Lectura del fascismo
Ilya U. Topper
Estambul | Noviembre 2020
“El fascismo se cura leyendo”, dice una frase mil veces citada —la mitad de las veces atribuida a Miguel de Unamuno— pero más falsa que un discurso de Goebbels.
Leer es algo fantástico, pero no es una actitud antifascista. Depende de qué se lee. Veamos: el fascismo en el sentido amplio —totalitarismo de una ideología con tintes étnicos— que damos hoy a la palabra surgió en Italia en 1920 pero llegó a su apogeo en Alemania en la década siguiente. Ya saben, los nazis, Hitler, las victorias electorales en 1932 y 1933. ¿Era Alemania una nación analfabeta?
Alemania en 1920 no solo no era analfabeta: era la nación con más libros y más lectores del mundo y de la historia: nunca antes y nunca después ha existido una sociedad tan alfabetizada, tan acostumbrada a leer. No, tampoco después: hoy se estima que hay entre seis y siete millones de analfabetos en el país, el diez por ciento de la población adulta. Esto es una tasa similar a la registrada hace siglo y medio, en 1871. Dos generaciones más tarde, en los años 20, en Alemania leían todos. Leían hombres y mujeres (y más las mujeres: había una ingente industria de novelas pensada para un público lector sobre todo femenino), leían burguesas y obreras, leían críos y ancianos. Era antes del invento de la televisión, por supuesto. En su tiempo libre, el pueblo leía.
Un libro puede mentir casi tanto como un tuit
Esa lectura incluía formación científica. Si usted quiere matar de un disgusto a un editor español de hoy día, uno de estas sólidas editoriales que se pueden permitir lanzar tiradas de 2.000 ejemplares de un libro de ensayo con buenas perspectivas, susúrrelo que en la Alemania de 1920, cualquier libro de esos de divulgación científica, sobre la evolución humana, el color de los dinosaurios o el sexo de los insectos, alcanzaba fácilmente 60.000 o 70.000 ejemplares. La típica revista de naturaleza y ciencias tenía una tirada de cien mil al mes. De las novelas ya ni hablamos.
El pueblo leía. Y luego votaba a los nazis.
Partiendo de este ejemplo concreto podríamos decir que el fascismo es la más intelectual de todas las ideologías. Esto es, por supuesto, una boutade, una exageración, pero al menos dejaremos claro una cosa: estar extremamente bien formado, con una enorme cultura general y un acceso casi ilimitado a teorías científicas e información social y política, no protegía al pueblo alemán contra el discurso populista de un puñado de mesiánicos y oportunistas vestidos de camisas pardas.
Porque no todo lo que se lee es verdad. También hay libros que mienten, manipulan, tergiversan, convencen de falsedades. La teoría de las diferencias raciales, desde las formas del cráneo al carácter y al ideario moral, se difundía en libros firmados por personas con Prof. Dr. delante del nombre. Un libro puede mentir casi tanto como un tuit. De hecho, aunque Mein Kampf, el combativo ensayo de Hitler, no consta que se vendiera mucho antes de la victoria electoral del führer, el Gobierno alemán debe de tener en cierta estima su capacidad de convicción: prohíbe su venta hasta hoy. Para que los ávidos lectores no se hagan fascistas.
Hay algo que tenían en común fascistas, socialistas y comunistas en 1920: querían cambiar la sociedad
Retengamos al menos esta lección de la Historia: leer no solo no cura el fascismo sino que puede contagiarlo. Según qué se lea. Por supuesto, también puede contagiar la ideología opuesta: el segundo partido más votado en la Alemania de 1932 era el socialista y el tercero, el comunista. Entre los tres recibieron el 73 por ciento de las papeletas.
Hay algo que estos tres partidos tenían en común, frente al resto de formaciones, que eran centristas y burguesas: querían cambiar la sociedad. Mediante profundas reformas los socialistas, mediante golpe o revolución nazis y comunistas.
Esto se tiende a olvidar: el fascismo era una ideología política incendiaria que proclamaba un profundo cambio de la sociedad, por mucho que para ello recurriera a ideales o lemas de un glorioso y muy lejano pasado “germánico” (en el caso de Hitler) o romano (en el de Mussolini). De hecho, acabó con el sistema de castas sociales —aristócratas y plebe— en el que Alemania se hallaba todavía encorsetada en los años 20.
Para votar a un partido conservador no hace falta pensar mucho: basta con querer que todo se quede igual. Las sociedades analfabetas suelen evolucionar despacio. Es la imprenta la que desde Gutenberg ha propagado ideas nuevas, revolucionarias. Es la lectura la que hace plantearse cosas, querer algo distinto, pensar que será posible. Una nueva ley, un nuevo orden social.
Todas las mujeres son iguales si visten hiyab, el equivalente femenino de las camisas pardas
Esto es algo que conviene recordar cuando observamos la expansión de esta nueva ideología que está arrasando desde hace una generación en los países al sur del Mediterráneo: el islamismo. Algunos lo llamamos islamofascismo, y es un término acertado porque al igual que el fascismo de los años veinte y treinta del siglo XX proclama un profundo cambio de la sociedad. Quiere barrer antiguas, anquilosadas estructuras feudales, de grandes familias, monarquías, partidos convertidos en clanes hereditarios. Quiere crear una igualdad social bajo nuevos líderes, incontestables, infalibles, mesiánicos, con falanges uniformados en los que no importa origen social, apellido, dinero: a la hora de rezar, todos los hombres son iguales sobre la alfombra. Y en la calle, todas las mujeres son iguales si visten hiyab, el equivalente femenino de las camisas pardas.
Al igual que en el fascismo, los líderes son una élite inspirada por la divinidad que gobernará mediante fetua, el equivalente a los decretos del führer. La democracia es innecesaria en esta ideología: ¿quién es el guapo que le discutirá una ley a Dios?
No es cierto que la pobreza produzca idearios fascistas. La sensación de injusticia sí
Y esta ideología revolucionaria —financiada por supuesto por anquilosadas monarquías del Golfo con ganas de mantenerse en el poder, al igual que las grandes corporaciones industriales alemanas financiaron el fascismo— se propaga mediante lecturas. No del Corán sino de los libros que lo interpretan y lo convierten en ideología. Los del egipcio Sayyid Qutb, por ejemplo. Al igual que cualquier otra ideología moderna, el islamismo no surge de entre campesinos tradicionales: surge en las ciudades donde es fácil difundir octavillas, panfletos, libros. En Marruecos, hasta la segunda década del siglo XXI era casi imposible encontrar un hiyab en el campo: la ideología no era fácil de difundir entre mujeres analfabetas.
Esto no es un alegato contra la educación universal. Es un recordatorio de que a las ideologías totalitarias no se les combate con el bonito eslogan de reducir el analfabetismo, la pobreza y la mortalidad infantil. No es cierto que la pobreza produzca idearios fascistas. La sensación de injusticia sí, pero esa sensación la puede tener incluso un empresario al que sus obreros le declaran una huelga sin que la policía lo impida como antes. Los votantes de Donald Trump en Estados Unidos no eran las clases bajas: eran las clases con un perfil salarial superior a la media.
Y no son las clases analfabetas del Magreb las que son responsables de la difusión del islamismo en Europa, ni de su ala extremista y violenta, el yihadismo. A diferencia de lo que muchos creen, las familias de origen campesino que inmigraron desde Marruecos a España en las últimas décadas no son islamistas, como no eran falangistas los jornaleros andaluces y extremeños que en los cincuenta y sesenta emigraron a Alemania y Francia.
Si los inmigrantes se han vuelto islamistas en Europa es porque allí han entrado en contacto con la propaganda que difunden los adalides de esta ideología. Es cierto que esta propaganda se hace hoy día mucho menos imprimiendo libros y mucho más a través de la televisión por satélite, pero para el caso es similar: los telepredicadores hablan en árabe estándar, un idioma ininteligible para un marroquí que no haya pasado por el colegio.
El islamismo turco no nació en astilleros ni en huelgas de fábrica: nació en reuniones de empresarios
Por eso es un enorme error vincular inmigración y yihadismo. Es un enorme error asociar islamismo a pobreza. En Turquía es más obvio aún: aquí, el islamismo es la ideología política de la baja clase media urbana, una clase que se ha visto excluida del acceso a los puestos de poder porque estos estaban ocupados por una clase media alta celosa de sus privilegios. O eso es lo que le han asegurado a esa clase media los oradores islamistas para convencer a sus votantes de la necesidad de darle un vuelco al sistema y crear una nueva sociedad en la que ellos serían los dueños, no los otros. Los proletarios, en todo ello, poco pintaban.
El islamismo turco no nació en unos astilleros ni en huelgas de fábrica: nació en reuniones de pequeños empresarios, hijos de funcionarios, ingenieros, abogados, médicos, teólogos. La misma clase que ha sido la columna vertebral de los Hermanos Musulmanes en Egipto y de las organizaciones islamistas de España de hoy. No, el islamofascismo tampoco se cura leyendo. Como debería ser obvio en una ideología que eleva a concepto divino e inviolable precisamente un libro, el Libro.
Las ideologías se combaten con ideología. Para este debate hace falta saber leer, por supuesto. La alfabetización es fundamental para permitir a la ciudadanía el acceso a la herencia cultural entera de la humanidad. Pero no olvidemos que esa herencia también incluye fascismos. Incluye momentos históricos en los que grandes colectivos decidieron, porque la idea los convenció, elegir un ideario fascista. Pensar que alemanes, italianos y españoles en su momento, o magrebíes hoy, fueron fascistas por naturaleza, por ser pobres y analfabetas, es un desprecio no solo a estos pueblos. Es un desprecio a la humanidad. Es una exaltación del fascismo como condición natural del ser humano que no sé si se cura leyendo.
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© Ilya U. Topper | Especial para MSur · 22 Nov 2020
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