Las Termópilas
Ilya U. Topper
Año 480 a.C. Leónidas y los trescientos se oponen heroicamente al avance del rey Jerjes en el paso de las Termópilas y salvan Grecia.
Año 2021. El ministro de Exteriores griego, Nikos Dendias, le dice a la cara a sus anfitriones en la corte de Erdogan todos los atropellos que comete. Regresa sano y salvo a Atenas, donde será el próximo rey o, al menos, primer ministro. A diferencia de Leónidas juega con ventaja; lo respalda un imperio mayor que el persa: la Unión Europea. Lo que antes llamábamos un primo de zumosol.
Dendias lo tenía preparado. Dos años sin visitas oficiales entre Turquía y Grecia, por fin un encuentro, una rueda de prensa transmitida en directo, la ocasión de arreglar las cosas con el vecino. El anfitrión, el ministro de Exteriores turco, Mevlüt Çavusoglo, es todo sonrisas, subraya la amistad que lo une con Nikos e invoca el diálogo. Y entonces, Dendias agarra un folio, mira a cámara y desgrana su lista de agravios. Es larga.
Turquía vulnera la integridad territorial de un país de la UE. Turquía llama “turcos” a los habitantes de Tracia cuando son simplemente ciudadanos griegos musulmanes. Turquía impulsa la independencia de Chipre Norte, cuando el único futuro es la reunificación de la isla. Turquía ha convertido en mezquita la Santa Sofia. Turquía ha firmado con Libia un acuerdo marítimo que es ilegal. Turquía quiere ser miembro de la UE pero no acepta los tratados internacionales.
La respuesta airada de Çavusoglu se inscribe en el Y tú más. Pero también deja entrever una postura de fondo: Turquía plantea una geopolítica acorde a su fuerza, sus intereses estratégicos y su ideario (el ideario del Gobierno nacional-islamista actual). Si esto no coincide con las normas, leyes y reglas de las que se ha dotado la Unión Europea, pues mala suerte para la Unión Europea.
Si los intereses de Turquía no coinciden con las leyes de la Unión Europea, pues mala suerte para la Unión Europea
Este choque de idearios subyace en el contencioso que domina los comentarios del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, al día siguiente: qué calificativo dar a la minoría de fe musulmana y habla turca en Grecia nororiental. “El Tratado de Lausana de 1923, que sigue en vigor, los define como musulmanes de Grecia, os guste o no”, dice Dendias. Y tiene razón. Pero para Turquía —acorde a una ideología nacionalista muy anterior al islamismo de Erdogan— son turcos: parte de la nación, una avanzadilla allende las fronteras.
Por lo mismo son irreconciliables las posturas en Chipre. Ankara apuesta ya por la división permanente de la isla, visto el fracaso de las negociaciones para crear un país nominalmente unificada, pero con dos etnias definidas por tratado, dos colectivos con derechos y deberes separados por ley. Una sociedad única es inaceptable. No porque Ankara dude de que un futuro Gobierno chipriota —que por mayoría electoral será cristiana y grecoparlante— realmente garantice los derechos de idioma y religión de cada individuo turcochipriota. Sino porque no le interesa que haya derechos individuales. Porque los derechos individuales incluyen la opción de dejar de considerarse turco y musulmán y para Ankara es fundamental que exista un colectivo que pueda garantizar la consideración turcomusulmana de todos los individuos nacidos bajo su bandera. “La asimilación es un crimen contra la humanidad” dejó dicho Erdogan en referencia a la inmigración en Alemania.
Por supuesto, esa misma visión de defender bastiones en territorio enemigo la abanderó Dendias al incluir en la lista de quejas la Santa Sofia, antigua basilica cristiana, convertida en mezquita en 1453, declarada museo en 1935 y nuevamente proclamada mezquita el año pasado. Apropiándose de un edificio que dejó de ser templo cristiano 400 años antes de que se fundara el Estado de Grecia. Perdió una excelente oportunidad de callarse.
La aspiración fundamental de Turquía es adjudicarse las aguas al sur del islote griego de Kastellorizo
En lo que sí tenía razón Dendias es en el contencioso marítimo: el acuerdo que concluyeron en noviembre de 2019 Erdogan y Fayez Serraj, entonces primer ministro de una dividida Libia, para delimitar las zonas económicas exclusivas de ambos países, no es válido. Vulnera la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (UNCLOS) que Turquía no ha firmado (como tampoco lo han hecho Estados Unidos, Israel, Siria, Perú o Venezuela), pero que reivindica constantemente, ya que solo allí se codifica el propio concepto de la zona económica exclusiva (ZEE) de 200 millas que pide Turquía. No los pide: se las ha adjudicado por la vía de los hechos y durante un año tuvo sus buques explorando yacimientos de gas en la zona.
La aspiración fundamental —y justificada— de Turquía es adjudicarse las aguas al sur del islote griego de Kastellorizo, situado ante las costas turcas a 120 kilómetros al este de Rodas. Tiene razón cuando dice que en los acuerdos internacionales es habitual pasar por alto la existencia de este tipo de enclaves: es un caso con buenas perspectivas de ganarse en La Haya. Pero no tiene razón al decir que ninguna isla puede servir de base para proyectar una ZEE. Eso es simplemente falso: las islas se tratan como cualquier parte de tierra firme en la UNCLOS.
El problema de Turquía es que el tratado firmado con Libia no se superpone a una ZEE proyectada por Kastellorizo, sino a la que proyectaría Creta. Es imposible que Atenas renuncie a una zona económica alrededor de Creta, porque tiene la ley de su lado, y es imposible que la Unión Europea deje de respaldar a Grecia en este asunto. Tiene razón Dendias cuando dice que no se puede aspirar a ser miembro de la Unión Europea sin respetar los tratados en los que la UE basa sus políticas internacionales.
Si lo de vulnerar la integridad territorial de un país de la Unión Europea iba por la presencia de tropas turcas en Chipre —inicialmente justificada por el tratado de 1960— o por los “más de 400 vuelos” de cazas militares en el Egeo que Dendias mencionó después no quedó muy claro; en todo caso servía para enfadar al anfitrión.
Y de enfadar se trata. Dendias, aparte de ganarse una medalla para las próximas elecciones, juega a provocar: cuanto más se cabrea Ankara, más rotunda será en la defensa de sus posturas y menos margen tienen Berlín y Roma —París no lo hace— para apelar a diálogo y conciliación, como hacen ahora. Llevamos dos cumbres de la Unión Europea, en diciembre y en marzo, sin que se hayan impuesto a Turquía más que unas sanciones puramente simbólicas. Siempre se ha estado a punto, advirtiendo, amenazando, pero sin pasar a la acción. El análisis en la prensa turca es unánime, desde la derecha que se tamborilea en el pecho hasta la izquierda que se siente abandonada a su suerte: la Unión Europea no tiene capacidad de dar un puñetazo en la mesa. En política exterior es un cero.
No es la posición de Turquía como errático jugador geopolítico lo que teme Europa
No es que falte valor. Sobra miedo. No porque Turquía sea una potencia militar: las guerras entre pueblos civilizados hoy ya no se hacen con tanques. Ni tampoco porque tenga otro primo de zumosol detrás: no tiene. Estados Unidos está jugando a cinco o seis bandas en Oriente Próximo, y Turquía hace mucho que ha dejado de ser una pieza clave. Las alianzas tácticas de Erdogan y Putin son extremamente frágiles, hasta el punto de que en Crimea y Donbas, incluso en Siria, Ankara está en el bando europeo haciendo frente a Rusia, aunque solo sea de boquilla. No, no es la posición de Turquía como errático jugador geopolítico lo que teme Europa. Es su capacidad de montar un drama humano.
El drama lo vimos en 2015, con la llegada de cientos de miles de migrantes a las islas griegas y las filas de personas avanzando por los bosques de los Balcanes. Un espectáculo que sacudió la tranquilidad de la sociedad europea, desde la prensa a libros y pantallas de cine. Europa no se puede permitir un da capo de esta obra. Y Erdogan tiene la llave. Para subrayar su poder, la giró en febrero de 2020: difundiendo en redes sociales el bulo de que la Unión Europea había abierto las puertas. Se añadían unos autobuses gratis a la frontera, unas cifras falsas sobre el éxodo exitoso. El resto lo hicieron los migrantes: acudieron en avalancha. La policía fronteriza griega hizo lo posible para repelerlos con gas lacrimógeno, balas de goma dura y palizas a lo largo del río Evros. Hubo dos muertos, aunque ninguno salió en televisión. Europa temblaba pero aguantaba: mientras todo el drama se desarrollara en el lado turco de la valla, el precio en términos de opinión pública era pagable. El pato lo pagaron miles de personas engañadas, estafadas, que lo perdieron todo.
Pocos eran sirios, por supuesto: dominaban afganos, somalíes, iraquíes, pakistaníes, eritreos. A las dos semanas ya hubo marroquíes tomando un avión en Casablanca para ponerse en la cola: el bulo tuvo éxito mundial. Al margen de qué piensen los refugiados sirios, Turquía puede contar con millones de migrantes de cualquier parte de África o Asia que acudirán a hacer presión. No es un arma secreta: Erdogan ha proclamado en pública una y otra vez que lo usará si Bruselas no se aviene a negociar. Y Bruselas tiembla.
Dendias no tiembla: la opinión pública griega ya está habituada al drama y en todo caso, ningún migrante quiere quedarse en Grecia. La meta es Alemania, siempre. Y si Ankara tiene la llave, Atenas tiene la cerradura. Provocar a Turquía es pasarle la patata caliente a Berlín.
Europa necesita a millones de inmigrantes durante los próximos años: es una dura realidad laboral
Frente a un chantaje, la única salida es huir hacia delante. La amenaza de hacer llegar a migrantes a Europa no significaría nada, si los políticos de Bruselas asumieran una realidad que llevan intentando ocultar demasiado tiempo: Europa necesita a estos migrantes.
Europa necesita a millones de inmigrantes durante los próximos años, lo dicen y lo repiten economistas y sociólogos. No son lemas de un diabólico plan para contaminar la raza blanca: es una dura realidad laboral. Tan dura que hace exactamente un año, con el coronavirus cerrando las fronteras, Alemania, Reino Unido e Italia fletaron aviones para traer a decenas de miles de inmigrantes desde Bulgaria y Rumanía y evitar que las cosechas se pudrieran en el campo: no hay mano de obra en Europa.
Un año después, Bulgaria, Rumanía y Serbia celebran la “oportunidad” —lo llaman así— que ofrece la pandemia: en algunas aldeas vuelve a haber jóvenes. Los que no pudieron irse gracias al cierre de fronteras. Quizás opten por quedarse. Quizás se pueda frenar la caída demográfica que socava la economía local, con Europa occidental actuando como sifón para toda una generación en edad de trabajar.
Mientras unos fletan aviones y otros discuten como retener a la gente, a pocos kilómetros de esta batalla por mano de obra y consumidores, hay cuatro millones de sirios, cientos de miles de iraquíes, afganos, somalíes y paquistaníes. Bastaría con que los políticos europeos respiraran hondo y consensuasen resolver de una vez por todas el problema de falta de mano de obra, de despoblación y de inmigración a la vez. Como efecto secundario, acabarían de paso con la herramienta de poder de Ankara —y Libia, Marruecos y cuántos más países han asumido el papel de porteros de discoteca— y podrían plantearse una política exterior coherente. En Chipre, en el Egeo y en el Mediterráneo.
Si no lo hacen es porque hay algo mayor que su miedo a Turquía: el miedo a los discursos de xenofobia de la extrema derecha que han fomentado ellos mismos durante tantos años al airear el miedo a una “invasión” de inmigrantes. Arrojando millones a una fuerza policial llamada Frontex para poner un tapón al paso de las Termópilas: no podrán pasar, no entrarán.
Es un discurso que la izquierda no solo no ha sabido contrarrestar sino al que ha ratificado y respaldado, al intentar justificar esa misma oleada de migración con palabras como pobreza, refugiados económicos, culpabilidad europea, desafío humanitario, en fin: la obligación ética de acoger por caridad a desesperados africanos muertos de hambre. Apelando al buen corazón del votante para aceptar algo que le perjudicará, por solidaridad.
Esto es populismo, no es política. Política sería sacar la calculadora y demostrar que la inmigración no perjudica y que lo mejor que le puede pasar a Europa es perder el miedo a sus propios fantasmas. Incluido el de estar en guerra con el Imperio persa.
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© Ilya U. Topper | Especial para MSur
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