Siete mujeres para un 8 de Marzo
M'Sur
Bagdad, 8 de marzo de 1433
Karlos Zurutuza | Bagdad
Los rumores no se confirmaron hasta aquella misma mañana. Contra todo pronóstico, se había dado permiso a un grupo de mujeres para celebrar el Día de la Mujer. Fue hace exactamente tres años, en 1433 según el calendario musulmán. El lugar elegido sería el puente de Kadimiya, al norte de Bagdad; el dispositivo de seguridad, el esperado ante cualquier evento que incluya una multitud en la capital iraquí: tráfico cortado, checkpoints en ambas orillas del puente y acceso restringido únicamente a los informadores tras un riguroso cacheo.
Apenas llegaban al medio centenar pero las rodeaba un cordón de seguridad que las doblaba en número, y que incluía vehículos blindados artillados. Todas cubrían su cabello para evitar los insultos de los soldados, o incluso los escupitajos. Envueltas en telas de tres colores, media docena de ellas formaban una bandera iraquí. Por supuesto, no faltaba el “Dios es el más grande” en el centro: verde sobre fondo blanco. Se trataba de protestar, no de provocar.
Todas cubrían su cabello para evitar los insultos de los soldados, o incluso los escupitajos
Cantaron y bailaron, siempre dentro de los marcos del decoro, y corearon eslóganes por sus derechos sin poner en entredicho ni la labor del Gobierno ni la de la ortodoxia chií.
El final del acto estaba previsto a orillas del Tigris. Se les permitió bajar, de una en una, por una escalera metálica que se descolgaba del puente. Un cordón de seguridad en el cauce del río vigilaba que no hubiera salidas de guión.
Encendieron velas sobre pequeños platos de plástico que lanzaron al río. Inmediatamente después, una motora del Ejército hizo un quiebro provocando una ola que se tragó las ofrendas.
“En los 50 las iraquíes éramos un referente para todas las mujeres de Oriente Medio”, me explicaba después Hanna Edwar, la activista por los derechos de la mujer más conocida de Iraq. “Hoy no paran de recordarnos que vivimos en 1433”.
La paladina contra los curas pederastas
Darío Menor | Roma
Pocos problemas le han provocado un rejonazo tan grande a la Iglesia católica como los abusos sexuales a menores cometidos por religiosos y sacerdotes. Hace unos 20 años, cuando la pederastia se negaba y escondía, una profesora de un instituto belga, Karlijn Demasure, quedaba impresionada después de que una de sus alumnas le confesara que su padre había cometido actos deshonestos con ella. La reflexión abierta en el centro educativo provocó que otras chicas contaran historias similares.
Ante el desconocimiento sobre cómo afrontar este problema, Demasure decidió ponerse a estudiar: volvió a la universidad para realizar una tesis doctoral dedicada a los abusos. Su investigación estaba centrada en la pederastia en las familias, pero tocaba de manera tangencial los casos cometidos dentro de la Iglesia. Madre y católica practicante, decidió dedicar luego un libro a los abusos cometidos por eclesiásticos, haciendo propuestas pastorales para responder a ellos.
Madre y católica practicante, dedicó un libro a los abusos cometidos por eclesiásticos
Convertida en una de las mayores expertas en este campo, la “tolerancia cero” puesta en marcha primero por Benedicto XVI y más tarde por Francisco ha acabado trayéndola a Roma, donde dirige el Centro para la Protección del Niño (CPN), un organismo impulsado por el Vaticano para luchar contra los abusos a menores. Decana de la facultad de ciencias sociales y filosofía en la universidad Saint Paul de Ottawa (Canadá) hasta su nombramiento por la Santa Sede, Demasure, de 60 años, asegura que su fe no se ha visto sacudida por todo lo visto hasta ahora.
“El catolicismo se preocupa por los más débiles y los más débiles son las víctimas”, cuenta en la oficina del CPN recién estrenada de Roma, pues antes la sede se encontraba en Múnich. El principal cometido de Demasure es ahora ultimar el curso por internet para sacerdotes y laicos comprometidos por la Iglesia para aprender cómo establecer protocolos para evitar la pederastia y saber cómo responder cuando se produce un caso. “Más de 1.000 religiosos y curas han seguido ya el curso en sus primeras ediciones. Ahora estamos actualizándolo para que no sea tan académico y resulte más práctico y accesible. La nueva versión empezará en junio”.
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La pelea desde el campo de refugiados
Carmen Rengel | Ramalá
Mirtha Anati es la raíz y la diáspora, la sonrisa y el dolor, una de esas frágiles mujeres fuertes de la Biblia que transforman el mundo que les rodea a base de coraje y humanidad. Palestina del campo de refugiados de Al Amari, muy cerca de Ramala (Cisjordania), pasó más de 20 años de exilio en Cuba, de donde se trajo ese castellano dulce que asombra en el corazón de esta tierra ocupada. Pero en la maleta que trajo del Caribe venía mucho más: un ansia revolucionaria imparable, un ímpetu de mujer en guerra con su entorno injusto que no encuentra freno ni en el patriarcado, ni en la religión ni en la costumbre.
Mirtha no necesita estrellas rojas ni fusil de guerrillera, porque con su bata y su velo es una comunista íntegra que, a pasitos, está haciendo de su rincón un lugar mejor, paz en el infierno.
Mirtha no necesita estrellas rojas ni fusil: con su bata y su velo es una comunista íntegra
Lo hace a través de la Sociedad Palestina para el Cuidado y el Desarrollo, el primer centro para mujeres creado en su campo, en 1998. Lo montó junto al alguna vecinas en este barrio donde se apiña el hormigón, allí donde en 1948 había tiendas de campaña; donde los cables de la luz cruzan, peligrosísimos, de pared a pared; donde se acumulan los charcos por las precarias conducciones de agua. En medio de la desolación, su luz.
El centro empezó en una habitación prestada en una casa y hoy es un edificio de tres plantas. Como no hay otra instalación en Al Amari y Mirtha lo aguanta todo, poco a poco se ha convertido en un centro cívico para quien lo quiera, un asilo para discapacitados, una escuela taller para chavales. Pero la mujer siempre es su eje de actuación. “No seas sumisa, no te dejes violentar, defiende tu integridad, no soportes los golpes”, se lee en los carteles que dan la bienvenida.
Empezó organizando charlas semanales orientadas a las maltratadas (un 61,7% de las palestinas ha sufrido ataques psicológicos, un 23,3%, físicos y casi un 11%, sexuales), siguió visitando a los maridos, a las familias de los maridos, y así ha ido convenciendo al personal de que “una pareja tiene que hablar, entenderse y no faltarse el respeto”, de que “una mujer no es una propiedad y tiene derechos”, de que “una paliza no resuelve los problemas, sino que los agrava”. Sencillo mensaje que hay que repetir en una sociedad pragmática como la palestina donde, sin embargo, aún la mujer es apenas madre y esposa.
“Una pareja tiene que hablar: una paliza no resuelve los problemas, sino que los agrava”
Mirtha lo llama su “red de conciencia”, que le ha llevado a reunirse con policías y médicos, también, para crear un cordón vigilante contra el maltrato. Frente a ella, denuncia, las vecinas que señalan con el dedo a quienes acuden a verla –mujeres de toda Cisjordania, porque se ha corrido la voz de su labor – “como si fuera malo denunciar o informarse” -. Su elevada estatura, su voz de trueno, sus gestos poderosos, hacen que las malas lenguas se escondan, con sus dueñas, tras la ventana, cobardes, cuando se pasea por el campo.
Su batalla por el “castigo moral” al que pega no gusta ni a los políticos locales, esos que se llenan la boca con la intención de hacer una ley contra el maltrato o contra los llamados crímenes de honor, un articulado que nunca cuaja porque, ay, Palestina tiene otras prioridades por las que luchar. Dicen. La respuesta a los que relegan el problema es hacer más asambleas, lanzar lazos a otras asociaciones que sí cuentan con ayuda internacional –el centro de Mirtha tiene contadas ayudas del Patriarcado Latino de Jerusalén y algo de Francia, pero enfocado a discapacidad, no a mujer-, las colectas para dar salida a las amedrentadas que se deciden a escapar.
Porque en Al Amari se les trata de dar un futuro: hay clases de maquillaje y peluquería que han abierto el camino de la independencia a mujeres al borde de la muerte, se las forma en diseño o informática, se dan consejos de planificación familiar –y se buscan soluciones, de todo tipo-, se da servicio de voluntarios, psicoterapeutas y fisioterapeutas para dolores, logopedas para sus hijos asustados y clases de refuerzo para esos menores desnortados, ausentes.
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El tesón contra el gueto
Diana Mandiá | Marsella
La madre aprendió francés con la ayuda de republicana española exiliada. El padre luchó con el FLN por la independencia de Argelia e hizo huelgas contra los crímenes racistas al lado de ese parteaguas que fue el Mouvement des Travailleurs Arabes (MTA) en la movilización laboral de los obreros inmigrantes. Karima Berriche, ciudadana francesa, creció oyendo hablar de descolonización pero no sintió el estigma del pasado inmigrante hasta la adolescencia, cuando sus padres se mudaron en los años 70 del barrio obrero en el que vivían a la cité La Busserine, en el norte de Marsella.
“¡Jamás había visto antes tantos negros y árabes juntos!”, recordaba, poco antes de las elecciones municipales francesas de 2014 en una de las salas del centro sociocultural L’Agora, una de las pocas alternativas de ocio del barrio, levantado sobre un gran poblado chabolista habitado hace cinco décadas por trabajadores magrebíes.
“Estamos en proceso de convertirnos en un gueto: desempleo masivo, delincuencia, economía subterránea”
En aquel entonces, esta licenciada en sociología que se dice triplemente marginada –por inmigrante, por mujer y por la discapacidad resultado de la polio- preparaba campaña junto al izquierdista Front de Gauche en el séptimo sector de Marsella, el mismo que hoy tiene un alcalde del Frente Nacional. Hoy su nombre va en la lista de la formación izquierdista para las elecciones departamentales que se celebrarán en Francia a finales de mes.
Como directora del centro social su vida ha estado indisolublemente ligada a La Busserine, una barriada a la que hoy llegan sobre todo ciudadanos turcos y comorenses. La explica con pasión y tristeza. “Estamos en proceso de convertirnos en un gueto. Encontramos gente afectada por un desempleo masivo, unas relaciones sociales débiles, delincuencia y economía subterránea. Aunque a la República Francesa no le gusta la palabra gueto, porque prefiere las palabras bonitas a la realidad”, lamenta.
Desde 2013 forma parte del Collectif des Quartiers Populaires de Marseille (CQPM), una asociación nacida para denunciar la violencia social del paro y del racismo, dos enfermedades crónicas en los barrios populares que a menudo quedan tapadas, a fuerza de titulares, por los ajustes de cuentas entre traficantes en problemas. “El problema global es la discriminación, el paro que afecta a nuestros jóvenes, a las mujeres, el tipo de hábitat, la políticos. Los chavales son víctimas de un sistema que para algunos de ellos es la única alternativa”. La tasa de paro en las barriadas marsellesas más depauperadas supera el 40%.
“Les hablan como a obreros a unos barrios que ya no lo son desde hace mucho”
Activa en ciclos de conferencias de nombre tan elocuente como Les Banquets de Fanon [Frantz Fanon, el psiquiatra antillano que en 1961 describió a los condenados de la tierra], Karima Berriche tanto cita a Pierre Bourdieu como comparte un cuscús con los vecinos en una fiesta del barrio o encarga a un grupo de adolescentes que ensayan coreografías de hip hop que cierren bien la sala del centro social antes de irse a casa. Cree que el “Touche pas à mon pot” nacido de SOS Racismo en 1985 e “instrumentalizado por el Parti Socialiste” ha supuesto un lastre en la movilización de los inmigrantes.
A su familia política le exige un lenguaje en el que la barriada pueda reconocerse. “Les hablan como a obreros a unos barrios que ya no lo son desde hace mucho”, criticaba en 2014. Entonces usaba de ejemplo a Felix Pyat, un barrio pobre del centro de Marsella . Sus vecinos ocuparon las obras de un centro comercial en construcción para protestar porque no los habían contratado. “Es gente que ha sido apartada del mundo laboral, abre la ventana y ve esa obra y que no tienen acceso a ella. Eso es violencia”.
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Antisistema con bolso de Hermès
Laura J. Varo | Beirut
Nadine Mussa atraviesa casi sin mirar al frente la puerta de uno de esos cafés-franquicia americanos pretendidamente modernizadores que inundan la plaza Sassine, en el barrio cristiano de Ashrafieh. Aunque no llega tarde, va como alma que lleva el diablo. “No he desayunado aún”, confiesa a mediodía, “yo quiero un pastel, ¿tú no vas a comer nada?”. Así se presenta la primera mujer candidata a la Presidencia de la República libanesa, un país profundamente traumatizado por quince años de guerra civil (1975-1990) y que a duras penas mantiene un precario equilibrio sectario (el estatus civil de los libaneses está ligado a una de las 18 confesiones religiosas reconocidas legalmente). “No tenemos un Estado, no tenemos una nación, ni ciudadanos, solo tenemos señores de la guerra”.
“No tenemos un estado, ni una nación, ni ciudadanos, solo tenemos señores de la guerra”
La abogada, que ya ha pasado los 40 años, se ha convertido en una antisistema con bolso de Hermès. A sus espaldas lleva más de diez años de lucha contra los molinos de la corrupción (“Es una cultura, no está solo restringida a la burocracia, se ha convertido en una forma de vida que se extiende como un cáncer”), la desigualdad (“Me han preguntado quién va a cocinar en casa si me convierto en presidenta o quién va a ser la primera dama, eso nunca se lo preguntarían a un hombre”) o la violación de los derechos civiles (“Este estado de guerra civil latente mantiene a la gente aislada en sus clanes, en sus comunidades religiosas, así nunca construiremos ciudadanos y siempre tendremos tensión”).
Ahora, desde su tribuna como política, se enfrenta a toda una casta de “reyes confesionales” con una actitud que le hace abalanzarse cada vez que retoma la palabra mientras se menea en el cuello la crucecita que le cuelga como único abalorio. Como cristiana maronita, la ley le otorga el privilegio de optar a la Presidencia (la jefatura del Gobierno y del Parlamento son para suníes y chiíes, respectivamente).
“Esta clase política utiliza el discurso del miedo para que la gente crea que los necesitan para protegerse»
En la primera vuelta de la elección presidencial no consiguió ni un solo voto de los parlamentarios. Por delante se colocaron el líder de las Fuerzas Libanesas cristianas, Samir Geagea, único exmiliciano libanés condenado por crímenes de guerra e indultado tras una amnistía, y Henry Helou, parlamentario apadrinado por el influyente político druso y también exguerrillero Walid Jumblat. Ninguno de los candidatos obtuvo suficientes votos para sustituir a Michel Suleiman, cuyo mandato finalizó el 26 de mayo. El resultado: Líbano va para diez meses ya sin cabeza de Estado ni acuerdo a la vista.
“No tengo apoyo político porque lo que desafío es un sistema con el que los actuales líderes políticos están cómodos, del que se benefician”, dice con tanta ansia como engulle el bizcocho con pasas que ha elegido al tuntún. “Esta clase política”, se atraganta, “utiliza el discurso del miedo para conseguir que la gente siga creyendo que los necesitan para protegerse”.
“El sistema está podrido y al borde del colapso, les guste o no, y cuando se hunda, (los líderes actuales) se van a hundir con él”, sentencia con la vista puesta en la próxima votación parlamentaria, esta misma semana. “Deberíamos enterrar el hacha de guerra, deberíamos cerrar el capítulo de la guerra civil definitivamente”. “No estoy pidiendo la luna”.
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Mujeres combatientes
Ethel Bonet | Alepo
Aparece por la puerta una mujer rechoncha, de unos cuarenta años, con la cabeza tapada, pero el rostro descubierto, vestida con una gabardina negra y chaleco militar. Va escoltada por otras dos, vestidas de negro de los pies a la cabeza, con gafas de sol, un kalashnikov colgado en el hombro. Las tres guerrilleras se sientan en un sofá, mientras las ods centinelas nos escrudiñan tras su mirada velada. Umm Fadi, de 43 años, y madre de 10 hijos se presenta.
Antes de la revolución era simplemente un ama de casa. Ahora es la generala de un batallón de mujeres en el barrio de Al Sahur, no muy lejos del aeropuerto militar de Alepo. Aunque no hay cifras exactas se estima que unas 150 féminas se han alistado en las filas del Ejército Libre de Siria (ELS).
Antes de la revolución era ama de casa. Ahora es la generala de un batallón de mujeres
La “mamá”, -alias de guerra de Umm Fadi- asegura que todas las mujeres vinieron de forma voluntaria, porque querían luchar para liberar su país. “No tienen miedo; son muy valientes”. Incluso, tiene a una chica que es francotiradora.
“En este barrio somos todos familia y por eso luchamos juntos hombres y mujeres». Al principio, las mujeres empezaron a trabajar en los puestos de control de los rebeldes para chequear a los “shabbiha” (matones del régimen) que se vestían con ropa femenina para pasar desapercibidos. Después empezaron a luchar junto a los hombres pero nunca en primera línea, ya que como mujeres temían que si las capturaban los soldados del régimen harían con ellas cosas terribles.
Umm Fadi empezó su carrera militar en junio de 2012 en Deraa, llevando municiones camufladas entre las ropas o haciéndose pasar por la madre o esposa de los soldados para ayudarlos a desertar de los cuarteles.
A Umm Fadi nadie le enseñó a disparar su fusil. Lo aprendió en el frente, luchando con los hombres
A Umm Fadi nadie le enseñó a disparar su fusil. Lo aprendió en el frente, luchando con los hombres.
Esta valiente mujer ha sido la inspiración de dos de sus hijas que están ansiosas de ir a luchar como su madre. También mujeres como Rihad, de 30 años, han tomado su ejemplo.
Oriunda de Homs vio morir a sus dos hermanos degollados por milicianos de Hizbulá. Un francotirador mató a su bebe cuando estaba durmiendo en la cuna, sus padres murieron en el acto por el derrumbe de la vivienda en un bombardeo del régimen, y su marido fue abatido en el frente. Lo único que le dio fuerzas para seguir viviendo fue alistarse en el batallón de Umm Fadi.
Rihad ha estado en muchos frentes y se ha convertido en una soldado experta en el campo de batalla. Una vez disparó un cohete y mató a “13 soldados del régimen y siete resultaron heridos”. Cuando se siente débil, cuando le supera la tristeza va a hablar con la “mamá” y ella siempre le devuelve la fuerza para seguir adelante.
Rabieh se quedó viuda a los 25 años. Su marido murió en Bab Amr, Homs. Tras la perdida de su esposo decidió unirse a la brigada de Um Fadi.
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Si no puedo bailar no es mi revolución
Ilya U. Topper | Essaouira
Se llamaba Erquía y tendría sus veinte años, al igual que las cinco primas y hermanas con las que había bajado a la playa de buena mañana. Cinco primas, la madre, la tía. Hacía un color sofocante sobre la ensenada que el Atlántico le había ganado al Atlas y las chicas habían pretextado una jornada de recoger mejillones y cañaíllas por los roquedales de la marea baja. Pretextado ante sí mismas, porque no creo que tuvieran que pedir permiso a nadie.
En todo caso, pronto dejaron el cubo en la orilla y se pasaron las próximas horas sumergidas en el agua, entre risas y salpicaduras, pescando alguna coquina de la arena para abrirla con los dientes y comérsela allí misma. Aïcha tenía un bañador de una pieza, las demás se quedaban en camisetas y chándal. Y cuando vieron aparecer en la cala de al lado a aquella pareja de rumis, de extranjeros, ella en topless y él en calzoncillos, lo tenían claro: los invitaron a unas coquinas. Y luego a un té bajo el abrigo de las rocas donde no pegaba el sol.
El cubo del marisqueo sirvió de tamboril improvisado y las chicas se pusieron a bailar
Erquía y sus amigas nunca habían ido al colegio y no hablaban otro idioma que el tamazigh aunque, eso sí, se sabían de memoria a los personajes de las telenovelas venezolanas que las cadenas marroquíes emiten en versión doblada al árabe. Su vida eran las faenas del campo: rebaños, sembrados, corral y alguna vez marisqueo. Un trabajo de sol a sol, y sin festivos. Excepto cuando a ellas se les ocurría tomárselo bajo el pretexto de ir a por cañaíllas.
Porque la bolsita que al final de la jornada resultó del cubo – nos habían integrado en el trabajo de cascar las caracolas y extraer el molusco – no justificaba una jornada de siete currantes. El cubo pronto adquirió otra utilidad: sirvió de tamboril improvisado y las chicas se pusieron a bailar. Y luego otro baño y una sardana en el agua, entre risas. Cogiendo de las manos a la parejita de rumis.
Alguna vez se acercaban unos zagales que ganas de mirón, porque la extranjera seguía en tetas. Los echaban con un par de frase. -Aquí no queremos a hombres – dijo Erquía. Hasta que vino un primo suyo de veinte años. – A este sí, es como un hermano, lo queremos mucho, puede quedarse -. El chico saludó, cortés y algo cortado y decidió irse a echarse una siesta, cara a la pared.
«Aquí no queremos a hombres. Menos a mi primo, que es como un hermano y puede quedarse»
Caía la tarde y a Erquía le entró frío. Le presté un pareo y se lo ataba sobre cabeza y hombros. – Ahora parece que llevas hiyab – intenté un chiste. No me entendió. – ¿Hiyab? – Lo tuve que repetir. – Ah, esos, lo de los barbudos – dijo al fin, poniendo todo el desprecio en las palabras.
De vuelta en Essaouira seguía en mi retina la imagen de estas siete mujeres trabajadoras, dispuestas a mantener la alegría durante una vida dura, decididas a mantener su espacio de libertad en una sociedad que no deja de ser rígida, inmunes a la oleada de fundamentalismo religioso que en las últimas décadas está engulliendo todo el sur del Mediterráneo, conscientes de su derecho a ser mujeres libres. No sabían de la lucha que sus hermanas en las ciudades mantenían a diario contra el patriarcado y las religiones, pero la secundaban a su manera: bailando en una jornada de trabajo, las trenzas al viento. Si Marruecos tiene esperanza, llegué a pensar, es porque aún quedan chicas como Erquia y sus primas.
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