del resto de la Humanidad” dice Valery. Porque nos ha dado, con sus axiomas y teoremas, el solo y único universal: la ciencia pura.
Los islamistas comparten con el izquierdismo europeo el odio a la Ilustración y la ciencia
La visión de Europa y Occidente que expresa Valery es valiosa también por lo que excluye: la aportación arábigo-islámica. Sin esa aportación, en Europa no se habrían enterado de Aristóteles, Platón y Euclides. Ese escamoteo de la aportación arábigo-islámica a Europa y Occidente tiene que ver con la fase colonial, cuando las potencias europeas colonizaron los países musulmanes y conduce hoy, entre otras consecuencias, a confundir el wahabismo con el islam y sentirlo como “otra” civilización contra la que se está chocando.
Contra lo que se está chocando es la ola islamista mundial. Los islamistas comparten con el izquierdismo europeo el odio a la civilización occidental, especialmente la Ilustración y la ciencia. Pero odian tanto o más la cultura arábigo-islámica. Por eso la están destruyendo primero.
En 2018, el islamo-izquierdismo no era un movimiento organizado. Era influyente sobre todo en el mundo cultural, revistas “progre”, radios, prensa de izquierda, destacando el diario fundado por Jean-Paul Sartre, Libération. Ahora, con la adhesión total a esa corriente de Mélenchon y su movimiento, también con la elección de alcaldes verdes afines en grandes ciudades francesas, su base política parece haberse ensanchado.
Mélenchon se está reinventando como el Trump de izquierdas, esperando llegar al poder en 2022
En tres años, de participar con Corbyn, Sanders, Tsipras/Syriza y Podemos/Pablo Iglesias al espectacular auge de las izquierdas radicales, Mélenchon ha pasado a tener hoy un movimiento hecho jirones que ha sido incapaz de hacerse un hueco en las elecciones municipales (igual le ha pasado a Macron, el otro candidato que con Mélenchon vino a impugnar el panorama político en la elección presidencial de 2017).
Mélenchon sabe perfectamente que eso de que los musulmanes de Francia son perseguidos y estarían como los judíos en los años treinta es un cuento. Y además un insulto a las victimas de los nazis. Pero convertirse en difusor de tales bulos y aliado de los fascistas islamistas, no es solo cobardía.
Apuesta por lo peor. Con la violencia de sus tweets, su mala leche espectacular y sus posiciones “rupturistas” como el racismo antichecheno, Mélenchon se está reinventando como el Trump de izquierdas, esperando un rédito electoral suficiente para llegar al poder en las presidenciales de 2022. Encuestas de hoy parecen dar una mayoría a las posiciones ultrapolarizadas: Le Pen y Mélenchon.
Veremos. El pueblo francés, con más de 300 muertos en atentados islamistas desde 2012, y decenas de periodistas y activistas como Zineb El Rhazoui bajo protección policial, se ve azotado por los islamistas en una evidente estrategia de la tensión, una guerra declarada a la laicidad, a la igualdad de las mujeres y a la identidad francesa. Creo que, por eso, pasará factura a cobardes y traidores.
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© Alberto Arricruz | Noviembre 2020 · Especial para M’Sur
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