¿Quién puede deportar a un niño?
Carmen Rengel
Jerusalén | Septiembre 2010
Desde que el Ministerio del Interior de Israel cayó en manos del ultraortodoxo Shas, en una concesión histórica del primer ministro, Benjamin Netanyahu (del partido Likud), a su socio de gobierno, la política de extranjería en Israel se ha convertido en una verdadera caza al inmigrante. Hace apenas un año su titular, Eli Yishai, aseguraba que los extranjeros “traen muchas enfermedades, como tuberculosis, hepatitis, sarampión o sida” y, por tanto “son indeseables para el país”.
Entonces le preocupaba la salud física de su pueblo, pero ahora le atormenta su pureza de fe, su identidad judía, y por ahí sí que no pasa. Por eso, el pasado 1 de agosto convenció al Gobierno (13 votos contra 10) para aprobar la deportación de 400 niños nacidos en Israel de padres inmigrantes sin papeles, que también deberán abandonar el país.
Para evitar la deportación hay que haber vivido 5 años en Israel, hablar hebreo y tener padres con visado
La cifra, elevadísima, es “un favor”, dice el ministro, ya que inicialmente su deseo era el de expulsar a 1.200 menores. Los 800 salvados tienen la suerte de cumplir con las cinco condiciones impuestas por su gabinete. A saber: el niño debe haber estudiado durante el año pasado en el sistema escolar del Estado; debe estar alistado para el próximo año escolar en el primer grado o en uno superior; debe haber vivido durante cinco o más años consecutivos en Israel y, si no nació aquí, debe haber llegado al país antes de los 13 años. Además, el menor debe hablar hebreo, y sus padres debieron entrar en Israel con un visado legal. La deportación aguarda a que las familias presenten sus documentos y se decida quién debe irse y quién debe quedarse.
El plazo ya ha acabado pero el Gobierno aún no ha hecho pública su decisión final, más enredado ahora en las negociaciones directas de paz con la Autoridad Nacional Palestina y poco interesado en manchar su imagen interna con un tema que le está dando muchos quebraderos de cabeza y que le está granjeando numerosas críticas. Varios funcionarios indicaron a Associated Press que las deportaciones comenzarán, sin embargo, “en unas semanas”.
Críticas de la ONU
La avalancha de peticiones a Yishai para que dé marcha atrás a su propuesta ha tenido dos voces destacadas: la ONU y los supervivientes del holocausto. Desde Unicef reclamaron al Gobierno una “política migratoria humana” y los represaliados por el nazismo comparan el daño que sufrirán los niños con la expulsión —algunos tendrán que irse sin sus padres— con el de los pequeños “arrancados de brazos de sus padres y exiliados de su tierra” en la Segunda Guerra Mundial.
«¿Qué ha pasado con el corazón judío, la compasión y la moral judía?», pregunta una superviviente del Holocausto
«¿Qué ha pasado con el corazón judío y la compasión judía y la moral judía?», se preguntó en una carta abierta a la prensa Elie Wiesel, premio Nobel de la paz y sobreviviente de la Shoa. Desde el Ejecutivo, sin embargo, no hubo paso atrás. De hecho, Netanyahu amenazó con un plan “más duro y más dramático” si no se apoyaba el documento inicial. «Este no es el Estado de los judíos que yo conozco, uno que expulsa a niños», le reprochó el ministro de Industria, Benjamin Ben-Eliezer. La medida, pues, no es sólo decisión de los ultras del Shas, sino doctrina de Estado. “No queremos crear un incentivo para la afluencia de cientos de miles de trabajadores ilegales al país”, añadió Netanyahu.
El reproche, sin embargo, que más ríos de tinta ha desatado en Israel le vino a Netanyahu de su propia casa pues su esposa, Sarah, se ha involucrado con comunicados públicos contra su decisión aunque, eso sí, atacando como responsable a Yishai. El ministro se reafirma en su tesis. En una entrevista al Jerusalem Post la pasada semana insistía en que “se ha acabado la excursión de los extranjeros”. “Yo no quiero deportar a niños y embarazadas, pero ellos van a causar un gran daño al mantenimiento de la empresa sionista y eso no lo puedo permitir”, añadió.
A sus palabras sólo respondió el presidente de Israel, el laborista Simon Peres, quien superó su papel puramente ceremonial para afear al Gobierno su “desviación moral”. “Es inconcebible sacar a unos niños que se sienten parte de Israel y que hablan su idioma”, dijo.
Hace un decenio, Israel comenzó a traer trabajadores extranjeros en un esfuerzo por reducir su dependencia de mano de obra barata palestina. Ahora, decenas de miles de inmigrantes que ingresaron al país legalmente, pero cuyos visados están vencidos en la mitad de los casos, han desarrollado fuertes lazos en el país y no tienen intenciones de irse. El Ministerio del Interior afirma que hay 200.000 trabajadores inmigrantes en el país, la mayoría de África (Etiopía, Nigeria, Sudán), China y Filipinas.
Yoram Ida, profesora del departamento de Política Pública de la Universidad de Tel Aviv y autora de una investigación sobre trabajadores extranjeros en Israel, sostiene que estos empleados pagaron “importantes sumas de dinero por el derecho de trabajar aquí” y que el propio Gobierno “ha contribuido a esta situación de caos al no supervisar adecuadamente sus fronteras y al no tener una política de inmigración clara y coherente”.
Sobornos de empresarios
La profesora Ida recuerda que se han destapado hasta sobornos, que alcanzaron incluso al ex ministro Shlomo Benizri, del Shas, condenado a cuatro años por recibir dinero de empresarios que le pedían, bajo cuerda, que les dejara meter en el país a extranjeros que hicieran el trabajo que los israelíes no querían “y a un precio mucho menor”. “Los pequeños no tienen que pagar el precio de la rendición de los sucesivos gobiernos israelíes a las empresas que necesitan mano de obra y trabajadores”, añade la investigadora, que ha recibido amenazas anónimas desde que desveló su tesis.
A los israelíes el caso de estos 400 niños les ha tocado la fibra sensible y, mayoritariamente, se han posicionado en contra de su deportación. Sólo en Tel Aviv se han llevado a cabo tres manifestaciones masivas (10.000 personas en Israel es una cifra importante) en las que se denunciaba una violación “básica” de los derechos de los menores. Como explica Ron Levcovith, profesor voluntario de niños extranjeros, “el Gobierno se está refiriendo a los niños como ilegales, cuando los niños ilegales no existen”.
Y es que, por ejemplo, el artículo 3 de la Declaración de Derechos del Niño, cita, afirma que “el niño tiene derecho desde su nacimiento a un nombre y a una nacionalidad” y aquí “se la están robando”; el 6 sostiene que “deberá crecer al amparo y bajo la responsabilidad de sus padres”, y aquí se está planteando “incluso la separación de familias” y se obvian, denuncia Levcovith, sus derechos esenciales a tener educación y atención sanitaria allá donde han nacido, “de donde son”.
Algunos empresarios alimentaron la llegada de inmigrantes como mano de obra barata
“Son israelíes de nacimiento, como mis dos hijos, aunque eso no le guste al Gobierno. Si regresan a Camboya o Pakistán, ¿tendrán esos derechos?”, se pregunta Rotem Ilan, miembro de la ONG Niños Israelíes creada por esta polémica. A su lado, Aliza Olmert, esposa del ex primer ministro Ehud Olmert (del partido Kadima) y reconocida militante izquierdista, asiente y grita las consignas de la manifestación en la plaza del Ayuntamiento de Tel Aviv, el lugar donde asesinaron a Isaac Rabin.
Cerca de allí se encuentra Shasha, una niña etíope de cuatro años. Está en carne y hueso y en papel acharolado, porque Shasha es una de las pequeñas que protagoniza la campaña ideada por varias ONG y movimientos ciudadanos para denunciar el plan del Gobierno. Un sello de “deportada” mancha su fotografía, ensombrece su sonrisa tímida. La niña es hija de inmigrantes sin papeles. Su padre trabaja como albañil y su madre atiende la casa donde viven con dos hijos más, mellizos, de apenas tres meses.
Ninguno de los niños de la familia Oggi podrá quedarse en el país según los parámetros del ministerio. Y eso que todos han nacido en Tel Aviv, que van a guarderías de la ciudad, y que, en el caso de Shasha, tiene el hebreo por lengua natural y a niños judíos por amigos de recreo.
A unos metros, en los talleres educativos que rodean la protesta, una madre y su hijo repasan las fichas del alfabeto hebreo, el ábaco, el calendario judío. Es su manera de protestar, demostrando su empeño en integrarse en la sociedad israelí y en ser uno más, ciudadanos de pleno derecho. La madre, mezcla de nigeriano y sudanesa, ya no quiere usar su nombre original, Lubna, ni quiere oír hablar de su pasado musulmán. “Llámame Miriam”, insiste.
Atiende, paciente, al niño, que juega a su lado. Se entiende a la perfección con los chavales israelíes que se le acercan, habla en hebreo con ellos, ríe con sus bromas, comparte gustos y canciones, tiene los mismos fallos en la ortografía. Pero dice el ministro Yishai que no es israelí. Ese niño, por cierto, se llama Eli. En pocos días se sabrá si también se ve obligado a dejar su país.