Una confesión
Uri Avnery
Hoy es el último día de mi nonagésimo tercer año de vida. Es increíble.
¿Estoy razonablemente satisfecho de mi vida hasta el momento? Sí.
¿Me gustaría volver milagrosamente a tener digamos catorce años y recorrer de nuevo todo este largo camino? No.
Ya he tenido suficiente.
En estos noventa y tres años el mundo ha cambiado por completo.
Pocos días después de mi nacimiento en Alemania, un pequeño y grotesco demagogo llamado Adolf Hitler dio un golpe de estado fallido en Múnich. Acabó en la cárcel, donde escribió un tedioso libro titulado Mein Kampf. Pasó completamente desapercibido.
Cuando nací, los sionistas en Alemania y otros sitios eran una pequeña minoría entre los judíos
La Guerra Mundial (nadie la llamaba Primera Guerra Mundial aún) era un recuerdo reciente. Prácticamente todas las familias habían perdido a algún miembro. Me contaron que un tío lejano mío había muerto congelado en el frente austro-italiano.
El día en que nací, la inflación era galopante. Mi nacimiento costó millones de marcos. Muchos lo perdieron todo. Mi padre, un joven banquero, se hizo rico. Entendía cómo funciona el dinero. Ni heredé su talento ni lo he deseado nunca.
Teníamos teléfono en casa, toda una rareza. A mi padre le encantaban los nuevos aparatos. Cuando tenía tres o cuatro años, mi padre compró un nuevo invento, una radio. Nadie se imaginaba siquiera la televisión, por no hablar de internet.
No éramos una familia religiosa. Poníamos velas el día de janucá, ayunábamos en Yom Kippur y comíamos matzot en Pascua. No hacerlo parecía un acto de cobardía frente a los antisemitas. Por lo demás, la religión no significaba nada para nosotros.
Mi padre era sionista. Cuando se casó con mi madre, una secretaria joven y guapa, uno de los regalos de boda fue un documento en el que se certificaba que en Palestina se había plantado un árbol en nombre de la pareja.
En Alemania, y en cualquier otro sitio, los sionistas eran por entonces una pequeña minoría entre los judíos. La mayor parte de los judíos pensaba que estaban un poco locos. Un chiste de la época decía que un sionista era un judío que entregaba dinero a otro judío para mandar a un tercer judío a Palestina.
La crisis económica en Alemania ayudó a un demagogo llamado Hitler a alcanzar el poder
¿Por qué se hizo mi padre sionista? Su sueño no era en absoluto mudarse a Palestina. Su familia llevaba muchas generaciones viviendo en Alemania. Como había estudiado latín y griego en el colegio, imaginaba que nuestra familia había llegado a Alemania con Julio César. Por eso nuestras raíces estaban en un pequeño pueblo de las orillas del Rin cuyo nombre no recuerdo.
¿De dónde procedía su sionismo, entonces? A mi padre siempre le gustó llevar la contraria. Era lo que en alemán se denomina un querkopf. Seguir al rebaño no era lo suyo. Le gustaba pertenecer a un grupo pequeño y minoritario como el de los sionistas.
Es probable que este toque de extravagancia de la personalidad de mi padre me salvara la vida. Cuando los nazis se hicieron con el poder, mi padre decidió mudarse a Palestina inmediatamente. Yo tenía solo nueve años. Mucho después, mi madre me contó que el desencadenante había sido un joven nazi que le había dicho en el juzgado “¡Herr Ostermann, los judíos como usted ya no son necesarios!”
Mi padre se sintió ultrajado. Por entonces era un respetable síndico, la persona que se ocupa de administrar los procesos de quiebra, nombrado por el tribunal y famoso por su honradez. La crisis económica asolaba Alemania desde hacía años y las quiebras eran frecuentes. Esto ayudó al mencionado demagogo llamado Hitler a alcanzar el poder al grito de “¡Abajo los judíos!”
Desde el barco vi una fina franja de tierra. Tenía diez años. Era el principio de mi nueva vida
Fui testigo de la victoria de los nazis. Los camisas pardas estaban por todas partes. No eran los únicos. Todas las asociaciones políticas tenían su propio ejército privado. El Frente Rojo de los comunistas, La Bandera Negra-Roja-Dorada de los socialdemócratas, los Cascos de Acero de los conservadores… Cuando llegó la hora, nadie movió un dedo.
No fui a la guardería. A los cinco años y medio me enviaron al colegio y a los nueve y medio a la escuela superior, donde empecé a estudiar latín. Pertenecía a una organización de juventudes sionistas. Seis meses después, cuando el tren cruzó el Rin en dirección a Francia, dos mil años después de que, según la leyenda familiar, mis ancestros lo cruzaran en dirección contraria, exhalé un profundo suspiro de alivio.
Durante mucho tiempo suprimí cualquier recuerdo de mis primeros años. Mi vida empezaba cuando un amanecer contemplé desde la cubierta de un barco cómo aparecía por el este una fina franja de tierra marrón. Tenía diez años y dos meses. Era el principio de mi nueva vida.
¡Qué maravilla! Un gigantesco barquero de piel oscura me llevó en un bote enorme desde el barco hasta las orillas de Yafa. ¡Qué lugar más mágico y misterioso! Por todas partes había personas que hablaban una lengua extraña y gutural y gesticulaban como locos. El olor de un mercado de alimentos exóticos lo envolvía todo. Había carros de caballos por las calles.
Si menciono estas primeras impresiones es porque años después leí la biografía de David Ben-Gurion, que había llegado al mismo lugar unos cuantos años antes que yo. ¡Qué sitio tan horrible! ¡Qué idioma tan gutural! ¡Qué gestos más bárbaros! ¡Qué olores más repugnantes!
Me enamoré de este país a primera vista y todavía lo amo, aunque haya cambiado tanto que resulta irreconocible.
La gente me sigue preguntando si soy “sionista”. Mi respuesta es que ya no sé qué significa esa palabra. En mi opinión, el sionismo falleció de muerte natural al nacer el Estado de Israel. Ahora tenemos una nación israelí estrechamente vinculada con el pueblo judío en todo el mundo, una nación joven, con su propio contexto geopolítico, con sus propios problemas. Estamos vinculados con el judaísmo mundial del mismo modo que Australia o Canadá lo están con Inglaterra.
Lo tengo tan claro que casi no comprendo los interminables debates sobre el sionismo. Para mí, no tienen ni verdadero contenido ni honestidad.
Islam y judaísmo son parientes cercanos; la expresión “judeocristiano” es una falacia
Lo mismo sucede con los debates sobre “los árabes”. Carecen de verdad y de honestidad. Los árabes estaban aquí cuando llegamos. Acabo de describir lo que sentí por ellos. Aún creo que los primeros sionistas cometieron un terrible error al no intentar compatibilizar sus aspiraciones con las esperanzas de la población palestina. Hicieron causa común con sus opresores turcos por una cuestión de realpolitik. Lamentable.
La mejor descripción del conflicto es obra del historiador Isaac Deutscher: un hombre vive en el piso superior de un edificio en el que se declara un incendio. Desesperado, se arroja por una ventana y aterriza sobre un viandante, que resulta gravemente herido y se queda inválido. Un conflicto mortal estalla entre ambos. ¿Quién tiene razón?
El paralelismo no es del todo exacto, pero sirve como punto de partida para la reflexión.
La religión no pinta nada aquí. El islam y el judaísmo son parientes cercanos, mucho más próximos entre sí de lo que cualquiera de los dos lo está del cristianismo. La expresión “judeocristiano” es una falacia, un invento de ignorantes. Sería una trágica aberración que nuestro conflicto se convirtiera en un conflicto religioso.
Sería una trágica aberración que nuestro conflicto se convirtiera en religioso
Soy completamente ateo. En principio respeto la religión de los demás, pero sinceramente, no comprendo sus convicciones ni por asomo. Me parecen vestigios anacrónicos de una época primitiva. Lo siento.
Soy un optimista nato, incluso cuando la mente analítica me aconseja no serlo. He visto tantas cosas inesperadas en mi vida, unas buenas y otras malas, que no creo que nada suceda porque “tiene que suceder”.
Sin embargo, mi optimismo flaquea cuando veo las noticias. Tantas guerras estúpidas por todas partes. Tantos inocentes sometidos a sufrimientos atroces. Unos en el nombre de Dios, otros en el nombre de una raza, otros en nombre de la democracia. Qué estupidez. Es todo tan innecesario. ¡Pero si estamos en pleno año 2017!
El futuro de mi propio país me llena de ansiedad. El conflicto parece interminable y sin solución. Sin embargo, para mí la solución es por completo evidente, tanto que no alcanzo a comprender cómo es posible que cualquiera en sus cabales no la vea.
No viviré para verlo, pero lo veo ya con la mente en la víspera de mi 94º cumpleaños
En este país viven dos naciones, los israelíes y los palestinos. La historia ha demostrado una y otra vez que es imposible que ambos vivan juntos en un solo estado. Por lo tanto, deben vivir juntos en dos estados; “juntos” porque ambas naciones necesitan cooperar estrechamente, con las fronteras abiertas y ciertas superestructuras comunes. Quizá una especie de confederación voluntaria. Y más tarde, quizá una especie de unión de toda la región.
Todo esto en el contexto de un mundo obligado por las realidades modernas a unirse cada vez más y que se dirige a alguna forma de gobierno mundial.
No viviré para verlo, pero lo veo ya con los ojos de la mente en la víspera de mi nonagésimo cuarto cumpleaños. Después de todo, es una bonita cifra.
Ahora me doy cuenta de lo afortunado que he sido. Nací en el seno de una familia feliz, fui el pequeño de cuatro hermanos. Huimos a tiempo de la Alemania nazi. Formé parte de una organización clandestina pero nunca me arrestaron ni me torturaron como a algunos de mis camaradas. Me hirieron de gravedad en la guerra de 1948 pero me recuperé completamente. Sufrí un atentado, pero el agresor no me acertó en el corazón por unos milímetros. Dirigí una importante revista durante cuarenta años. He sido el primer israelí en reunirse con Yaser Arafat. He participado en cientos de manifestaciones por la paz, pero nunca me han arrestado. Estuve casado con una mujer maravillosa durante cincuenta y nueve años. Estoy razonablemente bien de salud. Gracias.
© Uri Avnery | Publicado en Gush Shalom | 8 Sep 2017 | Traducción del inglés: Jacinto Pariente.
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