Etgar Keret
Nada
M'Sur
El escritor en el barro
Cuando te regalan un traje nuevo, recién comprado en la tienda, tú tienes mucho cuidado de no mancharlo, no sudarlo, mantenerlo impecable, tal cual viene. Así describió Etgar Keret ((Ramat Gan, periferia de Tel Aviv, 1967) en una entrevista la actitud de escritores como Amos Oz o David Grossman, la primera generación de autores que escribieron en hebreo. Un idioma en el que entonces, en los sesenta, existía prácticamente un único libro de referencia, eso sí, de impacto apabullante: la Biblia. Y se nota, apunta Keret, no solo en la forma de mantener un registro de lenguaje alto, cuidado, épico, sino también en lo habitual que es derivar hacia la emoción dramática. Leer la Biblia no invita el cachondeo.
“Cuando a mí me regalaron mi traje, ya estaba un poco desgastado, así que me sentí a gusto para revolcarme en el barro con él”, resume Keret su uso del idioma hebreo, sus registros coloquiales, su jerga, si mirada escéptica y burlona, irrespetuosa, sobre cualquier aspecto de la sociedad, incluida la propa familia. Ahí están – ya en español – colecciones como La chica sobre la nevera (2006), Pizzería Kamikaze (2008), La chica sin cabeza (2011), De repente llaman a la puerta (2013), Los siete años de abundancia (2014) o Tuberías (2016), todos ellos publicadas en español en Siruela.
No todo en Keret es humor – la pieza cedida a M’Sur y primero publicado en la revista Caleta no es especialmente divertida – pero sí hay un afán de contar las cosas como son, sin florituras líricas. Y no es solo el idioma: el escritor es conocido por meterse en más de un berenjenal político, tanto en sus relatos como en sus guiones para televisión o sus columnas de opinión en la prensa. No es raro que le caigan tormentas de indignación e insultos por parte de la derecha sionista, y especialmente desde el ámbito de los colonos. Keret se lo toma con humor. Debatir, lanzar polémicas, estar en desacuerdo, es lo más judío que hay dice: los profetas se peleaban hasta con Dios.
[Ilya U. Topper]
Nada
Y ella amaba a un hombre hecho de nada. Unas pocas horas sin él, y lo echaba de menos con todo su cuerpo. Se quedaba sentada en su oficina rodeada de polietileno y hormigón y pensaba en él. Y cuando encendía el hervidor eléctrico en la pequeña cocina de la oficina, dejaba que el vapor le bañara el rostro e imaginaba que era él acariciándole las mejillas, los párpados, y anhelaba que el día acabara para subir las escaleras de su edificio, girar la llave en la cerradura y encontrarlo esperándola, en silencio y desnudo entre las sábanas de su cama vacía.
Nada en el mundo podría hacerla más feliz que hacerle el amor durante toda la noche, volver a saborear sus labios de nada, sentir que la emoción incontrolable lo atravesaba, que el vacío se extendía por todo su cuerpo. No era su primer hombre. Había habido muchos antes que él, que sudaban y gemían en su cama, que le hacían daño con sus abrazos, que le metían sus carnosas lenguas en la boca, hasta la garganta, casi asfixiándola. Hombres distintos, hechos de distintas materias: de carne y sangre, de miedos, de tarjetas de crédito de papá, de infidelidad, de pasión por otra… Pero eso era entonces. Ahora lo tenía a él. A veces, después de hacer el amor, caminaban por calles mojadas por la humedad de la noche. Unidos, hombro con hombro, desafiando al viento y a la lluvia como si fueran inmunes a su roce. Él ignoraba los comentarios de los que los rodeaban, y ella fingía que no los oía. Y ni los cotilleos ni las maldades conseguían rozar su mundo, igual que esas gotas de lluvia que caían.
Ella sabía que a sus padres les disgustaba su relación, aunque trataban de ocultárselo. En una ocasión, incluso oyó a su padre consolar a su madre en un cuchicheo: «Por lo menos no sale con uno de esos extranjeros, o con un yonqui». Por supuesto, se habrían sentido muy felices si en vez de con él, ella hubiera salido con un medico competente, o con un joven abogado. Los padres normalmente esperan enorgullecerse de sus hijas, y era difícil encontrar ese orgullo en un hombre hecho de nada, incluso si ese hombre procuraba la felicidad de su hija y llenaba su vida de sentido más que antes cualquier hombre hecho de materia.
Eran capaces de pasarse horas uno en brazos del otro sin decir una palabra, acostados en la cama desnudos sin que su amor ni su postura cambiasen. Y cuando el reloj la urgía a levantarse, ella estaba más que dispuesta a renunciar a su café de la mañana, a no lavarse la cara o cepillarse el pelo, sólo para pasar unos pocos momentos más con él. Y en cuanto bajaba las escaleras para dirigirse hacia la parada del autobús, hacia su lugar de trabajo, empezaba a contar los segundos que faltaban para volver a estar con él, para girar la llave en la cerradura y encontrarlo allí.
Se sentía segura en su relación. No tenía dudas ni preocupaciones. Tras haber sufrido tantas decepciones, sabía que esta relación nunca la traicionaría. ¿Qué podría decepcionarla cuando abriera la puerta? ¿Un apartamento vacío? ¿Un silencio cómodo? ¿Nada entre las sábanas arrugadas?···
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© Etgar Keret · 2014 · Traducción (de la versión en inglés): © Raquel Vicedo. Cedido por la editorial Siruela.