Nosotros también quisimos tomar el capitolio
Ilya U. Topper
Gorros de piel de mapache, cuernos de bisonte y banderas al viento. ¡A tomar el Capitolio! Marchan miles de colegas de aspecto variopinto, unidos en una causa: devolver el poder al pueblo. En concreto, a su legítimo presidente, Donald Trump, que todo el mundo sabe que ganó las elecciones de noviembre, aunque esos ultracomunistas decididos a destruir América le han robado la victoria.
Escalan el muro del edificio cual capitán Trueno un fortín berberisco, rompen ventanas, espantan a senadores y diputados, morralla burguesa encorbatada, se hacen con tribunas y atriles, se toman algún selfie ante estatuas de bronce, colocan las botas sobre la mesilla del despacho de Nancy Pelosi. Somos el pueblo, ahora mandamos.
Mandan escasas tres horas. Luego viene la policía, los desaloja, los senadores vuelven a reunirse, se certifican los resultados electorales y listo, Joe Biden es el próximo presidente. Porque esto no ha sido un golpe de Estado. Un golpe se hace con uniforme militar, tricornio si puede ser, voz y porte marcial, se sienten, coño, y con los comandantes de varias regiones militares al teléfono por si hay que sacar los tanques. Y asumiendo quince años de cárcel si fracasa (sí, sale barato).
Tampoco ha sido una revolución. Una revolución se hace arrasando los despachos del Congreso, quemando los archivos y, por qué no, colocando una guillotina en la plaza pública. Si alguien es capaz de decir a la cámara, tosiendo, llorando y desconsolada, “Me llamo Elisabeth, vengo de Tennesssee, y me han echado gas pimienta cuando entraba al Capitolio para hacer la revolución”, entonces no es una revolución. Es una astracanada. Su máximo efecto será arrebatarle a España el título de eterno país de la pandereta.
Si la astracanada ha asustado en medio mundo (esa mitad que funciona con el sistema de la democracia) es porque, pese a los gorros y los cuernos de bisonte, ha tenido una enorme carga simbólica: la del pueblo exigiendo el poder que los políticos le han arrebatado. La toma de la Bastilla. La rebelión.
Las masas revolucionarias marxistas no habían intentado entrar en el hemiciclo, no habían roto ningún cristal
A Albert Rivera, fundador y exdirigente del partido Ciudadanos, le cayó la del pulpo cuando comparó el asalto al Capitolio con la manifestación contra la investidura de Mariano Rajoy en octubre de 2016. “Lo que hoy está haciendo Trump es lo que ya hizo Podemos en el Congreso en 2016 y el PSOE en el parlamento andaluz en 2019”, escribió Rivera.
¡¿Cómo se puede comparar una horda de fascistas con las masas populares de la izquierda levantadas contra el fascismo?! Vergüenza, irresponsable, miserable, ridículo… le dijeron. Otros destacaron una diferencia fundamental que, dijo alguien, se entiende viendo Barrio Sésamo: la que media entre “dentro de” y “alrededor de”. Efectivamente: las masas revolucionarias marxistas no habían intentado entrar en el hemiciclo, no habían roto ningún cristal, no interrumpieron las sesiones. No habían cometido ningún acto antidemocrático.
Solo se habían manifestado pacíficamente contra el funcionamiento de la democracia.
Porque ese era el motivo de la protesta de 2016, promovida por Izquierda Unida y las ‘mareas’ que representan el mosaico de votantes de Podemos: denunciar como ilegítimo un resultado obtenido mediante el estricto respeto a las formas en las que se desarrolla la democracia parlamentaria en España.
Tomar el poder al asalto está justificado, según una idea bien anclada en la izquierda española
Mariano Rajoy fue investido presidente del Gobierno tras haber obtenido el PP más votos que ningún otro partido (un 33%) y tras no llegar a un acuerdo otras formaciones (PSOE, Podemos, Ciudadanos). “Será un gobierno ilegítimo de un Régimen ilegítimo”, se expresó la Coordinadora 25S que convocó la manifestación. Cuando, dos años más tarde, con los mismos votos y a través de los mismos cauces parlamentarios, fue investido Pedro Sánchez secundado por Pablo Iglesias, la Coordinadora no se pronunció y fueron Santiago Abascal (Vox) y Celia Villalobos (PP) quienes llamaron al presidente “ilegítimo”. Los ilegítimos siempre son los otros, parece.
Tomar el poder al asalto está justificado, según una idea bien anclada en la izquierda española: La Plataforma En Pie —que luego cedió el paso a la Coordinadora 25S— proclamó en 2012 primero “Ocupa el Congreso” y luego “Asedia el Congreso”. Con un objetivo meridiano: “Convocamos a rodear el Congreso indefinidamente hasta conseguir la dimisión del gobierno actual, la disolución de las Cortes y de la Jefatura del Estado, y la apertura de un proceso de transición hacia un nuevo modelo de organización política, social y económica”. Mediante “acciones de desobediencia civil, boicot y sabotaje”. Hubo quien quiso añadir también la “legítima autodefensa del ciudadano frente a fuerzas armadas”, actitud que Pablo Iglesias meses antes había alabado como admirable modelo de la sociedad civil estadounidense, modelo del que aprender “al menos en términos teóricos”.
Para Verstrynge, esos tipos con gorro de mapache no son fascistas: precisamente son el pueblo
No es casualidad que Iglesias hablara de Estados Unidos, aunque él se refería a los Panteras Negras, y no a los exaltados seguidores blancos de Trump, esos que blanden, en términos no tan teóricos, armas semiautomáticas en los mítines de su líder y luego van a asaltar el Capitolio. Esos, por supuesto, no son el pueblo tomando legítimamente el poder. Esos son fascistas.
Falso. Para un destacado compañero de camino de la Coordinadora 25S, Jorge Verstrynge, profesor en la Complutense y un tiempo asesor de Podemos, esos tipos con gorro de mapache que jalean a Trump no son fascistas: precisamente son el pueblo, representan la mayoría de la nación. Una mayoría que sufre un “sometimiento a las minorías sexuales, religiosas, raciales” —explicó en noviembre pasado en la cadena La Sexta— y que ha hecho muy bien en votar a Trump: él ha conseguido parar este sometimiento, frenar la inmigración y mejorar la vida de los débiles, esos ciudadanos humillados por los políticos de toda la vida.
La lógica es irrefutable: “Y aunque las hordas de ayer no parecen estar justificadas no debemos dejar de lado lo que realmente ejemplifican: el poder no puede ser ejercido de forma separada del pueblo del que emana la soberanía”, reflexionó estos días en las redes sociales una feminista anónima, con toda certeza en las antípodas ideológicas de Trump, pero coherente: si nosotros reivindicamos el derecho de hacer la revolución y tomar el Congreso, como pueblo que somos, ¿cómo se lo podemos negar a los demás? ¿Quién decide que solo nosotros somos pueblo y los de los gorros de mapache no merecen este nombre? Proclamar que un determinado sector de la sociedad no merece ser considerado parte del pueblo ¿no le suena a algo?
Sí: eso es lo que hace el fascismo.
Verstrynge fue fascista en su juventud, y viendo su apoyo al discurso de Trump, el discurso de un héroe llamado a liberar a las masas sometidas por las grandes corporaciones, el capital, los poderes de facto, no diría que ha cambiado de ideología. Tampoco hace falta: en el llamamiento a las masas a liberarse de su sumisión y tomar el poder que como pueblo le corresponde, fascismo y comunismo se parecen como dos gotas de agua.
El fascismo, para arrancar a las masas de la esclavitud capitalista, se alía con las grandes corporaciones
El fascismo, el verdadero, es anticapitalista. Prueben a leer las proclamaciones de Falange Española sustituyendo la palabra “Primo de Rivera” por “Buenaventura Durruti” y encuentre las siete diferencias con las de la CNT. (Existen: la palabra patria es una de ellas). El partido de Hitler (que se dio a conocer con un intento de golpe de Estado en 1923 antes de recurrir a la vía de las urnas) se llamaba NSDAP: Partido Nacional Socialista Obrero Alemán.
La diferencia es que el fascismo, para arrancar a las masas de la esclavitud capitalista, se alía con las grandes corporaciones y el capital. Lo hizo Mussolini, lo hizo Hitler, lo emuló Jörg Haider en Austria (con el fabricante de armas Glock) y Amanecer Dorado en Grecia (con las navieras del Pireo). El único que no lo hizo es Donald Trump: él mismo es la gran corporación, el gran capital.
Cómo un multimillonario del negocio inmobiliario —que se beneficia de la escasez de un bien público esencial y escaso: la vivienda— se ha podido convertir en el héroe liberador de las masas, el salvador decidido a acabar con el control de las élites políticas y las grandes empresas, eso es digno de estudio. Trump lo consiguió marcando distancias con la clase política, jugando a ser antisistema. Apelando al hartazgo de buena parte de los votantes, sumidos en la sensación de vivir siempre engañado, estafado, ninguneado por el Gobierno. Una sensación que conocemos bien. Crea indignación.
Los indignados votaron a Trump. Los indignados, no las clases bajas: tanto en 2016 como en 2020, una neta mayoría de quienes ganan menos de 50.000 dólares al año (eso son 3.000 euros al mes en catorce pagas) votaron contra Trump. Para estar indignado no hace falta ser pobre, solo hace falta creerse más pobre de lo que uno debería ser. El fascismo se funda en la frase “Ellos nos roban”. Ponga el colectivo de su elección. Desde Soros y la clase política a inmigrantes y negros.
No hay nadie más fiel a la Constitución que un comunista español al grito de ¡Viva la Revolución!
Contra un robo hay que defenderse: se legitima la violencia. Eso es la esencia del fascismo. Y es el dilema de la izquierda española, orgullosa de su herencia revolucionaria, comunista, anarquista, que en su discurso legitima esa misma violencia pero luego no la emplea: no hay nadie más fiel a la Constitución y la democracia parlamentaria que un comunista español al grito de ¡Viva la Revolución! Una celebración de una copa de fútbol causa más destrozos en Madrid que un millón de marxistas manifestándose en la Castellana.
Y con motivo. Porque es la democracia parlamentaria, son las urnas, las leyes y los cauces constitucionales los que posibilitan al pueblo participar en el ejercicio del poder. Lo sabemos especialmente bien en España, donde nos hemos tirado buena parte del siglo XX sin esos cauces: se llamaba dictadura.
Asaltar el Congreso, derrocar el sistema y devolver la soberanía al pueblo suena heroico en las proclamas. Lo que nadie en la izquierda española ha planteado aún con claridad es qué vendrá después. Saltémosnos la etapa de incendios, muertos, guillotinas, hagamos un fast forward a la nueva sociedad. ¿Alguna propuesta? La Plataforma En Pie, la que se propuso rodear el Congreso hasta abolir la actual Constitución (impuesta “sin la participación del pueblo”), vacila: “Los detalles de la transición han de ser dirimidos por expertos, que aporten propuestas a partir de las que se pueda encontrar el modelo más viable para la situación española”.
No sé si esperar que ese modelo más viable sea uno endemoniadamente intrincado, con 17 autonomías, cuatro lenguas cooficiales en continua gresca, dos cámaras de las que una no sirve de nada y un enrevesado sistema de meter papeletas en cajas cada cada cuatro años para dirimir quien puede tomar qué decisiones sobre la cosa pública. No suena muy seductor, la verdad.
Pero me asalta una duda: ¿Y si resulta que hay gente que cree que el modelo más viable para la situación española es darle plenos poderes vitalicios a alguien con gorro de mapache y cuernos de bisonte?
No sé si quedarme en casa el día que vuelvan a tomar la Bastilla.
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© Ilya U. Topper | Primero publicado en El Confidencial · 17 Enero 2020
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