Siria se va al diablo
Ilya U. Topper
Si uno predice cómo irá la guerra en Siria y al cabo de un año resulta que ha acertado, es porque ha pensado mal. Pensé muy mal cuando escribí, en agosto de 2012, la columna «En nombre de Arabia«. Lo más desgarrador es que un año después, nada ha cambiado. Ni nada hace prever que algo vaya a cambiar. Que la guerra ya haya durado lo suficiente, que Arabia Saudí esté satisfecho con el resultado y que por fin.
Nada hace prever que algo vaya a cambiar con el bombardeo de Estados Unidos anunciado a bombo y platillo. A tanto bombo como normalmente sólo se anuncian las guerras que no se llevan a cabo, como la de Irán, sin ir más lejos. No sabemos, hoy, si al final algún portaaviones lanzará algún misil contra algunos complejos gubernamentales de Damasco, pero si la palabra de Washington tiene algún valor – y es lo único en lo que se basa la suposición de que habrá ataque – , este bombardeo no tiene el objetivo de debilitar al bando de Bashar Asad.
«Las opciones que consideramos no tratan de cambiar el régimen. Tratan de responder a una violación obvia de una norma internacional que prohíbe usar armas químicas». Son palabras de Jay Carney, portavoz de la Casa Blanca. En otras palabras: el régimen de Asad puede continuar matando, mediante bombardeos, morteros o francotiradores, mediante sicarios o tortura en la cárcel, siempre y cuando no emplee sustancias químicas, porque morir por inhalación de gas tóxico es muy malo para la salud.
Asad puede seguir bombardeando: sólo morir de gas es malo para la salud
A estas alturas ya importa muy poco si realmente fue el régimen de Asad que empleó armas químicas en una espectacular operación de castigo, o si las emplearon los rebeldes para dar un pretexto a una intervención. Quien a estas alturas aún necesita un ataque con gas tóxico para desilusionarse con cualquiera de los dos bandos y espantarse ante su falta de escrúpulos es que lleva mucho tiempo sin leer los periódicos.
Importa muy poco porque saber quién fue a los muertos no les resucita, y tampoco la intervención va a resucitar Siria. No se trata de cambiar el régimen, dice Carney. En otras palabras, el régimen puede y debe continuar. Se trata, pues, de mantener el régimen en un equilibrio inestable, amenazado pero sin el riesgo de caer.
Esto explica, desde luego, la estrategia que Washington sigue con los rebeldes desde hace más de un año: financiarlos con millones de dólares, pero sin entregarles armas. Mantenerlos ahí, entre vida y muerte, justo en el punto en el que no pueden derrocar a Asad, pero tampoco tienen motivo para abandonar, porque hay dinero para seguir combatiendo.
La lucha rebelde por la democracia se ha tornado en una guerra a favor de las dictaduras islamistas
El dinero para las armas viene de Qatar, de Kuwait, de Arabia Saudí, mientras tanto. Es un perfecto reparto de papeles: Washington financia a la oposición en el exilio, la Coalición Nacional Siria, justo en la medida que mantiene en dependencia a medio centenar de «diputados», obligados a mantener un discurso razonable y correcto ante Europa, si no quieren perder sus viajes de reuniones en hoteles de cinco estrellas en Estambul.
Mientras tanto, el dinero de verdad, el de la munición, llega a quienes están destinados a quedarse con el poder: los islamistas de verdad. Los que entienden tanto de democracia como sus amos en Arabia Saudí y Qatar, dos de los muy pocos estados del planeta que no han instaurado elecciones ni siquiera para hacer el paripé. Dictaduras por partida doble, con reyes omnipotentes y un Omnipotente rey.
El premio de la ironía se lo llevan los rebeldes sirios: convertir la Primavera Árabe, la revolución a favor de la democracia – porque eso lo fue en Siria, cuando todo empezó, en un lejano marzo de 2011 – en un combate a favor de las dictaduras más absolutistas del planeta.
A favor, sí: los que ahora están en primera línea de frente, los que disponen de armas, los nuevos amos, que imponen su ley en toda población «liberada», ya no son desertores de Ejército, patriotas que decidieron dirigir las armas contra sus superiores. Ya no son civiles de a pie, hartos de vivir bajo el miedo. Ahora, en la rebelión, mandan los sicarios de Dios, cuya única bandera es el credo. Su único miedo: ver por la calle el pelo de una mujer. Su único fin, acabar con los impíos, derrocar a las familias alauíes en el poder – porque son alauíes: herejes – e imponer el reino de Dios en la tierra. ¿Alguien había dicho democracia?
Ya es tarde para una intervención militar extranjera. De haberse querido hacer, tendría que haberse hecho hace dos años. En aquel momento, la caída de Asad no habría afectado la estructura de Siria: el país habría mantenido su Constitución y se habría convertido en la primera república laica más o menos democrática del llamado mundo árabe.
La limpieza «étnica» contra alauíes y cristianos en Siria se hace al amparo de la guerra
De haberse intervenido hace un año, Siria ya no podría haberse mantenido laica: demasiada labor de zapa ha hecho la oposición islamista. Pero aún se podría haber convertido en una república islámica con reminiscencias democráticas, dominada por los Hermanos Musulmanes, al estilo del régimen de Morsi en Egipto.
De intervenirse ahora – con el fin de derrocar el régimen y abrir la vía a una victoria militar de los rebeldes – , la opción que le queda a Siria es convertirse en una teocracia con nombre republicano bajo un régimen de clérigos, muy similar al de Irán. Ese Irán que tanto apoya a Asad.
De intervenirse ahora con el fin de no derrocar a nadie sino de prolongar la guerra, el futuro de Siria no será otro que el de Iraq. Ahí, la operación estadounidense a favor de la hegemonía de Arabia Saudí ha funcionado plenamente: el país árabe más rico ha quedado destruido.
La guerra es un negocio pero tiene que durar para que rinda, cité a Brecht hace un año. Aún no ha rendido, debemos concluir. Aún Siria no está del todo destruida. Aunque le falta poco. Quizás sería mejor preguntar qué le sobra: Algo más de un millón de alauíes y casi dos millones de cristianos. La limpieza «étnica» – porque las religiones en esta zona del mundo son cuestión de nacimiento, no de convicciones – sólo podrá llevarse a cabo al amparo de la guerra. Un Oriente Próximo exclusivamente musulmán, despojado de todo elemento tradicional, será mucho más fácil de dominar por los predicadores de la religión wahabí, esa que hoy día se hace llamar «islam», y a la que los europeos llaman «islam» sin sonrojarse.
Para cierta izquierda, sólo un muerto bajo un misil estadounidense es un buen muerto
Por eso no les falta ironía tampoco a las pancartas que desde hace pocos días proliferan, desde cierta izquierda española a la de Turquía, denunciando una nueva «guerra imperialista» contra un país «árabe». Parece que los civiles que morirán en un bombardeo de Estados Unidos – ¿decenas? ¿centenares? – valdrán mucho más que las decenas de miles que ya ha matado el régimen de Asad.
Sólo un muerto caído bajo un misil estadounidense es un buen muerto. Porque corrobora la división del mundo en buenos y malos. Un mundo en el que se convierte en bueno cualquier dictador al que casualmente Estados Unidos haya asignado el papel de enemigo. Un discurso de Washington, en esta concepción del mundo, es más eficaz que un bautismo: lava todo pecado original. Y condena al infierno a quien haya osado tomar las armas contra este dictador. Sobre todo en la visión de quienes nunca han dejado de jalear la heroica lucha armada de guerrillas zapatistas o andinas, saharauis o kurdas, pero de repente descubren que una muchachada rebelde con metralletas también secuestra, extorsiona, asesina. Sólo en Libia y Siria, evidentemente.
Con tal de llevar la chapita de enemigo de Estados Unidos, a Asad hay quien le perdona que haya destruido su país de forma despiadada, rechazando toda oportunidad de salvarlo. Rechazando reformas en mayo de 2011, cuando aún pudo hacerlas sin necesidad de dimitir siquiera. Rechazando la convocatoria de elecciones libres meses más tarde, cuando aún podría haberse presentado a ellas y haberlas ganado. Rechazando dimitir al año y medio, cuando aún podría haber dejado el poder en algún subordinado, al estilo de Yemen, para poner fin a las masacres sin renunciar al poder. Rechazando todo que no sea entregar el país a la destrucción acordada por las potencias vecinas: esto es alta traición.
No se sabe qué fue primero: el rechazo de los países laicos y movimientos de izquierda de Europa a respaldar una rebelión contra un dictador absolutista, o el pase de esta rebelión con armas y bagajes al las dictaduras islamistas. Los sirios creen que no tuvieron otra opción. «Nada puede ser peor que continuar con el régimen», me respondió un activista sirio hace un año justo, al ser preguntado cómo podía aliarse con la negra bandera wahabí. «La nuestra era una revolución de la dignidad, pero lo dejó de ser porque nos han abandonado todos. Ya nos da igual lo que venga. Aceptaríamos ayuda hasta del diablo” .
El diablo estuvo presto. Ahora, Siria es el infierno.
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