Selvedin Avdić
Siete miedos
M'Sur
El cazafantasmas
Su fama de fantasmagórico lo precede. Desde su foto en las redes sociales, Selvedin Avdic (Zenica, Bosnia, 1969) tampoco parece querer desmentirla. Ni desde el título del primer libro con el que salió al mercado: Inquilinos y otros fantasmas (2004). Ni desde el de su primera novela, Siete miedos (2009), recientemente traducida al español por Sajalín Editores y ya en librerías. Ni desde las primeras páginas de esta obra: su protagonista (en primera persona) afirma que cree, además, en los “vampiros, hombres lobo, espectros, hadas, brujas, genios, magos, astrólogos, ogros, enanos, ángeles y arcángeles, dragones, monstruos; en Satanás, Lucifer, Iblís, Behemoth, Belcebú, Astaroth, Gabriel, Azrael, Asmodeo; en el Santo Grial, en sirenas, sátiros, unicornios, centauros, minotauros, todo el fantástico parque zoológico de Borges, en el monstruo Mrakonja, el golem, el hombre del saco, en Baba Yagá…»
Paro aquí, pero les puedo asegurar que la lista continúa otra media página antes de que el narrador se recoge y aparece otra vez Mirna, aquella chica de pelo negro corto y un cuerpo preciso. Alguien que se halla “como en un fotomontaje” en la habitación de un nombre que hace nueve meses se quedó sin su mujer (se fue) y desde entonces no se ha vuelto a levantar de la cama. Hasta el arranque de la novela.
Pero esto no es fantasmagórico, no. Esto es aún realismo, un poco sucio como la nieve que cae sobre Bosnia. Nos tememos que lo verdadero, es decir lo irreal, empezará en estos recuerdos de la guerra que se avecinan. Porque una guerra deja poco espacio a la realidad. “Todo desaparecía con mucha facilidad en aquellos tiempos: la gente, las tradiciones, los objetos, las costumbres, muchas palabras…”
Sigan leyendo. Ignoro si caerán en algún vórtice, pero valdrá la pena probar.
[Ilya U. Topper]
Siete miedos
No sé a quién me dirijo, no puedo elegir… Quizá es mejor así, porque nunca en mi vida he sabido elegir entre todas las posibilidades. Que decida el azar. Espero que no me toque algún cínico asqueroso.
La historia, que quiero contar de la mejor manera posible, empieza el 7 de marzo de 2005. Aquel día salió en la primera plana del periódico Oslobođenje la fotografía de un trabajador que limpiaba enormes montones de nieve en una calle de Sarajevo. En la misma edición, en la página 4 se publicó una fotografía del pueblo de Ljute, en el monte Treskavica. En la foto descolorida, los tejados de las casas asomaban entre los rimeros de nieve y el titular informaba de que estos alcanzaban incluso los siete metros.
Durante casi todo el invierno, la niebla y la lluvia se estuvieron alternando. A comienzos de marzo, la nieve empezó a caer a mansalva. Los copos, que eran pequeños y redondos como bolitas de espuma de poliestireno, pero pertinaces, cayeron durante días. Al principio los niños de la ciudad disfrutaban de la nieve. Convirtieron todas las cuestas en toboganes y los trineos derrapaban por las calles hasta bien entrada la noche. Pero pronto se hartaron, de modo que ese marzo debería recordarse también porque la nieve logró aburrir incluso a los niños. Cuando los últimos trineos abandonaron las calles, la nieve se convirtió solo en una molestia.
Los acontecimientos no son antiguos, por lo que recuerdo bastante bien los detalles. Me esforzaré para transmitirlos de manera exacta, porque, ante todo, va en mi propio interés. Quizá no consiga reproducir algunos diálogos con precisión, es comprensible, pero sí intentaré reconstruirlos de la forma más fiel. Son valiosos para el curso de la historia. También seré completamente sincero; las mentiras son atractivas, pero demasiado caras. No estoy citando, hablo por propia experiencia.
Empezaré la historia como sigue.
Pasé nueve meses en la cama. No estaba enfermo, me sentía bien. Físicamente, quiero decir. O al menos no mucho peor que de costumbre… Simplemente, no lograba encontrar un motivo lo bastante sólido para abandonar la cama. Podía quedarme horas tumbado bocarriba y observar cómo un rayo de sol se abría paso a través de una rendija de la persiana. Oía el borboteo en las cañerías, las voces del vecindario ahogadas en las paredes, el chirrido del mecanismo del ascensor, las patas de las palomas que se deslizaban por el alféizar chapado de la ventana… Miraba fijamente al techo, comía pastas de té migadas en agua… Dormía… Y eso era todo. Era todo lo que hacía y quería hacer en aquellos días. No era feliz. Más adelante explicaré por qué. Por el momento, para no dejar partes sin esclarecer nada más comenzar la historia, mencionaré que, después de diez años de matrimonio, me había abandonado la mujer de la que yo pensaba que nunca podría imaginarse una vida sin mí. Confieso inmediatamente —en esta historia no hay lugar para mentiras— que soy el único culpable de su marcha.
La noche entre el 6 y el 7 de marzo, de repente y sin un motivo comprensible para mí, decidí que había llegado la hora de dejar la cama. El 7 de marzo de 2005, un lunes, regresé al mundo de los vivos. Al oír el primer timbre del despertador abrí los ojos, exactamente a las siete en punto. Me lavé la cara, me cepillé los dientes, incluso hice unos ejercicios de gimnasia matutina, cuatro flexiones a causa de las cuales experimenté un mareo y náuseas en el estómago. Encendí el primer cigarrillo. Oscar Wilde, si no recuerdo mal, dijo que los cigarrillos son las antorchas de la autoconciencia y que con su ayuda él se retiraba a la esfera de las emociones íntimas. Para mí, los cigarrillos son una mala costumbre, una droga que no te aturde y, quizá, un calmante suave. Además, con un cigarrillo no estoy solo, como afirma un anuncio antiguo. Con semejante compañía entre los dientes me lancé a mi primera aventura. No es necesario explicar que estaba nervioso, asustado, inseguro. Pero había llegado la hora de los cambios. Me arrebujé en el abrigo y salí. Quería comenzar la mañana con el periódico, leer todo lo que me había perdido en los últimos nueve meses, cómo se había agitado el mundo alrededor de mi cama. Un viento ligero arremolinaba los copos pequeños en el aire. Unos cuantos se metieron por el cuello de mi abrigo. No eran desagradables. Agarré el Oslobođenje, velozmente para que la vendedora no entablase una conversación, dejé el cambio y me arrastré hasta mi piso. Puse el recipiente para el café en el fuego y encendí la radio. «El grupo musical Rolling Stones tocará esta mañana para ustedes la composición Street Fighting Man o El luchador callejero, cuya grabación de sonido se llevó a cabo ya en el lejano 1968.» La voz de la locutora era seria, casi sonaba conmovida, como si leyera la noticia de una muerte importante. Este anuncio despertó en mí un sosiego que hacía muchos años que no había tenido, una sensación de paz anticuada, una seguridad que olía a infancia. Hacía tiempo que no me había invadido semejante sentimiento. Me estiré e intenté respirarlo a pleno pulmón, sentirlo con el olfato, memorizarlo bien y conservarlo.
Tomaba café, escuchaba la grabación y observaba por la ventana a la gente que se abría paso a través de la nieve, la cual había aumentado tres palmos más durante la noche. Por encima de los transeúntes daba vueltas una bandada de mansas palomas blancas. Abrí el periódico. En la parte superior de la segunda página ponía que los equipos de la Comisión Federal para la Búsqueda de Desaparecidos de 1995 habían hallado 363 fosas comunes y exhumado 13.915 víctimas. En la página cinco el Servicio Epidemiológico del Instituto Federal de Salud Pública avisaba de que el mal tiempo aumenta el riesgo de enfermedades infecciosas, particularmente de las «caprichosas infecciones respiratorias y meningocócicas, y algunas más, como ictericia, tifus estomacal y disentería». En las páginas dedicadas a las noticias internacionales, la reportera del periódico italiano Il Manifesto, Giuliana Sgrena, describía cómo la habían liberado de su cautiverio iraquí y acusaba a los soldados americanos de haber disparado contra su coche. Italia entera, según el corresponsal del Oslobođenje en Roma, lloraba al agente del servicio secreto italiano Nicola Calipari, asesinado por una patrulla americana. Vladimir Putin preparaba los actos de la conmemoración del Día de la Victoria sobre el Fascismo, Jacques Chirac prometía apoyar el autogobierno palestino y el boxeador Mike Tyson había cantado en el Festival de San Remo una versión de la canción New York, New York. En la programación de televisión, los espectadores podían elegir entre tres películas: una de acción, Compromiso de sangre; un melodrama, Esa clase de amor; y el drama biográfico Frida.
Mientras cavilaba sobre qué género cinematográfico correspondería al día de la vuelta a la vida, oí que alguien llamaba a la puerta, tres veces, tímidamente. Pensé que no había oído bien, porque nadie había llamado tan temprano a mi puerta desde hacía siglos. Tres toques más, y luego el timbre. Me levanté de la silla, me dirigí a la puerta y me detuve… En el espejo me encontré una figura triste, arrugada y pálida. Llevaba unos pantalones deformados llenos de suntuosas manchas relucientes y una camiseta verde de antes de la guerra con el emblema en grande de la fábrica Mahnjača en el pecho. Pensé que estaría bien cambiarme de ropa, pero para ser la primera mañana ya había habido suficientes cambios en mi vida.
En la puerta estaba Mirna. Lozana y sonriente. A mi espalda, mi piso inhóspito se abría como la boca de un coloso con los dientes podridos.
—Buenos días. No habré venido demasiado pronto, ¿verdad?
Tan solo entonces me acordé. Me acordé de que tal vez había tenido un motivo más para levantarme. La noche anterior había hablado por teléfono con Mirna. Su llamada me había despertado, yo estaba adormilado y por lo tanto no recordaba de qué habíamos hablado. Quería terminar cuanto antes la conversación y volver a la cama. Supongo que dijo que quería verme o algo parecido, porque estaba en la puerta con una sonrisa amplia.
—Parece que he venido en mal momento.
Me subí los pantalones por encima de las caderas, recorrí la habitación con la mirada y contesté:
—Pues creo que sí. Por favor, ¿puedes volver dentro de una hora?
Mi voz, recién despertada del largo silencio, era ronca, áspera y cavernosa. No obstante, ella la entendió, sonrió de nuevo, asintió con la cabeza y se marchó escaleras abajo.
Pensaba utilizar la hora que le había arrancado para arreglar la casa, aunque dudaba de que fuera a volver. Yo no lo haría… Yo no volvería si me esperara una persona que tuviera mi aspecto, pensara, se comportara y viviera como yo. Ese era mi razonamiento y estaba firmemente convencido de ello, así que volví a sentarme en la silla. Porque, ya lo he dicho, no era feliz en aquella época. En absoluto…
Intenté recordar la conversación telefónica con Mirna, pero sin éxito. La conocía superficialmente, de los tiempos de antes de la guerra; en aquella época conocía de esa forma a muchas personas. Habíamos charlado un par de veces. Le gustaba la pintura y creo que conversamos principalmente sobre ese tema. No sé cómo pude hacerlo, porque no soy ningún experto en la materia. Supongo que las personas con las que trataba sabían todavía menos, porque recibían con entusiasmo cualquiera de mis observaciones o débiles conclusiones. Luego, durante la guerra, desapareció. Ni siquiera me di cuenta de cuándo se marchó. Todo desaparecía con mucha facilidad en aquellos tiempos: la gente, las tradiciones, los objetos, las costumbres, muchas palabras… Cambiaba la ciudad, casi por completo… No me había costado demasiado habituarme a la partida de las personas, igual que había aceptado con normalidad el fenómeno de la falta de alimentos, de agua, de luz eléctrica… ¿Que el paté Čoka desaparecía de mi vida? Entonces me daba cuenta de que también había desaparecido un amigo que adoraba esa marca.
El timbre de la puerta… Así que estaba equivocado, ha vuelto, pensé, y lamenté no haber empujado a un rincón al menos los calcetines viejos y los platos sucios. Sin embargo, el que estaba en la puerta era Ekrem, conserje en el rascacielos y taxista en la calle. Sujetaba en la mano un gran cuaderno con las páginas cruzadas por tablas.
—¿Has madrugado, vecino? Vengo por el pago para la mujer de la limpieza, ya sabes que el día siete de cada mes recogemos el dinero de los inquilinos. ¡Tú, qué quieres que te diga, nos debes nueve meses!
Me di la vuelta para coger el monedero del bolsillo del abrigo. Sabía que Ekrem aprovechaba ese momento para estirar el cuello e inspeccionar el piso. Lo hacía siempre, por lo que las amas de casa tenían mucho cuidado de limpiar un poco antes de su visita. Cuando me volví, retrocedió rápidamente un paso, sonrió y señaló con la barbilla hacia su gorda barriga.
—¿Te gusta el jersey, vecino?
El jersey de lana, con un ciervo estilizado que bramaba a la luna, se tensaba sobre su panza. Asentí con la cabeza.
—Mi recompensa por ser buen follador —me informó muy satisfecho de sí mismo.
También lo sabía… Se jactaba de que su ex mujer seguía enviándole regalos desde el extranjero, a pesar de que se había casado otra vez, con un jubilado alemán. Supuestamente, explicaba Ekrem, le compraba regalos en agradecimiento por las noches desenfrenadas y en honor a su fenomenal habilidad sexual.
—Y a ti, ¿qué tal se te da? O ¿mejor no pregunto?
Asentí de nuevo con la cabeza y le di el dinero. Me hizo un guiño y me tendió el cuaderno para que firmara. Cerré y oí que llamaba a la puerta de enfrente: «¿Has madrugado, vecino, te gusta mi jersey?».
A pesar de todo, decidí arreglar un poco el piso. Por si acaso Mirna volvía. No me esforcé demasiado, solo retiré los calcetines y los platos. No tenía fuerzas para nada más. Regresé a la silla y esperé…
Miré por la ventana. Fuera, un hombre y una mujer jugaban en la nieve con una niña. El hombre se tapaba los ojos con las manos y ellas dos, entre risitas, buscaban un escondite. Lo encontraron en una pequeña cueva ahuecada en la nieve. El hombre abrió los ojos, se puso a cuatro patas y empezó a husmear sus pisadas. Con sus grandes bigotes barría la nieve a su paso. Cuando las huellas lo llevaron hasta el escondite, ladró en voz alta. Dio una voltereta hacia delante y rodó dentro. Tras él, con un chirrido más fuerte de lo debido, se cerró una pequeña puerta de nieve. Una bandada de palomas blancas volaba en círculos sobre ellos, cada vez más rápido, hasta convertirse en un disco brillante. El disco se transformó en una flecha que por unos instantes se quedó inmóvil en el cielo, luego enfiló hacia la tierra en picado con un silbido. Cuando las aves, como grandes dardos, se clavaron a ráfagas en la nieve, la radio a mi espalda emitió un toque militar y el timbre de la puerta empezó a atronar. Me alisé el pelo y apreté el picaporte.
En la puerta había un hombre con grandes ojos sanguinolentos, los más grandes que jamás había visto. Me decía algo, pero, por mucho que me esforzaba, yo no lo entendía. Los labios pequeños se movían como lombrices en el fango y repetían, al parecer, siempre las mismas palabras. Yo le decía que repitiera, que no oía nada. No me escuchaba, tapado por los ojos enormes que no me permitían verle el resto de la cara. Las pupilas oscuras nadaban en sangre. Reflejaban claramente mi rostro asustado meciéndose en su interior. Sus labios se movían cada vez a más velocidad, tal vez gritaba. No estoy seguro… Entonces desperté.
La oscuridad dibujaba ya largas sombras en la nieve. El reloj indicaba que había dormido toda la tarde. No era nada extraño. En aquella época podía dormir sin cesar. Bastaba que me sentara y extendiera las piernas, y mi mirada se enturbiaba. Por más que dormía seguía teniendo sueño. Ya estaba bien de dormir. Fui al baño con la firme decisión de lavarme la cara. Abrí el grifo y clavé la mirada en el chorro. Era maravilloso, reluciente, fresco. Podía mirarlo durante horas. Es lo que hice.
Mirna no vino aquel día. Yo esperaba en la silla y miraba absorto por la ventana… La nieve seguía cayendo, como si quisiera parar la vida de la ciudad. Pero no lo conseguía. Los transeúntes la pisaban pertinaces. Pasaban debajo de la ventana y creaban sendas que se multiplicaban y entrecruzaban alocadamente, sin ningún orden. A duras penas se podía encontrar un trozo que no hubiera pisado alguien. Para tocar la nieve reciente había que levantarse muy temprano, antes que los demás, de lo contrario no tenía sentido salir, todo se podía contemplar desde la ventana. Logré ver qué ventana del rascacielos vecino se iluminó primero. Luego vi la mitad de una película (elegí la romántica) y ojeé dos o tres páginas de un libro. No recuerdo cuál, pero recuerdo que pensé que era suficiente para empezar mi vuelta a la vida. Y luego me dormí por fin.
·
Al día siguiente, alrededor del mediodía, con una gran taza de café, estaba otra vez junto a la ventana. En la radio, un cocinero explicaba cómo se hacía el pescado en la barbacoa —«para un grosor de tres centímetros se necesitan diez minutos»— o algo parecido. En la calle, las mujeres llevaban ramos de flores. Todas, sin excepción, tenían uno y lo blandían como un trofeo o una batuta. Sonó el timbre de la puerta. Allí estaba Mirna, con una sonrisa aún mayor que la del día anterior.
—Hoy tienes que dejarme entrar. Al fin y al cabo, es el Día de la Mujer.
En efecto, era el 8 de marzo… Entró, y yo me puse muy nervioso. Recuerdo que no conseguía acordarme de cómo había que agasajar a una mujer que se presenta inesperadamente en tu casa. Le ofrecí un café, pero lo rechazó, quitándome así la única idea que había tenido. Me senté en la silla con las manos en el regazo. Pero, incluso tan confuso, disfruté mientras la observaba sentada en la cocina.
Quizá este es el momento adecuado para describirles a Mirna. Estaría bien si pudiera encontrar una mujer famosa con la que compararla, pero no se me ocurre ninguna. De cabello negro, muy corto, casi como lo exigía el reglamento del Ejército Popular Yugoslavo. Se puede decir que era baja, con algún kilo de más y unos labios gruesos que tal vez le habrían quedado mejor a un rostro más grande. Los ojos eran negros, con una bola de luz en el centro, y la sonrisa era lo más bello de ella, sincera, afectuosa, dispuesta a mostrarse a la más mínima ocasión. Semejantes sonrisas pueden ser un bálsamo. La sonrisa convertía a Mirna en una mujer guapa, pero no era más bella que mi esposa. (Comparo a todas las mujeres con la mía, aunque se haya fugado. Igual que los fanáticos religiosos ven en cada mancha el rostro del profeta, yo reconocía a la mía en todas las mujeres.)
En aquel momento me vino a la cabeza cómo describirla mejor: Mirna era nítida, con unas líneas de cuerpo y de rostro precisas, como si en mi cocina se encontrara un fotomontaje. No sé cuánto tiempo estuve mirándola, pero, al parecer, a ella no le molestó. No hablaba, solo sonreía. No le importaba el silencio, y a mí me volvía loco. Y, no obstante, no hice nada para interrumpirlo, incluso lo fomenté; empecé a ver el piso con sus ojos y llegué enseguida a la conclusión de que en absoluto podía gustarle. Todo estaba cubierto de polvo; si se hubiera podido sacudir la habitación, las gruesas motas de polvo habrían creado una tormenta como la nieve que cae cuando se agitan las pequeñas bolas de cristal. Ningún objeto del piso tenía brillo, todos los colores eran apagados, ni la luz matutina surtía efecto, como si la lóbrega habitación la absorbiera. Pero no podía descorrer las cortinas, temía que una luz más fuerte revelara cosas todavía peores. Me levanté de la silla, sonreí con laxitud en lugar de explicarme y abrí la ventana para eliminar al menos el tufo de tabaco, de sudor y de oxígeno consumido… El olor de la soledad. Luego pensé que la música podría ser de gran ayuda. Cambia con facilidad el ambiente en cualquier estancia. Hagan ustedes un experimento si no lo creen. En un cuarto completamente vacío dejen sonar diferentes tipos de música y verán cómo se mueven las sombras, cómo se agita el aire, cómo la luz cambia de matices… El espacio se adapta a la música, como la escenografía en los actos teatrales.*) No existe un silencio absoluto. No existe. Al menos no en este mundo, quizá en el cosmos o en las entrañas de la tierra. Donde hace frío y reina la oscuridad. Puse un CD. No consigo acordarme de cuál…*) Creo que sonaba una trompeta lenta.
Es lo que suelo poner cuando estoy nervioso. Y en aquel momento, si mal no lo recuerdo, estaba bastante nervioso.
Ella esperó pacientemente a que yo acabara mis preparativos. Regresé a la mesa y de repente empezamos a conversar. Como si por casualidad hubiéramos sintonizado la misma frecuencia. Ella hablaba de Suecia, de las amplias bibliotecas en las que colocan los libros como esculturas, presumía de que también podía pasear en invierno con la cabeza mojada sin resfriarse, y luego me contó la historia del animal más nervioso del mundo: el glotón, que no puede aguantar a otro glotón en un área de cien kilómetros cuadrados… Yo no hablé mucho, por lo general en las pausas entre sus frases comentaba que aquí las cosas eran muy diferentes a como eran antes de la guerra y, sin embargo, de alguna forma seguía todo igual, aunque, por supuesto, muy distinto a como era en Suecia.
Charlamos largo y tendido, tal vez durante más de dos horas, yo esperando a que ella por fin mencionara el motivo de su visita mientras que ella, según mi impresión, retrasaba ese momento conscientemente sacando enseguida el siguiente tema para rellenar cada trocito de silencio. Contaba que en Suecia evitaba a las personas de nuestras tierras, que allí estaban repartidas en clubes nacionales en los cuales se abrazaban cuando sonaba la música turbofolk y peleaban al son de las canciones nacionalistas.
De repente me preguntó:
—¿Te acuerdas de mi padre?
Naturalmente que me acordaba de Aleksa, éramos amigos.
Lo conocía a él mejor que a ella.
Asentí con la cabeza, y ella planteó una nueva pregunta:
—¿Bebía mucho?
Hice memoria, Aleksa bebía más de lo que era recomendable para su reputación. Justo antes de empezar la guerra, cuando la catástrofe ya podía intuirse, su sed empezó a crecer. Al principio la escondía. Entraba en el bar, apresuradamente, con aire de estar muy ocupado, saludaba con una pequeña inclinación de cabeza a los parroquianos y pedía un orujo doble. En cuanto la camarera le ponía la copa en la mesa y el vidrio chocaba contra la madera, Aleksa la agarraba, se echaba de un trago el alcohol a la garganta, depositaba con un golpe la copa en la barra y salía. Esta vez sin saludar. Todo en unos pocos segundos, clin-glub-cloc y fuera. Más tarde nos enteramos de que repetía el mismo ritual en una larga serie de bares. En cuanto salía del primero, cruzaba la calle hasta el siguiente, y luego bajaba al bulevar, entraba en los locales de aquella zona, acudía al desértico bar del hotel, de allí pasaba al bar de la estación de autobuses, luego a la pequeña tasca, donde se calentaban los taxistas, de allí a dos o tres bares más, donde por la noche zumbaban las fiestas tecno, y luego al club de los amantes de los animales pequeños, a continuación al café del teatro, a la pizzería, al billar-club, bajaba por la calle principal, tomaba otra copa en el quiosco de venta de alcohol, y se iba al restaurante autoservicio… Al cabo de dos horas y de haber cerrado el círculo, regresaba al primer bar. Desde la puerta resoplaba, como si quisiera dar la impresión de haber aguantado una dura jornada laboral. Saludaba en voz alta a los camareros y con cordialidad pedía un orujo doble que se tomaba lentamente y a pequeños sorbos, ya completamente borracho. Pronto descubrimos su costumbre, pero nadie se lo hacía ver. A su maniobra de apagar la sed salvaje la llamábamos La ruta del orujo de Aleksa. Durante la guerra no lo vi a menudo, pero dudo de que pudiera librarse fácilmente de un hábito tan fuerte.
No se lo dije a Mirna. Solo le mencioné que durante la guerra no había alcohol suficiente para que se pudiera «beber mucho».
—Aleksa pimplaba de vez en cuando, si se daba la ocasión. Como todos nosotros…
Tal cual se lo dije. Pensaba que esta respuesta la alegraría, pero no fue el caso. Le temblaron las aletas nasales. Le pregunté por qué le interesaba eso.
—Me interesa cualquier cosa que guarde relación con mi padre. Por eso he venido.
Respiró profundamente. Se serenó enseguida, permitió que el brillo le llenara los ojos y la sonrisa la cara y encontró un tema de su gusto. Creo que contó algo sobre cómo había visto en Estocolmo una exposición de los cuadros de Monet y que desde entonces era su pintor favorito. Le gustaba observar cómo la luz cambiaba las formas, dijo. Yo me limitaba a escucharla sin intervenir. Creo que ella tampoco lo esperaba.
Pensaba en Aleksa… Hice un rápido inventario de recuerdos. Se trataba de un buen hombre. Eso era, por supuesto, lo más importante… Se llamaba Aleksandar Ranković y no le gustaba. No quería que lo vincularan con el tristemente célebre jefe de la policía secreta que incluso se atrevió a espiar a Tito, por lo que inmediatamente después de presentarse, Aleksa Ranković, añadía: Aleksa, como el poeta Aleksa Šantić.Tenía un bigote que se afeitaba cada tres años, exactamente el primer día de primavera. Le gustaba tomar buen aguardiente casero de ciruela y, como rara vez se encuentra, bebía orujo por necesidad, y cerveza nunca, le provocaba depresión. Cuando el alcohol le ponía alegre, susurraba los Rubaiyat de Jayyam o canturreaba la antigua canción pop Mnogo značiš za moj život draga.*) Mientras tomaba una copita le gustaba hablar de los fragmentos eróticos de los libros de Skender Kulenović y Hamza Humo, y explicar por qué la forma de andar de las rubias de piernas largas y rodillas valgas era la más erótica. Y esto era todo… Todo lo que pude recordar… Mientras Mirna explicaba su recién adquirida pasión, yo pensaba en todas las cosas que no sabía de Aleksa: cómo se llamaba su mujer, si tenía hermanos, qué le daba miedo, si sus padres estaban vivos, cómo era cuando se enfadaba y qué lo enfurecía con mayor facilidad… Nunca lo había visitado, ni siquiera sabía dónde vivía. Nunca lo había visto llorar, nunca me había pedido ayuda, no sabía quién le caía bien y quién no en la redacción… Sí, también sabía lo siguiente…
Era un reportero radiofónico respetado. Sus reportajes recibían premios en los festivales de radio, y a los oyentes les gustaban sus historias de la vida corriente. Aleksa encontraba personajes interesantes en las fábricas, en los pueblos remotos, en los suburbios, en los barrios de las ciudades: modelistas que construían edificios renacentistas con cerillas, constructores de aviones biplanos a partir de basura, coleccionistas de mariposas raras, matrimonios con una decena de hijos que vivían en diez metros cuadrados, recopiladores de mitos, antiguas beldades, parapsicólogos, criminales reformados, milagreros profesionales, glotones inimaginables, poetastros fanáticos, célebres mujeriegos, carteristas, cazadores furtivos… Ustedes ya conocen ese tipo de reportajes, muchos periodistas prueban fortuna con ellos.
Los de Aleksa se diferenciaban de los demás porque él quería realmente a sus personajes. No los lisonjeaba ni tampoco, por Dios bendito, los ridiculizaba, conversaba con ellos mostrando verdadero interés por sus vidas, como si presentara a sus amigos. Los oyentes se dirigían a él con un «nuestro querido Aleksa», le escribían poemas, le enviaban felicitaciones de cumpleaños y de Año Nuevo, se interesaban por su salud… Creo que les gustaba también que Aleksa hablara en dialecto ekavo, probablemente su acento serbio les recordaba las populares series de televisión Bolji život y Vruć vetar,*) que transcurrían en Belgrado. Él disfrutaba de sus atenciones y se las devolvía con el mismo entusiasmo. Cuando empezó la guerra, dejó de grabar reportajes. Se creó una programación bélica, los refugiados llegaban a la ciudad, solo se emitían partes de guerra, testimonios de los crímenes, avisos sobre las restricciones de luz y cortes de agua. Ni siquiera había pronóstico del tiempo. No había espacio para «historias de gente corriente». En realidad, ya no había gente corriente.
Recuerdo que nada más comenzar la guerra, Aleksa hablaba mucho, pero ya no de una forma comedida. Antaño había utilizado las palabras con sumo cuidado, las sopesaba en la lengua, se esmeraba por encontrar la más adecuada, incluso en una conversación casual, lo que me gustaba mucho. Pero durante la guerra empezó a hablar muy deprisa, como si tuviera miedo de que alguien le fuera a cortar antes de que terminara su exposición. Insultaba a los partidos nacionalistas subrayando siempre que los del Partido Democrático Serbio eran los peores, que Karadžić y Mladić le habían destrozado la vida… En aquellos tiempos, todos querían dar su opinión y no tenían paciencia para las ajenas.
Esa verborrea no le duró mucho a Aleksa, de repente enmudeció, y por lo general escuchaba a los demás y asentía con la cabeza.
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Mirna hablaba… sin rastro del acento de Aleksa, de nuevo sobre Suecia, sobre la frialdad del viento y de la gente, sobre los cruceros de borrachera que navegaban los fines de semana, los túneles para ranas, los lagos y los bosques… Mientras hablaba no me miraba a los ojos, sino al punto entre las cejas, que a mí me hacía cosquillas. De repente se detuvo en mitad de una frase y dijo que debía irse. Mientras se ataba los cordones de las zapatillas en el pasillo, vi que tenía el pelo de la nuca húmedo de sudor.*) Apretó el lazo de los cordones, se colocó bien las perneras del pantalón y dijo:
—Mi padre buscaba fantasmas.
Levantó la vista y me preguntó:
—¿Tú crees en los fantasmas?
Me quedé desconcertado, no se esperan semejantes preguntas en mañanas invernales. Tal vez alrededor de medianoche… No aguardó una respuesta. Tenía otra pregunta: «¿Puedo venir también mañana?». De nuevo no aguardó la respuesta, se fue por las escaleras.
No fue hasta más tarde que pensé que le debería haber dicho que no solo creo en fantasmas, sino también en vampiros, hombres lobo, espectros, hadas, brujas, genios, magos, astrólogos, ogros, enanos, ángeles y arcángeles, dragones, monstruos; creo en Satanás, Lucifer, Iblís, Behemoth, Belcebú, Astaroth, Gabriel, Azrael, Asmodeo; en el Santo Grial, en sirenas, sátiros, unicornios, centauros, minotauros, todo el fantástico parque zoológico de Borges, en el monstruo Mrakonja, el golem, el hombre del saco, en Baba Yagá… Debería haber añadido que también creo en la vida en el más allá, en el edén y en el paraíso, en la gehena y en el infierno, en los siete cielos aztecas, el Valhalla, el Ragnarök, las eternas praderas de caza, en el Hades, en los cuadros del Bosco… Igual que no dudo de la utilidad de los rituales de los derviches, el exorcismo, el espiritismo, la alquimia, los amuletos de los hoyas, la cábala, las penitencias, el vertido de plomo líquido al agua para curar, la adivinación mediante las habas, las cucharas, los posos de café, las entrañas de animales, la palma de la mano… Que me creo todos los trucos de magia, la levitación, el corte de mujeres en dos mitades, la materialización de una camada de conejos de un sombrero, la hipnosis masiva, la sugestión… Y en particular, con todo mi corazón, toda mi alma y el poco sentido común que me queda, creo en la reencarnación.
Si no creyera en la reencarnación, en una nueva oportunidad, estoy convencido de que la depresión me asfixiaría. Porque, ya lo he dicho, la vida me parece muy dura desde que vivo solo y he comprendido que nunca nada será tan bello como antes. Que no existe psicología, consejo, tentación, hechizo, magia negra, que puedan hacer que vuelva a ser feliz con mi mujer. Pero por ahora basta de este asunto, momentáneamente no soy capaz de explicarlo bien. Aunque prometo contarlo antes de que acabe la historia. Cuando me prepare un poco mejor.
* * *
Y, en efecto, Mirna vino a la mañana siguiente. En una bolsa de plástico llevaba una botella de vino tinto y un cuaderno con tapas de piel negra.
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* Cuando leo la descripción de una habitación, no me basta saber cómo son los muebles, el color de las cortinas de las ventanas, si la fruta de la fuente es de verdad, si las paredes están decoradas con óleos o acuarelas, si la mesa es cuadrada o redonda, en qué rincón está la estantería de los libros y en cuál la estufa… Quiero que me diga qué música suena en la radio, o al menos qué sonidos llegan de la calle. [Volver]
* Me siento estúpido por haber defraudado mis propias exigencias, sin embargo, ya lo verán, no será la primera vez, la coherencia no es mi punto fuerte.[Volver]
* Significas mucho para mí, cariño, canción del grupo Crveni Koralji. (N. de los T.)[Volver]
* Una vida mejor y Viento caliente. (N. de los T.) [Volver]
* En esas ocasiones mi mujer se hacía un moño. [Volver]
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© Selvedin Avdić (2013) · Traducción del serbocroata: Luisa F. Garrido y Tihomir Pištelek | Cedido por Sajalín Editores.