Opinión

Alba, la mar

Laura F. Palomo
Laura F. Palomo
· 3 minutos

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Ana Alba

Albita era mar. El Mediterráneo. No solo porque necesitara de sus orillas para sobre-vivir, de Barcelona a Gaza, aunque le gustaba despertar en el alba urbana y confusa de su Jerusalén. Albita —decíamos para diferenciar de las «Anas» en esta familia jerosolimitana— era la mar por la inmensidad de su ser, el horizonte de su mirada, el sosiego de su estar y, sobre todo, su bravura.

Un Mare Nostrum que unía todo y a todos por esencia. Un alegato de vida, como persona y como periodista. El oleaje en el que vivía y desde el que intentaba contar, aunque la tiraran una y otra vez las olas. En este mundo impostado, Alba siempre emergía.

«Me voy a Gaza», decía y hacía durante el último año de su enfermedad, cuando regresaba debilitada de su ciudad natal en Barcelona, con todos los dolores y la mayor de las pasiones en esta orilla: contar. Y nos enfadábamos: «¡Qué necesidad de entrar en Gaza!», «Que allí no hay medios si empeoras.»

Pero Albita volvía siempre a Jerusalén y cruzaba a ese condenado a la indigencia territorio palestino por el bloqueo israelí. Todo para terminar su proyecto, con su camarada y amiga Beatriz Lecumberri, un magnífico documental que pronto veremos: Condenadas en Gaza.

Quería contar la vida de las mujeres con cáncer, como el que ella lidiaba, mujeres que además no consiguen el permiso israelí para salir de Gaza y, por tanto, no pueden recibir el tratamiento necesario. Como el que ella necesitaba para alargar su vida.

Supervivencia. La misma que retó esta pandemia que tanto miedo le daba, para no contraerlo con su débil sistema inmunitario y retrasó su tratamiento y estancó aún más la vida del mundo. Alba no pudo ya volver a Jerusalén, pero siempre pensaba en cómo afectaría esta superposición de complicaciones al resto, a todos y todas.

Ana Alba se mojaba los pies en cada cobertura

Hasta pocos meses antes, ella iba y venía de Barcelona —tratamiento— a Jerusalén —trabajo—, con todo el esfuerzo, desprotección laboral —era freelance— y riesgo para su salud. Quería narrar sobre quienes por mucho que lo intenten, no pueden. Ella tampoco pudo, pero siempre tenía que intentarlo.

Así es como Ana Alba ejerció su profesión, relatando realidades que, le pertenecieran o no, partían de premisas claras: la dignidad de las personas es para todos; no son motivos, son excusas; si yo puedo ¿por qué el resto no?

Por eso fue ante todo periodista, de lo mejor. Porque miraba de frente a la vida y a la muerte, sobre todo a las personas que viven y mueren.

Ana Alba se mojaba los pies en cada cobertura. Separaba el agua de la sal para que esta no le nublara la vista con el llanto.

Y Ana no es que fuera solo una mar, por su inmensidad; era mediterránea: cercana, orgánica, de verdad.

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