Carrera de obstáculos
Karlos Zurutuza
Jadu (Libia) | Noviembre 2017
Calculando rutas por carreteras que siempre guardan sorpresas. Esta vez el desafío consiste en atravesar los cien kilómetros entre las playas de Zuara y las cumbres de Nafusa. Fathi Ben Khalifa, disidente histórico de la causa amazigh, lidera hoy un partido político nuevo y quiere pasarse por las montañas para recabar apoyos. Hace dos días mencionó la posibilidad de viajar en helicóptero; también la de salir a Túnez, a 60 km de Zuara, y acceder de nuevo a Libia por el paso de frontera de Wazzin, en las montañas. Puede parecer exagerado, pero se antoja como la opción más prudente si tenemos en cuenta que la ruta directa atraviesa zonas gestionadas por leales a Gadafi, milicias afines al Gobierno de Tobruk -uno de los tres que hay en Libia-, o simples bandas criminales. Contra todo pronóstico, se opta por no dar ningún rodeo.
“Irá un coche delante del nuestro”, revela Ben Khalifa, quitándole hierro al asunto.
El águila en el escudo de la milicia local del pueblo árabe de Jmeil es la de Gadafi
A apenas 15 kilómetros al sur, los restos de una furgoneta calcinada en el arcén nos indican que estamos a punto de entrar en Jmeil, uno de los pueblos en el arco de localidades árabes que rodea Zuara. Son los “colonos” que Gadafi instaló para diluir el único enclave amazigh en la costa de Libia. El águila en el escudo de la milicia local es la de Gadafi, la de la Jamahiriya. Destaca también desde la boina roja del único guardia en el checkpoint. Aquí nadie se esconde su filiación; ni ellos, ni tampoco Ben Khalifa, un rostro muy conocido en Libia, y en un coche con matrícula de Zuara. Es la del número 5.
No obstante, en Jmeil no es fácil saber quién es quién. Las milicias locales, afines al Gobierno de Tobruk, se han enfrentado más de una vez entre sí por motivos que tienen más que ver con los beneficios del tráfico de combustible que con ideas políticas. Y tampoco es fácil saber qué queda del movimiento “gadafista”. Saif al Islam, segundo hijo de Gadafi y destinado a ocupar su lugar fue capturado en 2011 y presuntamente liberado en junio de 2017. A día de hoy se desconoce su paradero, y la falta de pruebas alimenta las sospechas de que habría sido ejecutado al poco de su arresto.
La mayor parte de cúpula del aparato militar de Gadafi se encuentra exiliada en Túnez y Egipto desde 2011, y muchos de los leales al antiguo régimen se agruparon bajo el paraguas del Gobierno de Tobruk, que cuenta hoy con el respaldo de Arabia Saudí, Emiratos, Egipto y Rusia, entre otros.
“Hemos hablado con el jefe de su milicia antes de salir y le habrá avisado de nuestra llegada”
En el otro bando, Turquía y Qatar llevan años apostando por el Gobierno de Tripoli (GNC) de orientación más islamista, que en 2015 cedió todos sus poderes a un nuevo cuerpo, el Gobierno del Acuerdo Nacional (GNA), reconocido por la ONU y Estados Unidos. Pero duró poco: en octubre de 2016, los antiguos dirigentes, encabezados por Khalifa Ghweil, recuperaron parte del poder durante una revuelta contra el GNA. Ahora mantienen una estructura en la sombra, con suficiente capacidad como para reconstruir el antiguo aeropuerto de Trípoli. Reciben apoyo de milicias de Tarhouna, Zawiya y Sabrata.
El miliciano nos deja pasar sin pedir ni pasaportes ni explicaciones. Ben Khalifa nos las da a continuación:
“Hemos hablado con el jefe de su milicia antes de salir y le habrá avisado de nuestra llegada”, dice el bereber. Cuando los árabes de Jmeil quieren cruzar a Túnez, o simplemente ir a la playa, hacen lo mismo. Ese es el trato.
Enemigos históricos
Una vez dejado atrás el arco de pueblos árabes, la carretera se pierde en un desierto que es propiedad exclusiva de los camellos: comen matorrales en mitad de la nada, se quejan desde traseras de pick ups a las que los han amarrado, o esperan pacientemente a que alguien retire sus cadáveres tras haber sido atropellados. “Son muy peligrosos”, avisa Ben Khalifa.
Pero el problema de zonas desérticas e inhóspitas como ésta no son los bichos ni las milicias, sino las bandas de criminales que te roban la cartera y el coche. El conductor insiste en no bajar de 200 –vamos en un BMW- mientras el copiloto envía continuamente nuestra localización de GPS a Zuara. Aquí no hay comandantes rivales con los que hacer tratos por teléfono.
Así llegamos a Wotya, un puesto especialmente sensible dado que alberga una base militar bajo control de la milicia de Zintan. Hablamos de un enclave árabe en las montañas libias donde los amazigh son mayoría. A estas alturas resulta redundante decir que ambos se odian, pero atravesamos el checkpoint sin problemas. Ben Khalifa se vuelve a explicar:
“El coche delante del nuestro lo conduce un tipo muy conocido de Jadu –aldea bereber vecina de Zintan-. Los árabes saben que si le tocan un pelo habrá represalias al momento”.
La posguerra acabó arrastrando a los árabes de las montañas hacia Warshafanas, Gadafas, Warfalas…
Zintan fue una de las primeras en unirse al levantamiento de 2011; no en vano, fue su milicia la que capturó a Saif y, siempre presuntamente, lo mantuvo encerrado hasta su liberación. Pero la resaca de la posguerra acabó arrastrando a los árabes de las montañas hacia Warshafanas, Gadafas, Warfalas o Magarhas, es decir, a unirse a aquellas tribus contra las que lucharon. El enemigo fueron siempre sus vecinos bereberes, o la poderosa Misrata. Fue esta última la que expulsó al Daesh de Sirte hace ahora un año, pero también la única capaz de desafiar el férreo control sobe Trípoli de Rada, la milicia salafista a sueldo del Gobierno respaldado por la ONU. No recurran a las claves sectarias de Siria o Iraq para intentar entender el conflicto en este rincón del Magreb: Libia es mucho más compleja.
“Carrera de fondo”
La carretera serpentea cuesta arriba, ya en las lindes de Jadu. La señalización trilingüe en tamazight, inglés y árabe nos recuerda que estamos en el bastión de roca de la principal minoría del país. Hoy recibe la visita de uno de sus hijos más ilustres.
Tras la ceremonia del reencuentro entre abrazos y litros de té, Ben Khalifa se sienta en una mesa que preside la sala donde se reúne el Consejo Local de Jadu.
“He venido a explicaros mi proyecto y a responder a vuestras preguntas; a todas”, adelanta el amazigh de la costa ante una treintena de hombres de la montaña. No hay ninguna mujer.
LIBO pide laicismo frente al “islamismo radical que asfixia al país” e igualdad de sexos
El partido se llama LIBO, que es el nombre de la tribu amazigh del que deriva hoy el de todo el país, “porque todos somos libios”. Ben Khalifa subraya que estaban listos desde 2013, pero que entonces no se daban las condiciones para hacer política. Las elecciones parlamentarias y presidenciales programadas para el año que viene son el desafío que LIBO afrontará con un programa revolucionario: laicismo frente al “islamismo radical que asfixia al país”; igualdad de sexos y reivindicación de las raíces norteafricanas protegiendo los derechos de las minorías –el nombre del partido está escrito en tamazigh, tubu y árabe.
Tras la presentación se abre el turno de preguntas:
“¿Es cierto que usted ha visitado Israel?”, pregunta alguien a través del teléfono de uno de los asistentes. Ben Khalifa tenía preparada la respuesta.
“Sí, y también Japón, y muchos otros sitios”
La siguiente es mucho más complicada: el líder de LIBO es un rostro muy vinculado a un movimiento, el amazigh, cuyo rechazo comparten los tres Gobiernos de Libia, cada uno con sus apoyos en el ruedo internacional. “¿Quién le apoya a usted?”, remata el asistente.
Ben Khalifa elude una respuesta directa y habla de una “carrera de fondo”, insistiendo en la importancia de reeducar a los libios sobre su propia identidad; “lo que ha hecho el PKK entre los kurdos durante décadas”, apuntilla.
El pasado 18 de noviembre, Ben Khalifa y los suyos volaban desde el aeropuerto de Zuara hasta Ubari. La principal localidad tuareg en el extremo sur del país congregó a miles de personas en torno a un festival de música con el que LIBO se presentaba oficialmente sobre la arena política libia. Las reacciones de los tres Gobiernos de Libia llegaron en cascada, entre ellas la Mahmud Jibril. El que fuera primer ministro interino del país tras la guerra de 2011, acusó a LIBO de “querer convertir a Libia en un país africano”.
La respuesta de Ben Khalifa estaba cantada:
“Libia es un país africano”.
“Tablas” en la partida libia
El pasado mes de septiembre, el enviado de la ONU a Libia, Ghassan Salame, hablaba de reconciliar facciones rivales, aprobar una nueva Constitución y convocar elecciones presidenciales y parlamentarias en 2018.
Al igual que Martin Kobler, su antecesor, Salame busca puntos de encuentro entre el Parlamento con sede en Tobruk –en el este de Libia-, alineado con el comandante militar Khalifa Haftar, y el Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA), con sede en Trípoli y que cuenta con el respaldo de la ONU.
Fayez al Serraj es el primer ministro de este último, pero tiene poco poder sobre las acciones de las milicias nominalmente bajo su control. Por el contrario, Haftar no tiene un papel político formal, pero ejerce un control mucho más efectivo sobre el este de Libia, y se reivindica como el “hombre fuerte que necesita el país”.
A pesar de las conversaciones, ambas facciones siguen buscando sin éxito extender su influencia en el campo contrario. El octubre pasado, aliados de Haftar tomaron el control de Sabratha –al oeste de Trípoli- con la excusa de luchar contra mafias del tráfico de personas. La respuesta del GNA fue contraatacar derrotando a aliados de Haftar en Warshafana, al sur de la capital. Una de las sorpresas fue que Zintan, aliada de Haftar, se unió al GNA en la lucha, debilitando considerablemente el impulso militar del este en el oeste.
Los acontecimientos recientes han demostrado que Haftar no puede garantizar la seguridad incluso en el territorio supuestamente bajo su control. Bengasi, la ciudad principal del este sufre niveles crecientes de ataques armados, secuestros y asesinatos. La situación se ve agravada por la incapacidad de Haftar para controlar a milicias aliadas, recientemente implicadas en masacres y crímenes de guerra.
En el oeste, la falta de control del GNA sobre las milicias involucradas en el contrabando o la actividad criminal continúa erosionando su legitimidad. También hay evidencia de masacres y torturas llevadas a cabo por milicias afines, incluyendo informes que hablan de ejecuciones sumarias de presos de Warshafana. Las presuntas subastas de esclavos que tienen lugar cerca de Trípoli tampoco ayudan.
La destreza militar de Haftar no le otorga un veto de facto en el entorno político cuando ni siquiera puede usarlo para consolidar el control territorial. Asimismo, la apuesta de Sarraj de usar la política para ejercer su autoridad se ha demostrado inútil. La única esperanza de desatascar este conflicto entre Trípoli y Tobruk es que el proceso político de la ONU proporcione una hoja de ruta hacia un proceso electoral legitimado por ambas partes.
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