Entrevista

Kathy Kelly

«El pacifismo no es sólo no apretar un gatillo»

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 18 minutos
Kathy Kelly (Madrid, 2005) | © Ilya U. Topper / MSur


Madrid  | 2005

“Soy americana y lo siento”. Con estas palabras en árabe se presentaba Kathy Kelly a las familias, destrozadas por la guerra, que habitaban las ruinas de Bagdad en el duro invierno de la posguerra.

Durante los bombardeos sobre Bagdad, Kelly (Chicago, 1953) permaneció junto a una familia iraquí en un modesto refugio, junto a otros miembros de Voices in the Wilderness (Voces en el Desierto), una organización que ella ayudó a fundar en 1996. El movimiento ha sido amenazado con penas de 12 años de cárcel para sus miembros, aunque finalmente las sentencias sólo establecieron cuantiosas multas por violar la prohibición de viajar a Iraq.

A Kathy Kelly no le asusta la cárcel: ha sido arrestada más de 60 veces. En 1988 fue sentenciada a un año de cárcel; en 2004 pasó otros tres meses entre rejas por una manifestación contra la Escuela de las Américas en Fort Benning, donde el ejército estadounidense entrenaba a militares de Latinoamérica.

Desde hace 23 años, Kelly se niega a pagar impuestos para que su dinero no pueda ser derivado a la guerras; eso significa que no puede tener ingresos superiores a 2.500 euros al año. Renunció a las tres cuartas partes de su sueldo como profesora en un colegio de Chicago.

Kelly nunca utiliza la religión como argumento para sus ideas, aunque tiene un máster en educación religiosa del Seminario Teológico de Chicago, aparte de una licenciatura en Arte por la Universidad de Loyola de la misma ciudad. Sus dos libros Iraq bajo el asedio (2001) y Guerra y Paz en el Golfo (2001) intentan remediar el vacío de información al que se enfrenta el público norteamericano.

¿Cómo se convirtió usted en activista?

No creo que alguien pudiera venir de un contexto familiar más normal que el mío. Me crié en un ambiente muy seguro, aunque hubiese enormes problemas en el barrio en el que vivía, sobre todo por temas racistas. En mi propia familia se pensaba que tú puedes hablar de un problema, analizarlo, pero no hacer algo para cambiarlo. Esto sería meterte en camisa de once varas. Así que de pequeña no tenía conciencia de tener la responsabilidad de hacer algo. Fue más tarde, trabajando en la parroquia de mi barrio, que empecé a pensar que alguien sí tenía que actuar.

¿Cuál es la situación del movimiento pacifista en Estados Unidos?

Es disperso. Hay muchos grupos a nivel local pero no están conectados entre ellos; sólo salen en los periódicos a nivel local. A mayor nivel, en Estados Unidos no somos conscientes de las guerras que hemos financiado y exportado. No se puede comparar con la experiencia de España. En los años noventa, UNICEF denunció la muerte de 500.000 niños iraquíes a causa del embargo; si abrías el Wall Street Journal, te encontrabas con media línea sobre este tema.

¿Nada más en la prensa nacional?

En una rueda de prensa, los periodistas le preguntaron a Madeleine Albright, embajadora de Estados Unidos ante Naciones Unidas, si ella creía que la muerte de estos 500.000 niños causada era justa. Ella respondió que era una decisión difícil, pero creía que sí merecía la pena. Ningún editorial de ningún periódico estadounidense dijo que era una barbaridad sacrificar a 500.000 niños para mantener el estilo de vida de Estados Unidos. Su gobierno la promocionó al cargo más alto que había ocupado una mujer hasta entonces: el de ministra de Exteriores. Y las organizaciones feministas se felicitaron, la aplaudieron por el simple hecho de tratarse de una persona de sexo femenino.

¿Nadie quiso darse cuenta?

El pueblo de Estados Unidos no tiene excusa al no aceptar su responsabilidad. Es cierto que los medios de comunicación no informan realmente de lo que está pasando, pero si ellos no cumplen con esta obligación suya, es nuestro deber ir nosotros mismos y ver qué es lo que ocurre.

¿Cómo trabajan ustedes?

Si queremos parar la guerra debemos crear relaciones de justicia entre los pueblos. Una parte importante de las actividades para acabar con la ocupación de Iraq consiste en apoyar a los más de 5.000 soldados que fueron llamados a filas para combatir en Iraq y que no se presentaron. Otro aspecto es difundir la verdad, hacer preguntas que nadie quiere escuchar: ¿quién le prestó dinero al régimen de Sadam Husein durante años? ¿Y por qué le exigimos ahora al pueblo iraquí que pague las deudas que contrajo Sadam Husein?

¿Cómo llegó usted a Iraq?

En 1991 [en la primera Guerra del Golfo], unos 80 activistas montamos un campamento en la frontera entre Iraq y Arabia Saudí. Sentíamos que había que involucrarse; pero cuando volví a Estados Unidos después de la guerra, a nadie le importaba ya lo que había ocurrido. En agosto, yo mismo pasé página. No me di cuenta de que la guerra no había acabado, que se había transformado en una guerra económica, y que las víctimas eran quienes menos poder tenían para controlar el brutal estado policial en el que vivían. Pero en 1996 ya no podíamos fingir más que no sabíamos. No teníamos recursos para formar una ONG y llevar ayuda humanitaria. Así que decidimos viajar a Iraq y violar el embargo impuesto.

¿Y cómo fue la experiencia?

Estuve viviendo en Basora. Hacía un calor terrible, más de 50 grados, y las primeras palabras en árabe que yo quise aprender eran “¡No hagas esto!” porque veía cómo los niños se metían en las charcas de aguas residuales para refrescarse. Unos meses después, con todo este calor, acabé pidiendo que también a mí me echaran este agua… Yo vivía en un barrio pobre, mi anfitriona era directora de un colegio; ella colaboraba con el gobierno iraquí, en general el gobierno utilizaba a todos los funcionarios públicos como espías y delatores. Ella, dentro de lo que cabe, era una espía ‘benigna’ y desde luego no se hizo rica. Pero sí tenía una pequeña bomba eléctrica para sacar agua y era la única del barrio que de vez en cuando tenía algo de agua fresca. Allí se ve la triste jerarquía: yo gastaba más en dos días en agua embotellada para nuestro equipo de cinco personas, que lo que la demás gente del barrio tenía para sobrevivir un mes. Ellos bebían agua contaminada y muchos niños no podían sobrevivir. Pero tenían derecho a preguntarme por qué yo sí podía beber, si yo era del país que ha desarrollado más armas de destrucción masiva que ningún otro del mundo. Y sé que yo soy más responsable por todo lo que hizo Sadam Husein que ninguno de los niños que tuve en mis brazos y que se murieron por la falta de medicinas a causa del embargo. Quinientos mil niños. Porque yo vengo del país que apoyó a Sadam Husein.

También estuvo en Bagdad durante los bombardeos ¿no?

Sí. Cuando llegaban las tropas de Estados Unidos desplegamos una pancarta que decía “Valor para la paz, no para la guerra”. Nos habría gustado ponernos delante de los tanques, imaginando que fuera como lo de Tiananmen, pero sabíamos que en el hotel que estaba al lado había un montón de armamento y podría haber tenido lugar un tiroteo. Así que nos pusimos en la primera planta de nuestro hotel, con la pancarta, y mirábamos llegar a los soldados. Parecían tener mucha sed. Mi amiga Cynthia, que tiene 73 años, cogió un paquete de seis botellas de agua y bajó a la calle. Yo dudé: no quise dar la impresión de ser amiga de los soldados. Pero luego recordé que las familias de Iraq siempre nos ofrecían su hospitalidad y bajé también con un puñado de dátiles.

Se sorprenderían…

Decían que lamentaban tanta destrucción; por la noche nos contaban sus experiencias: estaban acostumbrados a disparar a todo aunque no supieran si tenían enfrente a militares o civiles, y esperaban que estos recuerdos no se les quedaran grabados. Más tarde leí en un reportaje que muchos soldados se felicitaban por las matanzas; que les entrenaban en decir tres mil veces al día la palabra “matar” y que se vanagloriaban de disparar contra los coches en los controles. Me perturbó. Pero en realidad no puede sorprender que actúen así: ya en Estados Unidos les entrenan para que estén embrutecidos.

No sólo ha estado en Iraq sino también en Palestina, Bosnia, Haití…

Sí. En primavera de 2002, Israel realizó una operación de castigo muy fuerte en Palestina. Había grupos internacionales viajando a Cisjordania y yo fui a Yenín. Cuando llegamos atamos una funda de almohada a un palo de escoba y nos metimos entre los tanques. Encontramos un centenar de casas de tres pisos completamente destruidas. Vinieron unos soldados corriendo hacia nosotras, apuntándonos con sus armas, y entonces a mí me salió la maestra de colegio que llevo dentro y les dije que bajaran las armas. Lo hicieron y pudimos seguir. Vimos a mujeres jóvenes, seguramente estudiantes, que rebuscaban entre los escombros una chaqueta, un libro…  Una madre me dijo: “Vosotros los americanos sois los responsables de esto”. Yo le respondí, tímida, avergonzada: “Lo siento, señora, pero resulta que yo no pago mis impuestos”.

Ha estado varias veces en la cárcel. ¿Cómo fue?

Me han detenido muchas veces y estas experiencias también muestran cómo entrenan a los soldados para que traten a los detenidos con brutalidad. En noviembre de 2003 me metí en terreno prohibido en una base de entrenamiento; nos detuvieron, nos esposaron y yo pensé que sólo me iban a cachear como en los aeropuertos. Pero había uno que estaba supervisando a los demás y parecía tomar apuntes; el otro me gritaba “¡¡Manos arriba!! ¡Separa las piernas! ¡Cállate!” Me cacheaba de forma brutal; perdí el equilibrio, me caí y me llevé un moratón en el ojo, una vez en el suelo me esposaron las manos, me ataron los pies, luego me ataron los pies con las muñecas y un soldado se arrodilló sobre mí. Yo conseguí murmurar que no podía respirar, pero no me hacían caso. Tras siete minutos, diciendo con voz asfixiada que no podía respirar, conseguí decir que había tenido cuatro colapsos de pulmón, entonces ellos pensaban que me iba a dar un infarto y el soldado que estaba arrodillado encima de mí se quitó.

¿La brutalidad era porque les supervisaban?

Cuando me llevaron a rastras para hacerme una foto, ya sin el supervisor, el soldado me preguntó con mucha educación si me podía quitar el pelo de la cara para hacerme la foto y me prometió quitarme las esposas en cuanto pudiera. Si así me tratan a mí, que no peso más de cincuenta kilos, en una base de entrenamiento, imagina cómo tratarán a la gente en Iraq, donde tienen orden de disparar sin pensar. Y no hay que olvidar que la cuarta parte de los presos del mundo está en Estados Unidos. Uno de cada ocho jóvenes afroamericanos entre 18 y 25 años está en la cárcel. Si yo les contara a estos jóvenes cómo me detuvieron y me esposaron, ellos me dirían: ¿Y eso te sorprende?

¿Estás acostumbrada a que le detengan? 

Sí. En 1988 participé en una acción contra una base de almacenamiento de misiles nucleares. Salté la valla y me puse a sembrar maíz. Vinieron los soldados, me esposaron, dos de los soldados se fueron, el tercero se quedó ahí, con un fusil apuntando a mi cabeza. Tardé ocho minutos en empezar a hablarle al soldado, y finalmente le pregunté si él creía que el maíz iba a crecer. Él me dijo: no lo sé, señora, pero espero que sí. Luego me ofreció agua. Yo tenía mucha sed y dije que sí y él me dio de beber… Aquel verano no conseguimos desarmar los campos de misiles, pero quizás aquel soldado sí se desarmó. Porque eso de dividir el mundo en buenos y malos como en los dibujos animados es un espejismo. Un espejismo peligroso: en Estados Unidos creían que en Iraq sólo vivía una única persona, no es difícil adivinar quién.

¿Cómo se enfrenta una a que le apunten con un fusil?

El camino es la no violencia. Es nuestra obligación moral aceptar riesgos ahora para enfrentarnos a los señores de la guerra. Y más aún teniendo en cuenta que no afrontamos las mismas consecuencias que los que se enfrentaron a Franco o a los escuadrones de la muerte de El Salvador que financiaba Estados Unidos, o al régimen nazi de la Alemania de los años treinta. Hay que arriesgarse para parar las apisonadoras de la guerra. Como hizo Rachel Corrie: ella se enfrentó con un chaleco rojo y un megáfono a una apisonadora israelí que estaba a punto de arrasar una casa palestina en una operación de castigo. El conductor no frenó: la aplastó. Rachel no es la única: hay más personas que afrontan la guerra con la misma valentía y no las conocemos. Tenemos que idear acciones no violentas para enfrentarnos a los crímenes. No hay ningún día que no me pregunte al despertarme: “¿Hay algo más que pueda hacer?” Cuando me encarcelan en Estados Unidos estoy incluso un poco aliviada porque sé entonces que me he resistido a la injusticia todo lo que he podido. La primera vez estuve presa nueve meses; aproveché para aprender castellano.

¿Qué es lo primero que puede hacer una persona para parar la guerra?

Una de las decisiones más sencillas de mi vida ha sido la de rechazar el pago de impuestos. Llevo 23 años sin pagar un céntimo al gobierno. Porque a la mayoría de los estadounidenses, el gobierno no nos pide nuestros cuerpos, sólo pide nuestro dinero. Y lo que podemos hacer es retener este dinero que financia la guerra. Todo aquel que tenga amigos en Estados Unidos debería intentar convencerles de que dejen de pagar impuestos.

¿Cree que es una decisión que podría tomar cualquiera?

Es una decisión muy importante y muy sensata. Porque no es tan fácil convencer al gobierno de renunciar a sus contratos con la industria armamentística: si de repente quisiera anular sus acuerdos, la industria cobraría todavía mucho más en indemnizaciones. El pacifismo no es sólo no apretar un gatillo. Es también simplificar nuestro modo de vida, compartir recursos, valorar el servicio a los demás, no hacer adictos a los jóvenes a la religión nacional que es la compra. Igual estoy siendo algo simplista, pero creo que hay que apagar el televisor. Aunque nadie es del todo puro: yo me siento culpable porque he venido a España en avión, gastando petróleo. Pero sí debemos analizar cómo vivir de forma más sencilla y más sensata.

¿Cree que en Europa hay un movimiento contra la guerra más fuerte?

Creo que en Europa, la gente sabe muy bien cuáles han sido los resultados de las guerras. Cualquier persona mayor puede contarles a los jóvenes qué significaba la guerra civil española o la segunda guerra mundial. Y en España es muy reconfortante ver la cantidad de esfuerzos que se realizan en Arte, en Educación y otros sectores para que no se repitan las guerras. Pero en Estados Unidos la gente tiene muy poco tiempo para pensar en lo que significa la guerra. Según las estadísticas, uno de cada tres estadounidenses trabaja más de 50 horas a la semana y tiene entre 6 y 10 días de vacaciones pagadas al año. Pero un alto ejecutivo de una empresa cobra un salario 475 veces mayor que un trabajador de base. En Europa, esta diferencia es muchísimo menor.

¿Naciones Unidas aún tiene un papel que jugar en el mundo?

Sí. Naciones Unidas sigue siendo un valor importante. Cuesta pensar que esté tan intimidado por los salvajes. Una vez estuve en la puerta del edificio de Naciones Unidas, ayunando durante quince días y finalmente pudimos hablar con Denis Halliday, coordinador humanitario de Naciones Unidas en Iraq. Más tarde, él dejó su puesto como acto de conciencia. El que le sucedió [Hans von Sponeck], también acabó dejándolo. Dos años más tarde, Denis se unió a nuestro grupo cuando repetimos la acción de ayuno de protesta. Son estas cosas que  me hacen creer que no debemos perder la esperanza en la cultura de Naciones Unidas. Son los únicos árbitros en estos momentos.

¿Hay una diferencia real el Partido Republicano y el Partido Demócrata estadounidense?

Mi respuesta es más bien sombría: en las últimas elecciones, los demócratas eligieron a un candidato que estaba a favor de la guerra. Y ya antes, bajo la administración Clinton, se escribieron kilómetros de páginas sobre una becaria llamada Lewinsky, pero nadie reconoció los crímenes contra Iraq. Crímenes de las que se benefician empresas y más empresas. Cuando un candidato llega a un nivel alto parece que siempre está obligado a utilizar un lenguaje agresivo que le hace asemejarse a una caricatura: todos están en deuda con Wall Street. Estos gobiernos no lo podemos controlar.

¿Cree que durante la guerra, la muerte de los soldados estadounidenses era la única manera de llamar la atención del pueblo en Estados Unidos?

Estas muertes llaman la atención de la gente, pero no sólo hacen visible el problema, también contribuyen a crear más odio hacia ‘el otro’: alimentan en los demás la disposición de matar por la patria, y hacen que persista la idea del enfrentamiento. Desde luego es terrible que los soldados de Estados Unidos irrumpan en las casas de civiles en Iraq, detengan y golpeen a los habitantes, destruyan viviendas… y desde luego puedo entender a las víctimas que tienen ganas de vengarse. Pero me pregunto qué futuro les espera a los niños de Iraq cuando se educan con este modelo de vida, de enfrentamiento, de lucha, el que uno entierre un fusil en el jardín y lo saca por la noche para ir a disparar o a poner bombas en la cuneta que hacen estallar los tanques y destrozan los cuerpos de los soldados estadounidenses. Si se educan creyendo que sólo las armas dan justicia ¿qué tipo de sociedad podrán construir en el futuro?

¿Cree que el mundo podrá cambiar?

Como dijo Arundhati Roy: otro mundo está llegando. En Estados Unidos deberíamos recuperar nuestras tradiciones: el movimiento de derechos civiles, aquel que hizo que los más humillados, los hijos y nietos de esclavos, las mujeres cuyos problemas no contaban más que el polvo que manchaba las botas de sus patronos, fueran capaces de lanzar una campaña no violenta que nos sigue inspirando hasta hoy. Deberíamos recordar a Martin Luther King y la no violencia. Nosotros queremos mantener esta chispa de esperanza, porque sabemos que el laboratorio del futuro está en Estados Unidos, aunque a veces nos sintamos como en un tren que está descarrilando. Será la próxima generación la que verá ese otro mundo.

¿Cuál es su próximo destino?

Me han invitado a dar una charla en el estado de Wisconsin, pero al enterarse las autoridades, un juez ha desenterrado un caso de 1995, año en el que participé en una acción de protesta contra una base nuclear. Cuando nos detuvieron y nos pidieron que nos identificáramos dimos los nombres de personas que habían muerto en Hiroshima. Ahora han construido de eso un caso de obstrucción a la investigación y me han condenado a seis meses de prisión. Bastaría con no ir a Wisconsin para no ingresar en la cárcel. Pero creo que sí voy a ir. No dejaré que me intimiden. Creo que ésta vez aprovecharé para aprender árabe.

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© Ilya U. Topper | Especial para M’Sur

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