La cocaína del pueblo
Ilya U. Topper
—No te haces una idea de aquello. Van por ahí en sus blindados, montan un control en cualquier puente o cruce, armados hasta los dientes, y a la mínima que se asustan, le dan al gatillo. Caen tres o cuatro transeúntes, se mueren allí… y no pasa nada. Total, los muertos son iraquíes y ellos son estadounidenses. Se creen dios. Nada les puede pasar. Matan y no pasa nada.— Yo estaba muy cabreado. Teresa me daba la razón.
Estábamos en una terraza de Lavapiés tomando un pacharán. Yo había venido de Bagdad hacía poco y traía fresca en la memoria la imagen de aquellos marines con aspecto de robots metálicos, el cañón del fusil siempre apuntando a la muchedumbre. Corría el año 2004. La guerra en Iraq ya llevaba más de un año y solo iba a peor.
De nada habían servido las las gigantescas manifestaciones a las que habíamos acudido Teresa y yo, el No a la guerra de medio millón de gargantas en Madrid, el lema escrito, garabateado, grafiteado en paredes, muros, rocas por toda España, colgado como cartel y bandera en cualquier bar, desde los chiringuitos de Cádiz hasta el Cantábrico, grito de un pueblo entero. De nada servía la frase de la prensa sobre los dos superpoderes enfrentados, el gobierno de George W. Bush y la opinión mundial. Bush y sus cómplices nos habían derrotado. Habían hecho la guerra, impunemente, y ahora seguían matando impunemente, todos los días. Habíamos perdido y seguíamos perdiendo, día tras día.
Teresa levantó la mirada. En la pantalla del bar daban un partido de fútbol. España — Estados Unidos. La selección de la bandera de rayas y estrellas iba encajando goles. Uno tras otro. Los del bar empezaron a aplaudir. Cuando el árbitro pitaba el final, el marcador ponía 7-0. Siete a cero. Para España. Teresa aplaudió también.
—Al menos en eso les hemos dado por culo ahora.
Yo me pedí otro pacharán. No, Teresa, intenté explicar. No es eso. No tiene nada que ver. No confundamos las cosas. El deporte no es política. Ganarle al fútbol a un país no tiene nada que ver con lo que este país ha hecho bien o mal. Un siete a cero en un partido de fútbol no es una victoria de nuestra postura ética de estar contra la guerra.
—Vale, tienes razón, pero no nos quites al menos esa ilusión de que es una pequeña revancha.
El héroe de los pobres servía para afianzar el poder de quienes se enriquecen con la pobreza
No, Teresa, no lo es. No te puedo dejar esa ilusión. Porque si admitimos que ganarle al fútbol a Estados Unidos es una revancha, una reivindicación, una victoria para nuestro bando, el de un país entero que gritó No a la guerra, también tendríamos que admitir que una derrota de España en el césped habría sido un respaldo a la política estadounidense. Y eso nunca. Los futbolistas no nos representan. Afortunadamente. Porque si los futbolistas nos representasen…
Si las futbolistas nos representasen, podría haber dicho, de ser vidente en lugar de periodista, podríamos caer en cegueras tan espantosas como homenajear a Maradona durante tres días como héroe nacional de Argentina o, incluso de la izquierda, la clase obrera o cualquier otro colectivo. Podríamos llegar a leer frases como “En el 86, después de cuatro años de haber perdido Malvinas, nos da la revancha de ganarles y humillar a los ingleses; nos reivindica”. Lo cual diga quizás no tanto del fútbol como de la mentalidad de una junta militar dispuesta a sacrificar a cientos de jóvenes en aras de lo que a la postre no parece más que una cuestión de orgullo: “Maradona nos levantó la autoestima del país”.
Podríamos leer frases como “Diego fue todo lo que era Nápoles y le devolvió la dignidad a la ciudad»: “Nápoles siguió siendo una ciudad pobre. Lo que pasó es que ganando, especialmente en esos años de auge de Maradona, se vivió una revancha social”. Ganando al fútbol quiere decir el periodista. Porque la revancha no era contra quienes tenían Nápoles explotada y hundida en el crimen, los que se hicieron millonarios controlando la pobreza: la Camorra. Al contrario: Maradona se llevaba muy bien con la mafia. ¿Y quién sino la mafia era capaz de financiar los diez millones del fichaje?
Vaticano o FIFA, cepillo o taquilla, tanto da: siempre paga la clase obrera
En otras palabras: el héroe de los pobres servía para afianzar el poder de quienes se enriquecen con la pobreza. Es perfecto el símil que da el mismo periodista italiano, Antonio Moschetto: Diego reemplazó en los hogares napolitanos al patrón católico San Genaro. Un opio tan eficaz como el otro para mantener al pueblo sujeto a una ilusión agitada por una jerarquía de capos, Vaticano o FIFA, cepillo o taquilla, tanto da: siempre paga la clase obrera. A cambio de poder decir al pueblo vecino: “Mi santo hace más milagros que el tuyo”.
Por eso es tan hipócrita el debate sobre si Maradona era putero, machista o violador de menores. ¿O se han creído que los señores encorbatados que dirimen el destino de miles de millones de euros en ganancias por derechos de televisión, patrocinio, reparto de mundiales —con algunos cientos de millones para su propio bolsillo a veces— no toman coca y no se hacen llevar prostitutas de cualquier edad a sus hoteles cinco estrellas? ¿Y de ahí abajo, todos los demás? Maradona probablemente no fuera más machista que otros: era solo más bocazas. Siendo dios, se creía por encima del bien y el mal.
Y somos nosotros los que hemos elevado a Maradona a la altura de dios al igual que durante siglos hemos hecho con San Genaro o cualquier otra figura de yeso con aureola. Lo hemos hecho pagándoles a quienes nos prometían milagros de dignidad y autoestima. Quitándonos del bolsillo el dinero que podría haber servido para cimentar un poco más nuestra dignidad y nuestra autoestima en el mundo real. Cada entrada de fútbol pagada, incluso cada hora pasada ante la televisión mirando un partido —la cuota de pantalla determina el monto que los anunciantes paguen a la emisora y el que la emisora paga a los organismos que manejan a los maradonas del mundo— es un óbolo colocado en un cepillo de una organización mafiosa que vende milagros.
¿Por qué las religiones sirven para hacer cruzadas? ¿Y por qué el fútbol sirve para humillar al enemigo?
Digo fútbol como podría decir baloncesto o ciclismo, pero hay clases. Las hay económicas —dicen que hasta en las selecciones del voleibol más exitosas, las jugadoras siguen yendo a comprar el pan por la mañana como cualquier hija de vecina y estudian carreras— y las hay de actitud: ahí están los abrazos entre Nadal y Federer y los aplausos de Djokovic a una pelota del adversario, nunca he oído decir que España le ha dado por culo a Suiza tras ganar el tenista balear, ni tampoco he visto a hinchas del ténis retándose a navajazos fuera del estadio, ni rompiendo mobiliario urbano.
A quien le guste el fútbol me acusará ahora de hacer una caricatura del deporte del balón, sacar lo peor que tiene, pero es hora de que se pregunten: ¿por qué lo tiene? ¿Por qué las religiones sirven para hacer cruzadas? ¿Y por qué el fútbol sirve para humillar al enemigo y elevar la autoestima nacional? ¿Y por qué es una de las pocas modalidades del negocio deportivo en el que las selecciones femeninas son prácticamente tan invisibles como un cónclave de obispas?
Lo siento, Teresa: perdimos la contienda del No a la guerra. Pero pensar que una selección de fútbol nos redima es perderla dos veces. Es ponernos en la fila de quienes compran circo en lugar de pan, de quienes piden un orgullo nacional en lugar de salarios dignos, es confundir política y espectáculo, fútbol y guerra, es mirar a quienes mandan a morir a 600 reclutas como quien manda un once nacional, o viceversa. Es confundir la vida y la ficción milagrera.
No, lo más vergonzoso de cierto tuit del vicepresidente del Gobierno de España no es que haya homenajeado en verso a un machista y drogadicto. Lo más vergonzoso es que pretenda hacernos creer que la felicidad de la clase obrera sigue siendo la de consumir el opio del pueblo. O la cocaína. En todo caso, seguir de rodillas ante dios y sus sacerdotes. Vaticano o FIFA.
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© Ilya U. Topper | Especial para MSur · 29 Nov 2020
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