Cremas por condones
Darío Menor
Debajo de mi casa hay una farmacia. Ocupa uno de los bajos del edificio, que hace esquina y está situado frente a una plaza con mercado, lo que garantiza un buen flujo de clientes. Lo habitual cuando uno entra a comprar es encontrarse a una fila de gente esperando en el mostrador. Los dueños incluso dejan siempre a mano una pila de periódicos gratuitos, para que la gente lea cuatro noticias antes de que le atiendan. También hay una silla para esperar sentado. Hasta hace unos meses el escaparate principal de la farmacia estaba ocupado por una enorme máquina de condones. A mi hijo mayor, de cuatro años, le encantaba toquetear todos sus botones cada vez que veníamos del colegio. Incluso alguna vez me pidió una moneda para meterla en “la maquinita”, como decía él. Yo me echaba a reír algo incómodo, metiéndole prisa para que entráramos en el portal.
Más de una vez se quedó mirando la escena con expresión divertida alguna de las personas que pasaban caminando a nuestro lado, en su mayoría ancianas, pues en el barrio de Roma donde vivo, Monteverde, los viejos son mayoría. Hablo a ojo, sin estadística ni estudio alguno que me respalde. Los farmacéuticos deben de compartir mi análisis, porque hace unos meses unos obreros empezaron a meterle mano a la máquina de condones. La quitaron y abrieron en su lugar un escaparate. Los propietarios se habrían dado cuenta de que en Monteverde el negocio del sexo seguro había dejado de ser tal. La fogosidad, ya se sabe, decae con la edad, al igual que las posibilidades de tener un embarazo no deseado.
En Monteverde, los viejos son mayoría. Y la fogosidad decae con la edad, igual que las posibilidades de un embarazo no deseado
El espacio donde estaban los preservativos (normales, finos, grandes, con sabores, colores y texturas diversos) está desde entonces ocupado por un gigantesco cartel publicitario de una de esas milagrosas cremas antiarrugas. Vender productos para ocultar el envejecimiento sale mucho más a cuenta que los condones hoy en Italia, sobre todo en un barrio como Monteverde. Lástima que la palabras de Anna Magnani se quedaran sólo en una cita y no en una enseñanza de vida. Esta gran actriz le decía siempre a su maquillador: “Déjame todas las arrugas, no me quites ni una, que he estado toda la vida para conseguirlas”.
El mercado de abastos situado en la plaza frente a la farmacia también tiene a los ancianos entre sus clientes habituales. Les ofrece las delicias gastronómicas italianas en un envoltorio viejo, sucio y maloliente, pues los puestos hace décadas que piden a gritos una reforma. Lo mismo ocurre con el pavimento y con las cubiertas, burdas láminas de uralita mal colocadas bajo las que te achicharras en verano y te mojas en cuanto caen cuatro gotas. Uno de mis familiares, acostumbrado a la limpieza y a las moderneces españolas, lo bautizó con sorna como “el mercado de Burkina Faso”. Y eso que nunca pisó el África negra.
Para comprar en la plaza de abastos de debajo de mi casa tienes que estar dispuesto a que se te cuelen. El impulso tan italiano de saltarse la cola debe de alcanzar el paroxismo con la vejez. Hay ancianas que encuentran un gusto irrefrenable en olvidarse de su turno y pasar por delante del incauto jovenzuelo que espera para comprar trescientos gramos de funghi porcini, esas setas deliciosas que nacen con las lluvias del otoño.
El impulso tan italiano de saltarse la cola alcanza el paroxismo con la vejez. Hay ancianas que hallan un gusto irrefrenable en olvidarse de su turno
En la panadería más exitosa del mercado se organizaban unos pitotes terribles cada dos por tres, por lo que pusieron un expendedor de numeretti para que la gente respete el turno. Por suerte, las esperas son muchas veces divertidas. Algo propio de los italianos, como entendió bien el escritor Ennio Flaiano, maestro del aforismo. La cita favorita para el amigo que me lo dio a conocer es esta: “El italiano, en su calidad de personaje cómico, es un intento de la naturaleza por desmitificarse a sí misma. Coged el Polo Norte, es bastante serio. Un italiano en el Polo Norte añade de inmediato algo cómico de lo que antes no nos habíamos percatado”.
Una mañana, en una de estas esperas frente al mostrador de la panadería del mercado, la vendedora interrumpió la lista de productos a la venta que estaba anunciando a voces al darse cuenta de que alguien se había dejado un par de muletas olvidadas. Tras preguntar varias veces de quién eran, uno de los que esperaban su turno gritó con sorna: “¡Miracolo, miracolo! Un inválido ha comido pan aquí y ha vuelto a su casa caminando solo. ¡Miracolo, miracolo!” Risas generales acompañaron la chanza, que la vendedora recogió de inmediato asegurando que no sólo podía tratarse del pan. El milagro también se habría producido por la pizza, los dulces, las pastas… “Aquí todo lo que vendemos es buenísimo y tiene esos efectos”. Los ancianos que aguardaban su turno agarrados al numeretto esperaron por un momento que el milagro también se produjera con ellos y les quitara unos pocos achaques.
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