Bienvenidos los enemigos
Ilya U. Topper
“Mi querido amigo Donald”. Así se dirigía el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, al ocupante de la Casa Blanca, llegado al cargo entre abucheos de medio mundo. Y Donald Trump se sintió muy cómodo con la descripción. “Tenemos una gran amistad. Como países, creo que ahora mismo estamos más cerca que nunca y mucho de eso tiene que ver con la relación personal”, confirmó el presidente estadounidense. Probablemente aún pensaba —corría 2017— que la política se hace como los negocios: una copa, un puro, una visita al puticlub y todo queda entre amigos.
Ante esta hermosa amistad, no sorprende que en Ankara sonaran todas las alarmas cuando las encuestas del otoño pasado empezaban a dar a Joe Biden como ganador. Hasta el último momento, el círculo de columnistas de los medios cercanos a Erdogan intentó mantener la confianza en una victoria de Trump, incluso apuntándose al mito de las “elecciones robadas”. Cuando ya medio mundo había felicitado a Biden, Turquía aún se resistía, alegando que la victoria no era todavía oficial.
Al final no hubo más remedio que reconocerlo: Biden había ganado, se acabó la amistad personal con la Casa Blanca. Analistas de todo el espectro político de Turquía vaticinaron un tenebroso futuro, cerrando filas en torno a Erdogan o dando voz a la esperanza de que una derrota en todos los frentes podría dar alas a la oposición. Nadie, parece, miró las cifras.
Un billete de 100 liras valía 67 tras cuatro años de Obama y solo 24 al cabo de otros cuatro de Trump
Las cifras no entienden de amistades. Al menos, la lira turca no. En los cuatro años que median entre noviembre de 2012 y la victoria electoral de Trump en 2016, la moneda perdió un 33% de su valor frente al euro. En los siguientes cuatro, desde aquel día hasta la derrota de Trump contra Biden, perdió un 64%. Es decir: Un billete de 100 liras valía 67 tras cuatro años de Obama, pero ya solo valía 24 al cabo de otros cuatro de Trump. Lo que significa esta devaluación para la economía turca, con una exportación basada en la manufactura de componentes importadas, es decir pagadas en euros o dólares, se describe con una palabra: ruina.
La tendencia se revirtió de golpe en la primera semana de noviembre pasado. Sí, esa semana en la que Trump perdió las elecciones y Biden se proclamó vencedor. De 10 liras por euro se pasó en cuestión de días a 9, con oscilaciones menores durante los siguientes meses. Una vez asaltado y recuperado el Capitolio, con Biden jurando el cargo, la lira siguió mejorando sin pausa: ahora está en 8,5 euros. Esperanzador. Curioso.
Obviamente, dirán los entendidos, y me adhiero plenamente, el abrupto fin del desplome de la lira el domingo 8 de noviembre no se debe para nada a que ese fin de semana, los líderes del mundo llamaron a Biden para felicitarle por la victoria. No, no. Se debe a que el día antes, sábado, Erdogan destituyó al gobernador del Banco Central, Murat Uysal, y nombró en el cargo al exministro Naci Agbal, más respetado por los mercados. Y sobre todo a que el domingo anunció su dimisión —en Instagram, lo que son las cosas— Berat Albayrak, ministro de Finanzas, yerno del presidente, un hombre del que los economistas decían, sin pedir anonimato, que cada vez que abría la boca, la lira bajaba un puñado de puntos.
Erdogan proclamaba que entre naciones amigas no hacían falta papeleos para pasarse terroristas
Tenían razón los mercados en fiarse del cambio: Agbal se puso serio y en mes y medio subió los tipos de interés del 10,25 al 17%, contra las expresas indicaciones de Erdogan… quizás sabiendo que le habían colocado en el cargo precisamente para no seguir esas indicaciones. La moneda se estabilizó. Aunque el rifirrafe con Grecia por los derechos de explotación ecónomica de alta mar en el Mediterráneo oriental continuaba, Ankara fue mostrando ligeras señales de avenirse a negociaciones. Todo ayudaba. El barco de la economía turca está entrando en aguas más calmas.
Eran aguas más calmas porque encontrarlas más turbulentas habría sido difícil. La gran amistad con Trump no ha evitado que su legislatura fuera la peor en las relaciones turco-estadounidenses en décadas, quizás en la historia. Cuando Erdogan y Trump celebraron su primera reunión, en mayo de 2017, el mandatario turco tenía dos grandes objetivos: conseguir que Washington extraditara al predicador islamista Fethullah Gülen, exiliado desde 1999 en Pensilvania y mutado de gran aliado de Erdogan en némesis implacable, y que obligase a las milicias kurdas YPG, dueñas del noreste de Siria, a retirarse de su avanzadilla en Manbiy, territorio al oeste del Éufrates.
Ni lo uno ni lo otro. La administración estadounidense repetía, una y otra vez, que Ankara no había cumplimentado el papeleo necesario para una extradición: faltaba una acusación concreta y creíble contra Gülen, una prueba de que era el instigador del fallido golpe militar de 2016. Erdogan proclamaba que entre naciones amigas no hacían falta papeleos para pasarse terroristas de un país a otro, véase Guantánamo. Trump hacía oídos sordos. Erdogan subió la apuesta: en septiembre de 2017 sugirió públicamente intercambiar “a un predicador por otro”, en referencia al misionero estadounidense Andrew Brunson, detenido en Esmirna bajo acusaciones golpistas.
A diferencia del turco, un presidente estadounidense está lejos de ser omnipotente
Eso no les sentó nada bien a los sectores evangelistas que apoyaban a Trump. Los mercados tomaron nota. Algunos ultimátums más tarde, en verano de 2018, Estados Unidos y Turquía se impusieron mutuamente sanciones aduaneras. La lira se desplomó a cotas nunca vistas. En octubre, Brunson fue liberado y la lira se estabilizó. El comercio no tanto: seguía en la mesa el contencioso de los cazas y los misiles.
Un embrollo militar: Turquía quería comprar un sistema antimisiles patriot estadounidenses pero Estados Unidos, aún bajo la batuta de Obama, no estaba dispuesto a transferir los códigos del sistema junto con los cañones. De manera que Ankara compró un sistema ruso, el S-400. Ahí, Washington suspendió la entrega pactada de cazabombarderos de última generación, modelo F-35, desarrollado por un consorcio internacional en el que participa Turquía. La razón: los S-400 podrían espiar a los F-35 y pasar los datos a Moscú.
Erdogan no se arredró y en verano de 2019 llegaron los S-400 a Anatolia. Quizás no tuviera más opción, quizás ese negocio de 2.500 millones de dólares —de las arcas turcas a las rusas— fuera el precio que hubo que pagar para quitarse de encima las sanciones impuestas por Moscú después de que un caza turco derribara uno ruso en la frontera siria en 2015. Uno de los disparos más caros de la historia, probablemente. Quizás Trump lo entendiera. Pero cuando Erdogan confirmó en octubre de 2020 que los misiles además habían efectuado disparos de prueba y estaban operativos, Washington dijo que encima apaleado, no, y en diciembre firmó nuevas sanciones.
Es difícil que Biden supere este palmarés de malos rollos y castigos que, por simbólicas que sean, perjudican la confianza de los inversores en el mercado turco y reducen el flujo de inversiones. Y es difícil no pese a que Biden es adversario político de Erdogan, sino precisamente porque lo es.
Sin un poderoso amigo en la Casa Blanca, solo cabía huir hacia las políticas razonables
El gran error de Erdogan era confiar en la amistad de Trump. No porque Trump fuera poco de fiar —de hecho, Trump es el presidente qué más expectativas ha cumplido, especialmente las nefastas— sino porque Trump era presidente de Estados Unidos, es decir un país que retiene de la democracia al menos el concepto de la separación de poderes, Ejecutivo, Legislativo, Judicatura. Si Trump no colocó a Fethullah Gülen en un avión con rumbo a Ankara probablemente no es porque no quisiera, sino porque no podía: antes de llegar al aeropuerto, un juez habría interpuesto un recurso de habeas corpus y lo siguiente habría sido un impeachment del presidente. Porque a diferencia del turco, un presidente estadounidense está lejos de ser omnipotente.
Quizás fuera precisamente este el motivo por lo que el fin de semana de la derrota electoral de Trump, Berat Albayrak desapareciera de escena: un círculo de banqueros y políticos al que se le atribuyen vínculos muy cercanos con el yernísimo está imputado en Estados Unidos por oscuros negocios con Irán. Hay quien dice que Trump, mientras estaba en el cargo, pudo evitar lo peor. Quizás el día de su derrota, alguien se dio cuenta de que sin un poderoso —no omnipotente— amigo en la Casa Blanca, solo cabía huir hacia el realismo, hacia las políticas razonables y los méritos ante el mercado.
Precisamente porque Biden es enemigo, Turquía está ahora forzada a seguir un rumbo menos trumpista, menos grandilocuente y más diplomático en política exterior. Es probable que Biden vuelva a subir unos grados el respaldo a las milicias kurdas en el noreste de Siria, región de la que Trump dijo haber retirado en 2018 las tropas estadounidenses. Lo dijo, aunque su equipo buscó las vías para que esto se quedara en declaraciones.
Ahora las declaraciones irán a favor de los kurdos, se hará unas fotos con las YPG el flamante delegado de Biden para Oriente Próximo, Brett McGurk, el mismo que dimitió de su cargo de coordinador anti-Daesh bajo Trump, y Erdogan hará bien en no elevar la voz demasiado. ¿Cambiará algo en geopolítica? ¿Intentará Estados Unidos expulsar a las tropas turcas de esta franja fronteriza que Ankara arrebató a las YPG en 2019? No. Sobre todo porque Siria, eso ya es ineludible, es el área de penalti de Rusia, y ahí más vale no chocar.
Siria, eso ya es ineludible, es el área de penalti de Rusia, y ahí más vale no chocar
Rusia. Esa otra potencia ligada a Turquía a través de una hermosa amistad masculina, la de Erdogan y Putin. O eso dicen ambos. Cuando en realidad, quien frenó el avance de las tropas turcas en el Kurdistán sirio fue precisamente Moscú, en un calculado juego a favor de su peón, el régimen de Asad. Un mes de combates entre las milicias islamistas respaldadas por Turquía y las YPG debilitaba a ambos bandos lo suficiente como para facilitar el regreso de las tropas de Damasco. Si alguien entiende geopolítico, no lo dudemos, es Putin.
A Trump se le ha reprochado muchas veces su indulgencia frente a Putin, incluso cierta alianza con él. Con Biden cabe esperar más firmeza, un avance de peones estadounidenses. ¿Perjudicará a Turquía? Quizás al contrario: si Washington quiere pararle los pies a Moscú en el Mediterráneo, lo primero que deberá hacer es finiquitar al mariscal Khalifa Hafter en Libia, apoyado por mercenarios rusos y gran enemigo de Ankara. Para ello, claro, Biden deberá decirles cuatro palabras a sus propios aliados, los regímenes de Arabia Saudí, Emiratos Árabes y Egipto, que también están con Hafter. Sí, es un lío.
Por otra parte, si Biden cumple su promesa de poner fin al absurdo enfrentamiento con Irán, que no le viene bien a nadie salvo a Netanyahu y a la monarquía saudí, si regresa al pacto nuclear internacional o al menos va dando pasos en esta dirección, el segundo beneficiado será precisamente Turquía. País que, junto a Qatar, ha sido todos estos años la puerta comercial de Irán y el principal contrapeso de Arabia Saudí y su aspiración de llevar a la ruina a Teherán. Sí, es un lío.
La geopolítica es un lío en el que intervienen mil factores cruzados, pero una cosa podemos tener por segura: lo que no ha marcado las relaciones internacionales en los últimos cuatro años entre el Mediterráneo y el Índico es lo que Erdogan y Trump llamaron una gran amistad. Para eso, casi mejor tener enemigos.
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© Ilya U. Topper | Especial para MSur · 6 Febrero 2020
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