Vivir bajo la ocupación
por José Luis CuestaDe qué hablamos cuando hablamos de ocupación
Palestina, tierra manoseada desde los romanos a los británicos, rincón espinoso donde pelear por los santos lugares, las salidas a mar, las rutas a Oriente. Su mapa cambiante tiene vieja memoria de lo que es la ocupación, entendida a la antigua, víctima de los imperios y del colonialismo. Lo sangrante es que hoy, en el siglo XXI, sigue sabiendo de ella, de la violación persistente de su territorio y las gentes que lo habitan, como ningún otro lugar del planeta.
Porque no hay otra situación comparable: tres territorios de la mano del diablo, sin continuidad, sometidos a la presión constante del Ejército israelí, desconectados y, cada uno a su manera, convertido en un gueto. Gaza con su bloqueo, Cisjordania con sus checkpoints y su muro, Jerusalén Este con el miedo a la mezcla, más aún ahora, tras la guerra del verano, cuando los árabes se ocultan para no ser vejados, insultados, hasta apaleados.
La partición de la Palestina histórica contemplada en una resolución de la ONU de 1947 creó dos estados, Israel y Palestina. Pero lo que había sobre el papel se borró con la guerra. Más batallas, en 1967 y 1973, afianzaron el modelo actual de separación territorial, de lejanía entre hermanos, culturas, vida. Hoy el Gobierno palestino del débil presidente Mahmud Abbas se conforma con ser soberano sobre la tierra previa a las invasiones de la Guerra de los Seis Días.
A algunos les parece un premio de consolación. A otros, un lujo en comparación con la situación actual: 600.000 colonos israelíes residiendo ilegalmente entre Jerusalén Oriental y Cisjordania; la futura capital del estado unificada con el oeste israelí, gobernada por israelíes y troceada por los colonos; el 62% de Cisjordania catalogado como área C, y por tanto bajo pleno control civil y militar israelí; casi 500 checkpoints permanentes o temporales en los que se generan colas interminables y donde la seguridad es la palabra mágica que supera a la dignidad y al respeto; un muro de hormigón y alambre con más de 700 kilómetros que es ilegal según la Justicia internacional; un juego de presiones y cesiones para lograr un permiso de salida –para ir a estudiar, al médico, de vacaciones-; los cinco millones de refugiados largos que hay repartidos por el mundo fruto del expolio de la propia tierra; el agua vedada que acaba en las piscinas de los colonos y la piedra de las canteras que construye los chalés del adversario…
Tanto número y tanta estadística tienen su concreción humana, irrebatible, en las fotografías de José Luis Cuesta. Palestina es hoy esa ciudad vieja de Jerusalén donde la sempiterna mirada de los soldados y la policía de fronteras amedrenta al paseante, sea un chaval o un anciano, donde no se puede circular sin la presencia de quien no está para protegerte, sino para prevenir, en el convencimiento pleno de que todo árabe es, por naturaleza, peligroso.
Palestina es la jaula de Hebrón, donde hasta el techo tiene redes, trenzados antibasuras en prevención del ataque –no mortal, pero inmoral- de pañales sucios y cáscaras de plátano. Es la asfixia de un torno oxidado por el que pasan los ciudadanos como los carneros que van al matadero, donde la rutina es de sospecha y miedo. Vallas y blindaje, uniformes y armas contra los civiles y para pertrechar a los elementos extraños, los fanáticos religiosos que un siglo tuvieron, pero hoy no, derecho a vivir allí.
Estas imágenes son la ocupación materializada en una terraza plagada de soldados, donde tender la ropa es imposible, deporte de alto riesgo, o en el silencio viscoso de la calle del apartheid, donde los ocupantes se pasean, donde los locales están vetados.
También en ellas está la resistencia, la piedra frente al escuadrón de élite, las piernas firmemente asentadas en el suelo y la mirada puesta en los uniformes de enfrente, las banderas, la insistencia de la gente de Biliin que cada viernes recuerda en una loma del desierto de Judea que hay un invasor y un invadido, y que esa situación debe acabar. El humo, las balas, la guerrilla urbana. Y, sobre todo, la dignidad de quien aguanta un sufrimiento viejo de 66 años. Un repaso de la resignación a la ira. Del status quo a la pelea por cambiarlo. Un retrato en primera línea del queso gruyère que es el hoy quimérico estado de Palestina.
[Carmen Rengel]