A un poeta que llevas leyendo 30 años no puedes pedirle que te sorprenda. Ese es el tiempo que llevo siguiendo la obra de Juan José Téllez, desde mis años bachilleres. Como otros conjurados de la noche gaditana de los primeros años 90, nos pasamos sus libros de mano en mano, aprendíamos poemas de memoria y los recitábamos cuando el alcohol y las ganas nos inflamaban, copiamos algunos en una postal para impresionar a alguna chica y nos refugiamos en ellos, también, cuando queríamos reciclar la derrota en algo bello.
Téllez fue un espíritu libre de la poesía de la experiencia y un compañero leal de la diferencia cuando ambas facciones se juraron odio eterno. Pero en el fondo, unos y otros sabían que lo único que quedaría cuando se disipara el humo de la batalla serían los poemas, y mucho de los del algecireño siguen en pie mientras el olvido, despiadado, ha barrido el polvo de los huesos de tantos otros. Siguen en pie sus poemas y sigue en pie él mismo, lo que tiene doble mérito considerando sus últimas maniobras de autodestrucción, desde sus diversas fracturas a su temerario coqueteo con la covid-19.
Vivo y coleando, y con libro nuevo. Los amores sucios, cuyo título posee las seductoras resonancias de siempre. No, no puedo pedirle a Téllez que me sorprenda: lo he leído lo suficiente para reconocer al vuelo sus giros, sus estructuras, sus paisajes, sus personajes, sus disfraces. Me lo sé de memoria, pienso. Y, sin embargo, no deja de asombrarme que 30 años después el poeta siga emocionándome, sacando en cualquier momento un verso reluciente como una daga, que me caliente el pecho o me ponga una gota de colirio en los ojos. Que me haga recordar todo lo que hemos vivido juntos en estos años, pero sobre todo lo que soñamos y nadie nos puede ya quitar.
[Alejandro Luque]
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Bajamar ··
Algo turbio nos pasa. No vives en voz alta ni mi alma circula como un descapotable por la gran autopista de los sueños mejores.
Miedo se llama el país que habitamos. Nadie es capaz de morder la ventisca como al cuerpo fugaz del amante en la alcoba ni desea que el peligro tenga nuestros ojos o lleve puesto el traje que la juventud soñara.
Hoy la bajamar reside en nuestra casa, lame tu cintura y moja mi apellido. Aletean los cuervos sobre los corazones. No somos los de antes ni fuimos los de ahora.
Nuestra suerte está escrita, pero no la entendemos.
El tiempo de las lilas ··
Era cálida a menudo y viajaba por mis horas como un bajel errante por el océano de sus tinieblas. Los ojos rubios, rememoro, mirándome encendida por detrás de los cristales de un abrazo infinito. Qué noche la de sus labios, qué patria la de su gozo. A su lado, el reloj del día marcaba tres mil años. Como el deseo, incierta; eterna como un destino. Se marchaba de súbito a confines remotos donde no la alcanzaran cenizas ni tormentas.
Ella venía del mar y de la música, del tiempo de las lilas, en donde la noche no siempre fue suave.
Caseríos, marismas, soleados países conocí de su brazo, pero también anduve navegando a solas, al pairo de su enigma, por callejuelas en sombras y luminosos celajes, al otro lado del mundo de las buenas costumbres.
Qué duda entre su pelo; qué dicha entre sus piernas. Ella era un jinete que, cansado, corría por rutas de ternura y amanecía desnuda en una larga playa con una torre antigua. El verbo jurar lo decliné junto a su alma, a pesar de que nada sea nunca seguro como un dios.
Ella venía de la luz y de los pájaros, del tiempo de las lilas, en donde la noche no siempre fue el silencio.
Un cántaro de palabras, desvaríos, recuerdos como un látigo hiriendo su apacible sueño de lejana muchacha que no desea dejarse mecer por la creencia de que la vida a veces es un final con beso. Qué dulce su nostalgia; qué rara fue su angustia. La quise como a una ciudad de hermosos terremotos.
Y si hablo en pasado, quede claro, es que ella guarda reflejos distintos a cada relámpago que sigue cruzando el firmamento que abriga cada instante.
Ella venía del ron y de la tierra, del tiempo de las lilas, en donde la noche no siempre fue un misterio.
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1977··
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No éramos aún jóvenes, pero éramos eternos. Y aquel país, el de las hogueras miserables, el miedo, las estolas y la sombra de Caín. ¡Cuánto silencio corría entre los álamos, cuánta tristeza dormía entre visillos!
Cigarros de la risa, la vida trepidante, jóvenes de ojos dulces volcaban en verbenas y canciones prohibidas viajaban a veces entre las cuerdas turbias de una californiana. Aún rememoro aquel tiempo perplejo ante la historia, cuando la adolescencia eran sólo preguntas o programas de radio que hablaban otras lenguas o ideas que parecían diferentes al tedio.
Yo tuve una novia y un padre moribundo entre barrios grises de luces milagrosas. La libertad latía bajo nuevas banderas y mi alma esperaba que esa vez fuese cierto.
Ha pasado ya mucho y contemplo las noticias: rostros que nunca vi ahora dicen que fueron. A menudo se retratan junto a viejos tiranos y hacen suyas leyes que entonces prohibían. Hoy vivo en otro sitio y creo que pienso igual. Menos pobres que antaño; más felices, tampoco. Conservo algún amigo al que telefoneo por ver si se acuerda de cómo se llamaba aquella chica esbelta y de botas vaqueras que nos miraba remota nombrando las paredes entre colinas de Ketama, discos de vinilo y repetidos versos de Miguel Hernández.
No volvimos a verla ni aquel sueño volvió. ·
Chico malo ··
Yo siempre quise ser un chico malo y atracar tu alma a mano armada o irrumpir en la fiesta de tu cuerpo con cara de tener pocos amigos.
Yo sería el del pitillo entre los labios, apoyado como un truhan sobre la barra, el que lleva una navaja en las ideas y huye casi siempre en un coche robado.
El que cierra los garitos o tal vez los destroza, el de los ojos de acero y el corazón tan frío, el que abofetea el rostro de las pelirrojas con la estudiada indiferencia del sociópata.
Debo decir que fui en cambio el pagafantas que ponía los discos mientras tú bailabas del brazo de aquel rubio de aire audaz con varios crímenes de amor en su culata.
Yo me llamaba dolor, tú te llamabas rabia. Yo quería parecerme a un fuera de la ley que hurta en un descuido la joya de tu pelvis y la caja fuerte que guarda tu memoria.
Apenas terminaré siendo un bala perdida si veo que te marchas sin mi sombra tras darme cuenta acaso de que tú eres la mejor chica mala que conozco. ·
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Horas bajas ··
Algún día recordarás que limpiaste letrinas en un club, que impartías clases tediosas en una cutre academia de idiomas, que amanecías en cuartos llenos de mochileros nómadas.
Todo ello ocurrió, bien lo sabe tu agente literario, antes de las listas superventas, de tu rostro en los programas de la noche, de los paraísos fiscales, del Oscar o de tu carísimo divorcio.
Aquí me ves, en cambio: mi tabaco de liar, mi memoria débil, el ruido del somier todavía, aunque el poder sigue como un tigre arañando la puerta de los sueños.
En el mismo club de mierda. Y ya no hay nadie que friegue los servicios.
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Los amores sucios ··
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Los turistas aplauden a la puesta de sol. Así resulta obligatorio disfrutar del paisaje y presentir que esas dunas volverán a mi vista cuando el invierno truene o el tedio nos arañe. En lugares semejantes yo encontré la dicha, o al menos alivio para la soledad y el hastío.
Qué jóvenes fuimos todos los veranos, qué libres creíamos que seríamos siempre.
Comprábamos belleza, buscábamos países acaso parecidos a cuadros y a películas, al manual de uso para sonrisas perfectas, a carteles de turismo que nuestro rostro llevaran.
Sin embargo, ahora, junto al rayo verde, el levante cálido y la ropa ibicenca, el recuerdo de la piel conduce casi siempre a lugares que no están en el mapa de los sueños.
La memoria me lleva a oscuros talleres y afueras lluviosas, bares como antiguas máquinas tragaperras, estaciones término, ciudades sin gracia y suaves amores sucios.
No fue junto a las dulces arenas blancas, los templos dorados, las alfombras de Persia; el sol como un pájaro que huye del ocaso donde solía venir el gozo a visitar mis horas.
Bienvenidas las sombras y el rincón marchito al que llegó el tiempo a besarme con gula; un coche a solas en polígonos industriales, olor a comida, fábricas vacías, desnudos pabellones.
Contemplo el crepúsculo como un dije de plata y es bello suponer que la noche inminente terminará seguro más temprano que tarde y seremos luminosos otra vez y otro día.
Pero mi alma retorna hacia alcobas modestas: pisos de estudiantes, casapuertas entornadas, habitaciones sin vistas, antros de humo. Éramos penumbra pero tampoco importaba.
No eran de seda oriental los vestidos de saldo, si acudía la joven de la vieja academia, la amante que olía a colonia barata, la mujer del suburbio con sus sueños inéditos.
No hubo a menudo alhambras en los ojos vecinos, sino que fuimos caricias de tizne, cuerpos manchados. Estábamos desnudos también frente a la tarde, sólo que los turistas no nos aplaudían.
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