El verdadero vencedor
Uri Avnery
28/04/18
En 1967, al quinto día de la Guerra de los Seis Días, publiqué una carta abierta al primer ministro, Levy Eshkol. El ejército israelí acababa de conquistar Cisjordania, Jerusalén Este y la Franja de Gaza, y yo proponía que Eshkol ofreciera inmediatamente a los palestinos que establecieran allí el Estado de Palestina a cambio de la paz con Israel.
Por entonces yo era diputado. Dos días después del fin de la guerra Eshkol me pidió que me reuniera con él en su despacho en el edificio de la Knesset.
Escuchó mi propuesta y a continuación me respondió con una sonrisa paternal: “Uri, ¿qué clase de comerciante es usted? En cualquier negociación, uno ofrece lo mínimo y exige lo máximo. Después se empieza a negociar y al final se llega a un acuerdo cerca del punto medio. ¿Pretende ofrecerlo todo incluso antes de empezar la negociación?”
Aduje débilmente que todo eso estaba muy bien para las negociaciones normales, pero no cuando lo que está en juego es el destino de las naciones.
Haim Zadok, ministro de Comercio y astuto abogado, no tardó en darme otra lección acerca de la mentalidad sionista. Le pregunté qué parte del recién ocupado territorio estaba el gobierno dispuesto a devolver. “Muy sencillo”, respondió. “Si es posible no devolveremos nada. Si nos presionan un poco, devolveremos una pequeña parte. Si nos presionan más devolveremos una parte mayor. Si nos presionan mucho lo devolveremos todo”. En aquellos tiempos “devolver” significaba devolver al rey de Jordania.
Nunca hubo verdadera presión, así que Israel se lo quedó todo.
Me acordé de este episodio el otro día cuando vi el segundo capítulo de la magnífica serie de televisión de Raviv Druckner sobre los primeros ministros de Israel. Levy Eshkol sucedió a Ben Gurión.
Druckner presenta a Eshkol como a un político amable e incompetente, una personalidad débil que ocupaba el cargo justamente cuando estalló la más crucial de las guerras que ha librado Israel, cuyas consecuencias han forjado su destino hasta hoy. El pequeño Estado de Israel se convirtió en una potencia regional, con enormes territorios ocupados al norte, al este y al oeste. Ciertos generales levantiscos avasallaron a Eshkol y lo obligaron a tomar decisiones contra su voluntad. Tanto fue así que la actual situación de Israel tiene un origen casi accidental.
Los hechos que Druckner presenta en su documental son rigurosamente ciertos y el capítulo, como el de Ben Gurión, revela mucha información desconocida hasta el momento, incluso para mí.
Pero en mi opinión, la caracterización que Druckner hace de Eshkol no es del todo exacta. Sin duda, Eshkol era una persona amigable, modesta y moderada, pero debajo de todo ello se hallaba el núcleo duro de sus irreductibles creencias sionistas.
Antes de ser nombrado primer ministro gracias al consenso general del Partido Laborista, cuando Ben Gurión se había vuelto intolerable y hubo que echarlo, Eshkol había estado a cargo de los asentamientos. Su obstinación por asentar judíos en tierras que eran propiedad de los árabes era inquebrantable.
Entre nosotros surgió una curiosa relación. Yo era el enfant terrible de la Knesset, una facción compuesta por un solo hombre en eterna oposición, odiado por el Partido Laborista en el gobierno. Mi escaño se encontraba justo debajo de la tribuna de oradores, lugar ideal para interrumpir al ponente siempre que me diera la gana.
Eshkol era un orador terrible, la pesadilla de los estenógrafos. Sus oraciones no tenían ni pies ni cabeza. Cuando lo interrumpía con uno de mis comentarios, perdía el hilo, se volvía hacia mí y me contestaba en tono amable para desesperación de sus colegas de bancada.
Pero yo no me hacía muchas ilusiones. Durante su gobierno la Knesset promulgó una ley claramente diseñada para provocar el cierre de mi revista semanal, odiada por el partido gobernante, lo cual me animó a presentarme a las elecciones al Parlamento.
Cuando estalló la crisis de Oriente Medio de 1967, Eshkol, que ostentaba los cargos de primer ministro y ministro de Defensa, no se decidía a atacar. Israel se encontraba amenazado por tres ejércitos árabes, y el apoyo estadounidense a un ataque israelí no estaba asegurado. La crisis duró tres semanas; la angustia de la población aumentaba día a día.
Eshkol no tenía aspecto de líder de tiempos de guerra. En el momento álgido de la crisis decidió pronunciar un discurso por la radio para levantar el ánimo de la nación. Tenía el texto preparado; de hecho, demasiado preparado. Un ayudante había cambiado varias palabras del manuscrito con la intención de mejorarlo. Eshkol las leyó entre vacilaciones. Su voz sonaba a indecisión. El pueblo lo sentenció inmediatamente: Eshkol debe dimitir, o por lo menos abandonar el Ministerio de Defensa.
Un grupo de mujeres que se hacían llamar Las Alegres Comadres de Windsor se manifestó por las calles, Eshkol cedió y Moshe Dayan pasó a ser ministro de Defensa.
El ejército, durante años magníficamente armado y entrenado por Eskhol, obtuvo una victoria aplastante. A pesar de su escasa contribución, Dayan, el fotogénico exgeneral de un solo ojo, se convirtió en el gran vencedor de la guerra y sex symbol de miles de mujeres en todo el mundo.
La crisis acabó con la dimensión pública de Eshkol. Si bien podría afirmarse que fue el verdadero vencedor de la guerra, la gloria se la llevaron aquellos glamurosos generales. Israel se transformó en un estado militarista, los generales en héroes nacionales; Dayan, que era un incompetente, en un mito.
Eshkol falleció repentinamente apenas dos años después de la guerra. Fueron dos años cruciales en los que hubo que lidiar con las inesperadas consecuencias del conflicto.
Nunca hubo un verdadero debate. Mis amigos y yo defendíamos la creación de un Estado Palestino, pero no fuimos capaces de recabar apoyo alguno, ni en Israel ni en ninguna otra parte. Cuando visité Washington DC, todo el mundo estaba absolutamente en contra. Tuvieron que pasar unos cuantos años para que la Unión Soviética, y con ella el Partido Comunista de Israel, dieran su beneplácito a la idea.
Uno de los argumentos en contra del establecimiento del Estado Palestino era que los “árabes de Cisjordania”, y que a nadie se ocurriera llamarlos palestinos, querían volver a formar parte de Jordania. Así que me dediqué a visitar a los líderes locales prominentes de Cisjordania. Al final de cada conversación les preguntaba a bocajarro: “Si tuviera usted la oportunidad de elegir entre retornar a la jurisdicción jordana o crear un Estado palestino, ¿qué elegiría?”. Todos y cada uno de ellos respondieron: “Un Estado palestino, por supuesto”.
Cuando mencioné el asunto durante un debate en la Knesset, Dayan, aún ministro de Defensa, me acusó de mentir. Cuando volví a hacerlo en un debate con el primer ministro, Eshkol se puso del lado de Dayan.
Pero entonces Eshkol hizo algo que solo él podía hacer: su consejero para asuntos árabes me convocó a una reunión. Nos encontramos en la cafetería de diputados en la Knesset. “El primer ministro me envía a averiguar en qué basa usted sus afirmaciones”, me dijo.
Le hablé de mis encuentros con los distintos líderes árabes de los territorios ocupados. Él redactó un meticuloso protocolo y lo resumió así: “Estoy de acuerdo en todos los puntos con el diputado Avnery. No obstante, ambos coincidimos en que un Estado palestino que no tenga por capital a Jerusalén Este es inviable. Dado que el gobierno ha decidido conservar Jerusalén Este en cualquier plan de paz, la idea de un estado palestino es irrelevante”. Hace poco he entregado este documento al Archivo Nacional.
La ultraderecha ya exigía por entonces la anexión de todo el territorio ocupado al Gran Israel, pero sus seguidores aún estaban lejos del poder y poca gente los tomaba en serio.
Solo quedaba la difusa “Opción Jordana”. La idea era devolver Cisjordania al rey Hussein a condición de que él nos cediera Jerusalén Este.
Era una locura cuyo origen era la absoluta ignorancia de la realidad árabe. El rey era un hachemita, pertenecía a la familia del profeta Mahoma. La idea de que entregara el tercer lugar más sagrado del islam, desde el cual el profeta había ascendido a los cielos, era completamente ridícula. Pero Eshkol y el resto de los ministros no sabían nada de asuntos árabes ni islámicos.
El documental de Druckner apenas menciona al único primer ministro que conocía a los árabes palestinos: Moshe Sharett.
Sharett fue el segundo primer ministro de Israel. Cuando Ben Gurión se decidió por fin a abdicar y mudarse al Néguev, el Partido Laborista puso en su lugar al Ministro de Asuntos Exteriores, Moshe Sharett. Ben Gurión tardó un año en darse cuenta de que en realidad sí quería seguir siendo primer ministro, así que regresó al Ministerio de Defensa y poco después volvía a estar al frente del gobierno.
Sharett era lo contrario de Ben Gurión prácticamente en todos los aspectos. No es casualidad que Druckner casi no lo mencione. Se le consideraba cobarde, débil e insignificante, y todo el mundo lo despreciaba. Por su parte, a Ben Gurión se le veía como una personalidad decidida, audaz e incluso osada.
Sin embargo, Sharett, que llegó a Palestina procedente de Ucrania en 1908, a la edad de doce años, había vivido dos años en barrios árabes. A diferencia de todos los demás primeros ministros, hablaba árabe, pensaba en árabe y entendía a los árabes. Incluso tenía un cierto aire arábigo, con su cuidado bigote.
Cuando Ben Gurión regresó de su autoimpuesto exilio en el Néguev, tenía la intención de invadir el Líbano, instalar un dictador cristiano y hacer que fuera el primer país árabe en firmar la paz con Israel. Sharett, que aún era primer ministro, pensaba que aquello era una estupidez. Sin embargo, no se atrevió a enfrentarse con Ben Gurión en público. Se fue a casa y le escribió una carta en la que detallaba punto por punto cada uno de los errores del plan, que finalmente fue descartado.
Una generación más tarde, Ariel Sharon, el niño bonito de Ben Gurión y a la sazón ministro de Defensa, puso en práctica dicho plan con exactamente las mismas consecuencias que Sharett había previsto en su carta. Sin embargo, tampoco aquello sirvió para resucitar su reputación.
Sharett era además una persona muy vanidosa. En cierta ocasión nos encontramos al pie de la montaña de Masada, al principio del escarpado sendero que lleva a la cumbre. Tardó una hora y cinco minutos, todo un logro para una persona de su edad. En mi revista informé por error que había tardado ciento cinco minutos. Se enfureció tanto que me envió una carta oficial exigiendo que corrigiera el dato y además me disculpara. Lo hice inmediatamente, por supuesto.
Sharett, amargado y desencantado, tuvo una muerte prematura. En mi opinión, se merecía un capítulo en la magnífica serie de Drucker.
© Uri Avnery | Publicado en Gush Shalom | 28 Abril 2017 | Traducción del inglés: Jacinto Pariente
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