Artes

Diego Mariottini

Dios, patria y muerte

M'Sur
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· 12 minutos

Disparos a puerta

Diego Mariottini | © Tomada de redes sociales del autor

Usted, querido lector, está en su perfecto derecho de que le guste el fútbol. Incluso de pensar que no hace daño a nadie cuando, los domingos en la grada del estadio, desfoga su pasión contenida y luego brinda por la victoria de los suyos en el bar más cercano. Lo que no podrá hacer —a poco que sea usted un ciudadano informado— es decir que el fútbol no es más que un deporte, once señores en pantalón corto disputándole el esférico a otros once. Cómo ignorar, por ejemplo, las conexiones entre las barras bravas de algunos equipos con determinados movimientos de ultraderecha. O que el juego millonario de la publicidad permita pensar que a menudo la goleada sea la democracia, hasta el punto de respaldar la teocracia wahabí en una Supercopa.

En los Balcanes conocieron bien el fenómeno. Entre otros hitos, destaca aquel grupo paramilitar surgido directamente de la hinchada del Estrella Roja de Belgrado, que pasó a la historia como los Tigres de Arkan, también conocido como Guardia Voluntaria Serbia. Más de 10.000 hombres que aportaron sus bidones de gasolina en el gran incendio que se extendió de punta a punta de la ex Yugoslavia, y sobre los cuales pesan severas acusaciones de crímenes de guerra. Su líder, Željko Ražnatović, conocido como Arkan y asesinado en 2000, fue uno de los muchos delincuentes que prosperaron en medio de aquella enorme tragedia humanitaria.

El periodista Diego Mariottini (Roma 1966) ha querido contar la historia de Arkan y sus secuaces, pero también de otros casos en los que el balompié y las armas fueron de la mano en los años 90 del siglo pasado, en un libro duro y riguroso titulado Dios, patria y muerte: El fútbol en la guerra de los Balcanes. Pocas veces seis palabras han estado tan íntimamente relacionadas.

[Alejandro Luque]

 

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Dios, patria y muerte

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I.  1989 – 2013
En el último estadio

 

 

Estadio Olímpico, Roma, domingo 30 de enero del 2000

Hace menos de un mes que ha comenzado el tercer milenio. En un apacible domingo de invierno se juega la decimonovena jornada del campeonato de fútbol italiano. Justo antes del inicio del partido Lazio-Bari, en el Fondo Norte, feudo de los ultras locales, se puede leer una pancarta que inicialmente entienden muy pocos: «Honor al Tigre Arkan». Hace referencia al comandante serbio Željko Ražnatović, más conocido como «Arkan», acusado por el Tribunal Penal Internacional para la exYugoslavia de crímenes de guerra en Bosnia-Herzegovina. Arkan había sido asesinado en Belgrado hacía apenas dos semanas, el 15 de enero, aún hoy se desconoce por orden de quién.

En aquel momento en Italia gobierna una coalición de centroizquierda que poco menos de un año antes había autorizado y brindado soporte logístico para el bombardeo de la capital serbia por parte de las fuerzas armadas estadounidenses. En el Lazio, que al final del campeonato 1999-2000 logrará el segundo scudetto de su historia, juegan en aquel momento futbolistas tanto serbios como croatas. La guerra étnica en los Balcanes es un recuerdo lacerante para quienes han sufrido las atrocidades en primera persona.

Al margen de los expertos en política internacional, son pocos en Italia los que sabían quién era Arkan. Enseguida se corre la voz de que quien ha encargado el epitafio en forma de pancarta ha sido un jugador del Lazio, amigo personal del «Tigre». Italia y Yugoslavia fueron en una época países limítrofes; desde los noventa ya no, y no precisamente porque la tierra se haya tragado las líneas divisorias, sino porque Yugoslavia ha dejado de existir.

El eslogan presente en el fondo norte del Estadio Olímpico de Roma, al que las televisiones (y no solo las italianas) conceden una visibilidad desproporcionada, levanta polémicas a nivel nacional y en aquellos días la noticia copa la agenda pública: una vez que trasciende quién era Arkan, proliferan las intervenciones parlamentarias y se habla incluso de censurar las pancartas en los estadios. También el mundo del deporte expresa su opinión sobre el suceso. El delantero croata del Lazio, Alen Bokšić, un gran jugador que gracias al fútbol pudo evitar enfundarse el uniforme militar y arriesgar la vida en la guerra, se lamenta de forma clara:

«Estoy mal, muy mal. Me entristece y amarga mucho porque esa frase viene de mis propios aficionados. Han rendido homenaje a quien todo el mundo considera un criminal de guerra contra mi pueblo. De verdad que no se dan cuenta de lo que hacen».

En la misma línea habla el montenegrino (nacionalizado italiano) Bogdan Tanjević, por aquel entonces entrenador de la selección nacional de baloncesto: «Son los fantasmas del pasado que vuelven con prepotencia. Las autoridades no deberían permitir este tipo de comportamientos. El deporte debe unir, no dividir».

Tanjević tiene razón (aunque el pasado al que se refiere está tan cerca que no puede ni considerarse como tal), pero muchos todavía simulan —lo han hecho durante años y lo seguirán haciendo— no entender la situación. O incluso aprovechan el deporte para canalizar ideas y pulsiones en su propio beneficio, exactamente como hizo el Tigre Arkan hasta el momento de su muerte.

 

Belgrado, Estadio Marakana, invierno de 1989

Una figura inquietante y extraña, vestida ostentosamente y con aire de capo mafioso, acaba de atravesar las puertas del estadio del Estrella Roja, el equipo de fútbol más laureado de Yugoslavia y una de las formaciones más conocidas de Europa. Lo que allí está a punto de ocurrir cambiará la vida de millones de personas y el destino de un país entero, pero nadie en aquella helada noche serbia de final de década puede imaginarlo aún.

El comunismo se encuentra en el último acto. En pocos meses el muro de Berlín caerá sin necesidad de intervención militar alguna. Los países del Pacto de Varsovia están cortando poco a poco los lazos que los mantenían unidos a la Unión Soviética. La misma URSS tiene los días contados y se desintegrará en las partes que la habían conformado. A diferencia de otros casos, en Yugoslavia, república socialista federativa que no se había adherido al Pacto de Varsovia, la nueva etapa política no se desarrollará de modo pacífico. El paso del comunismo a una forma embrionaria de democracia y libre mercado tendrá lugar de manera traumática, revelando el verdadero rostro de la clase política que representa a la nación. Pocos años más tarde, Yugoslavia se precipitará en el abismo de la guerra civil.

La inquietante figura que aquella noche entra con aire de estrella del rock en la sede del Crvena Zvezda, Estrella Roja de Belgrado, se llama Željko Ražnatović, más conocido como «Arkan». A punto de cumplir treinta y siete años, está en lo más alto de su «carrera». En la capital eslava es una figura temidísima y con muy mala fama; su nombre se pronuncia con mucha cautela y nunca sin un buen motivo, de forma parecida a lo que ocurre con los capos de la Camorra o de la ‘Ndrangheta. Existe un halo de leyenda en torno a él. Lo que se dice asusta y no se entiende qué relación puede tener con el fútbol un personaje que ha hecho fama y fortuna gracias a atracos, negocios turbios de todo tipo y trabajos sucios para los servicios secretos de su país. Muchos no han entendido o han subestimado el poder propagandístico del deporte más popular del mundo. Ingenuidad, quizás, pero ¿quién podía haber imaginado a lo que iba a tener que prestarse el fútbol en los años siguientes?

El Estrella Roja de Belgrado, según la opinión general, representa a nivel deportivo al poder central que durante más de cuarenta años ha sometido a todas las realidades que conforman el mosaico yugoslavo. Es el equipo más laureado del país y en los años inmediatamente posteriores será —como veremos— la única formación balcánica en lograr victorias a nivel internacional.

 

Zagreb, Estadio Maksimir, domingo 13 de mayo de 1990

El partido es un Dinamo de Zagreb – Estrella Roja de Belgrado. Domingo caliente de primavera, en todos los sentidos. El estadio que se encuentra frente al Parque Maksimir está a punto de acoger uno de los derbis del campeonato yugoslavo. Entre los dos conjuntos y sus aficiones hay antiguas rivalidades y enemistades, sentimientos que van mucho más allá del fútbol. No solo se enfrentan dos equipos, sino dos pueblos, dos religiones (la católica y la ortodoxa), dos lenguas parecidas pero diferentes, quienes detentan el poder político y quienes quisieran tenerlo. Ni las letras del alfabeto tienen los mismos grafemas. No es solo un partido de fútbol, sino la recreación de un antagonismo en todos los campos.

Lo que sucede aquella tarde es considerado, incluso desde el punto de vista histórico, como el inicio formal de la desintegración del Estado unitario. Se trata, como mínimo, de un evento que evidencia lo que va a ocurrir en el exterior. Señal funesta del futuro de un país. Ya se habían manifestado indicios en marzo de 1989, antes, durante y después del partido Partizán de Belgrado – Dinamo de Zagreb. El Dinamo había vencido en el campo de sus rivales y, primero en el estadio y después a lo largo del camino a la estación, volaron palabras cargadas de odio y nacionalismo. Expresiones que hasta aquel momento no se escuchaban y que el régimen yugoslavo había reprimido con duras penas de prisión. El 7 de mayo de 1990, en la semana anterior al Dinamo de Zagreb – Estrella Roja, se habían celebrado en Croacia las primeras elecciones libres de la posguerra y las había ganado la fuerza nacionalista (e independentista) del HDZ (Unión Demócrata Croata), liderada por Franjo Tuđman.

Aquel domingo 13 de mayo la atmósfera está, por tanto, más que caldeada y el fútbol se convierte en un elemento fácil de instrumentalizar. Los altercados comienzan en las horas precedentes al pitido inicial, pero culminan cuando, durante el partido, los ultras visitantes arrancan los asientos y empiezan a lanzarlos al campo uno a uno. La policía, que —según una opinión muy difundida— en aquel momento está bajo influencia serbia aunque el partido se esté jugando en territorio croata, no reacciona o lo hace con poca contundencia y los ultras del Dinamo —los Bad Blue Boys—, sintiéndose desprotegidos en su propia casa, deciden tomarse la justicia por su mano invadiendo el terreno de juego para interrumpir un partido en el que sus ídolos están siendo agredidos.

Es en ese momento cuando intervienen las fuerzas del orden y la represión parece darse de forma unilateral. La actuación es brutal, hasta el punto de provocar la intervención de los jugadores locales. En particular Zvonimir Bobn, el capitán más joven del Dinamo de todos los tiempos, conocido por su capacidad de autocontrol incluso en las situaciones más delicadas, pierde los nervios y se enfrenta a patadas con dos policías que están golpeando a los ultras croatas. Las imágenes circulan por las televisiones de toda Europa. En aquella ocasión, todos los medios eslavos hablan —quizás desde la ingenuidad, quizás calculadamente— de vandalismo deportivo, pero rápidamente se hace patente que aquello solo será el primer paso de un camino sin retorno. Los círculos nacionalistas (no solo serbios) están usando el fútbol con un objetivo claro: destruir Yugoslavia y reescribir la historia de un país condenado a la fragmentación.

El 26 de septiembre de 1990 da inicio el campeonato 1990-91, el último de la historia del país unitario. El partido Partizán de Belgrado – Dinamo de Zagreb degenera rápidamente. Con un marcador de 2-0 para los locales, los aficionados croatas invaden el terreno de juego e inician una protesta para reivindicar la creación de la federación croata de fútbol. Armados con barras y palos, logran arriar la bandera yugoslava del mástil del estadio izando en su lugar la croata. El mensaje es claro y directo.

Los Bad Blue Boys (cuyo nombre se inspira en el de los ultras ingleses del Chelsea), que se autoproclaman como defensores del honor de Zagreb y de Croacia, son considerados los principales opositores al chauvinismo de la Gran Serbia antes incluso del estallido de la guerra. Si se observa detenidamente, parece la imagen especular de sus semejantes del Estrella Roja. Y, así como estos últimos estarán vinculados a la falta de escrúpulos del presidente serbio Milošević y a la maquinaria de Arkan, también los Bad Blue Boys serán funcionales a los intereses de Franjo Tuđman, hincha del Dinamo de Zagreb además de «presidentísimo» de la República Croata. Tuđman es una de las tantas figuras que fundamentará una parte significativa de su éxito político en la mezcla entre fútbol, política y poder económico.

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©  Diego Mariottini  (2015, como Dio, calcio e milizia) |  Traducción del italiano: Pablo Gastaldi (2021) · Cedido a MSur por Editorial Altamarea ·