De la playa nudista al harén otomano
Ilya U. Topper
Domingo. Me voy a la playa. Con Sou y Zou. Pasando por Almuñécar llegamos a Calaiza: subir con el coche a una urbanización abandonada, bajar andando 5 minutos por una pista y otros 5 por un sendero de esos de resbalón y caída. Dice Sou que es playa nudista y así está rotulada. Lo de rotular desde luego es tontería, porque en España, por ley, toda playa es nudista: no existe obligación legal de ponerse nada para bañarse, ni obligación de quitarse nada.
La playa es un paraíso: aguas cristalinas, pececitos, pinos… Ahora, entre las 12 parejas o grupitos que hay en la playa, de nudismo nada. Dos chicas en topless y el resto bikini o bañador con volantes. Sou es nudista practicante, pero le acaba de bajar la regla y prefiere dejarse las bragas puestas. Zou sigue su ejemplo. Yo me despeloto, por supuesto. Soy el único de toda la playa.
A media tarde —la proporción del topless ha aumentado casi al 50%— estoy tranquilamente bajo la sombrilla cuando se me acerca una señora, 40 años, bikini rosa, que luego averiguamos es francesa. Educadamente, me habla en inglés: Sorry, ¿es esta una playa nudista?
—Pues claro: ¿no me ve? —respondo—. Ahora mismo soy el único, pero sí, hay hábito nudista aquí, no se preocupe en absoluto, siéntase cómoda.
—Es que no la he visto rotulada como nudista —duda ella.
—Es porque en España no hay diferenciación legal —explico.
—No es eso —insiste ella—. Es que está mi hija de 14 años y se siente un poco incómoda… ehm… ¿a usted le importaría taparse?
Me quedo a cuadros.
—Pues no me pienso tapar —respondo.
—Es que no pone que sea nudista.
—Es que toda playa española es nudista.
Si ante una mayoría textil nos entra la vergüenza, ya podemos entonar el requiem por el nudismo
La señora se va. La chica de la sombrilla vecina (topless, novio en bañador, hija de dos añitos) se acerca.
—Perdona, no he podido evitar pegar oreja. ¿Te acaba de decir que te tapes?
—Eso ha dicho.
—¡Joe con la gente! Adónde vamos a llegar ya… ¡pero si todo el mundo tiene culo! Has hecho muy bien en no hacerle caso.
Sou se incorpora.
—¿Que te ha dicho qué la del bikini rosa? –
—Que me tape.
Sou se pone de pie y se arranca las bragas. Y se da una vuelta por la playa.
—Y ahora hazme una foto y se la mandamos por instagram. Liberté Égalité Nudité. Vive les culs!
Esto es la reproducción literal de una anécdota que conté este verano en una red social. Incluía fotos: aguas cristalinas, una medusa de la que conservo un recuerdo rojizo en el brazo, el deslavazado rótulo de ‘Nudista’, el enlace a la Federación Naturista que explica la situación legal de las playas en España. Por supuesto me esperaba un debate. Porque hay un debate pendiente: con el nudismo ocurre el mismo proceso que hace tres veranos contamos en una columna llamada Requiem por el topless: deja de hacerse. Ante una gran mayoría de gente correctamente tapada, ya nadie se siente cómoda quitándose la parte de arriba del bikini y menos la de abajo.
Hay dos maneras de resolver el dilema. Una es introducir en España el modelo segregado, habitual en el resto de Europa. Todo municipio debería designar y señalizar claramente un determinado porcentaje de playas como nudistas; allí nadie podrá llevar bañador, al igual que nadie puede despelotarse en las demás. Separaditos y sin conflictos.
La otra es defender el modelo vigente, en el que las playas nudistas lo son por hábito de quienes acuden a ellas, sin fórmulas legales. Pero entonces hay que defenderlo, es decir practicar nudismo en las playas donde era habitual, aún a riesgo de ser la única persona, insistir, arrancarse las bragas, si hace falta, como hizo Sou. Porque si ante una mayoría textil a todos nos entra la vergüenza y nos tapamos como los demás, no vayan a ofenderse, entonces ya podemos entonar el requiem por el nudismo. Es lo que tienen las libertades sociales: solo existen porque se ejercen.
Pero no era ese el debate que se desató en la red social.
Si todo hombre es un agresor de mujeres, un hombre desnudo lo es más: está exhibiendo su arma
Tampoco se discutía el hábito de ciertos padres de invocar la presencia de menores de edad como excusa para desterrar cuerpos desnudos. La misma recriminación—“Hay niños delante”— la han escuchado mis amigas mil veces haciendo topless en una playa donde había dejado de ser habitual. Como si a los niños les asustaran las tetas. Y qué decir del extraño hábito de describir como “playa familiar” a las que no tienen tradición nudista: como si lo de quedarse en cueros fuese hábito de solterones desviados del camino recto de la sociedad, incapaces de fundar una familia como dios manda. Y como si todavía creyésemos que lo moralmente correcto es descubrir los terribles secretos de la anatomía humana después de cumplir los 18 años. O quizás en la noche de bodas.
No. El debate que se desató era sobre si un hombre desnudo era compatible con el feminismo.
Porque los hombres —esa era la argumentación de varias cuentas de Twitter que se identificaban como “feministas”— son depredadores sexuales por definición. Y no vengan con el manido eslogan de “Not all men” (No todos los hombres son así) porque sí, todos son así, porque esta es su función en el patriarcado. Y si todo hombre es un agresor de mujeres, un hombre desnudo lo es mucho más, porque está exhibiendo su arma: el sexo.
Hallarse desnudo ante una mujer es una agresión sexual, concluía el coro. Si no había espacio para recolocar nuestra sombrilla en otro sitio —no había— me tendría que haber tapado, porque ninguna mujer debe estar obligada a ver las herramientas de agresión patriarcal. En resumen, en una playa nudista no debería haber hombres desnudos.
¿Mujeres desnudas sí, rodeadas de hombres vestidos? Tampoco. Es más, proclamaban algunas: las mujeres no deberían ni utilizar bikini porque a los hombres les gusta ver a chicas en bikini. Y si a un hombre le gusta algo, ese algo es machista. Por lo tanto aconsejaban comprarse bañadores hasta la rodilla y con mucha tela en pecho y espalda, de esos que no dejan a la vista piel suficiente como para excitar a nadie: así evitabas convertirte, sin saberlo, en objeto sexual de la mirada de alguien.
Follar con un varón se convertía en traición a la causa; esto fue el lema del “lesbianismo político”
Si ver a un hombre desnudo es una agresión sexual y ver a una mujer desnuda es cosificación, ¿qué hacer con las playas nudistas? El coro de Twitter tuvo la solución: establecer playas segregadas por sexos. Los hombres por una parte, las mujeres por otra. Exacto: como en Arabia Saudí. O como en Israel, donde los partidos judíos ultrafundamentalistas implantan el mismo modelo.
Usted, lectora, piensa que he sido víctima de una manada de trolls talibanes o supernumerarios del Opus Dei disfrazados de feministas con el ánimo de sabotear el movimiento. También lo pensaba Sou. Porque Sou es de Marruecos y en Marruecos son los islamistas radicales los que escriben con brocha negra en las rocas que dan acceso a la playa: “Hombres por la mañana, mujeres por la tarde”, no vaya a darse alguna oportunidad de caer en un pecado visual, y son las feministas las que borran la pintada. Enarbolar la bandera del feminismo para promover las normas que buscan imponer los defensores del patriarcado religioso es troleo o sabotaje, concluía Sou.
Pero este troleo no se limita a Twitter: lleva tiempo permeando la imagen del feminismo en Europa si bien la tendencia empezó en la sociedad norteamericana. Fue allí donde algunas académicas elevaron sus traumas personales a teoría social, apta para ser aplaudida en los auditorios. “La penetración es la expresión pura, estéril, formal, del desprecio de los hombres por las mujeres”, escribió Andrea Dworkin en 1987. “La penetración sigue siendo el método de convertir físicamente a una mujer en algo inferior” y “es inmune a toda reforma”.
Si no se puede reformar algo, toca revolución: cortar toda relación con los hombres. Follar con un varón se convertía en traición a la causa; esto fue el lema de lo que se dio en llamar “lesbianismo político”. Hubo quien propuso irse a vivir aparte, a comunas solo de mujeres. Que no les funcionara ni a sus promotoras, y además no suponía absolutamente ningún cambio para la sociedad en su conjunto, no ha impedido que esta tendencia al anacoretismo se siga proclamando hoy como meta del feminismo. “Olvidar que en la mayor parte de los periodos históricos las mujeres, si hubieran podido elegir, hubieran escogido no mantener relaciones sexuales con los hombres, no vivir con ellos, no relacionarse con ellos, es olvidar algo fundamental”, escribió en 2006 quien luego llegó al cargo de directora del Instituto de la Mujer de España, Beatriz Gimeno.
“La heterosexualidad, el régimen regulador por excelencia, no es la manera natural de vivir la sexualidad»
Han leído bien: “La heterosexualidad, el régimen regulador por excelencia, no es la manera natural de vivir la sexualidad, sino que es una herramienta política y social con una función muy concreta que las feministas denunciaron hace décadas: subordinar las mujeres a los hombres”, dice Gimeno, exhibiendo una enternecedora capacidad de prescindir de toda lógica, sobre todo de la biológica.
No hace falta un doctorado en Ciencias Naturales para saber cuál sería la consecuencia de una revolución que acabara con las relaciones heterosexuales. Dworkin al menos apunta a las “nuevas tecnologías reproductivas” como salvación; Gimeno ni eso. Salvo que tenga acciones en los laboratorios de probetas, debemos concluir que propone acabar con la opresión de las mujeres acabando con las propias mujeres, juntas con el resto de la humanidad. Listo.
Esta teoría considera la sexualidad de la mujer como una mera opción política ya que ¿cómo puede una mujer sentir deseo sexual espontáneo? Eso de excitarse, arrebatarse, mojarse de gusto es algo reservado a los hombres; las mujeres solo follan por consideraciones sociales, económicas o políticas, no porque se lo pide el cuerpo, ¿verdad?
Si eso le suena a rancio patriarcado religioso es porque lo es. Pero además, esta teoría es un desprecio a todas las mujeres del mundo que sufren el patriarcado. Hay mucha tesis de máster escrita sobre cómo traducir al inglés la rompedora idea de Monique Wittig de escribir Y/o y m/ío, pero ninguna sobre cómo mejorar la vida de una obrera marroquí o una campesina india partiendo del concepto de que “las lesbianas no son mujeres” o de que “la heterosexualidad no es natural”.
El feminismo no se inventó para dar trabajo a estudiantes de Filosofía sino para cambiar la sociedad
Se nos ha olvidado que el feminismo no se inventó para dar trabajo a estudiantes de posgrado de Filosofía sino para cambiar la sociedad. Y cambiarla no es adaptar el comportamiento de la mujer al patriarcado, evitando roces. Ni aprovecharse de la situación como propone, con aparente seriedad, una de las abanderadas de la segregación playera, al defender que en una cita con un chico, la cena siempre la debe pagar él, porque las mujeres ganan menos y además gastan más, por culpa y responsabilidad del patriarcado que las obliga a maquillarse y comprarse caros zapatos de tacón.
Esa postura —los hombres ganan más, así que paguen— parte de una idea de “los hombres” como clase: no importa si el chico con el que has quedado, individualmente, gana más que tú. Importa su pertenencia a una categoría; debe pagar por el pecado de su clase. Y esto, entender el feminismo como una lucha de clases, es uno de los errores profundos de cierta corriente feminista marxista, recuerda la profesora Esther Pedroche. Porque la lucha de clases pretende aniquilar la clase dominante, no reformarla (eso sería socialdemocracia). Y ya dijo Bertolt Brecht que lo único que se puede hacer con un empresario que es buena persona es pegarle un tiro con un fusil bueno y enterrarlo en tierra buena.
Del método se puede discrepar, lo indiscutible es la meta del marxismo: llegar a un mundo sin empresarios. Trasladar el concepto al feminismo significa buscar un mundo sin hombres. Si llamarlo utopía o distopia lo dejo al gusto de cada cual; no durará más de una generación.
Un empresario puede transformarse en obrero, si se le expropia y se le da una pala de cavar. Un hombre no se puede convertir en mujer. Salvo si creemos en la teología queer. Y eso es uno de los efectos más perversos de esta corriente que se quiere feminista: establecer dos bloques de sexos tan incompatibles que la única manera de saltarse la barrera parece un cambio de sexo de verdad. O de mentira, como quieren hoy los transactivistas, esos que pintan un mundo de niñas rosa y niños azules, con vestimenta, gustos y aficiones diferenciadas, tanto que solo mediante operación, hormonas, cambio de carné o, al menos, de pronombres se puede pasar de un bando al otro.
El discurso transactivista de pasarse al lado feminino ha colocado una gigantesca trampa al feminismo
Y el efecto más perverso y más imperdonable de la apisonadora político-mediática a favor de estas leyes de “autodeterminación” del sexo es que alimenta la reacción, en el lado feminista, mediante un discurso que exige “preservar los espacios de mujeres”. Claro, ¿qué otra cosa se puede decir ante una cohorte de señores barbudos declarados mujer, que intentan colocar una pica en Flandes mandando selfies desde los baños de chicas, vestuarios de gimnasio y centros de atención a víctimas de violaciones, es decir lugares donde el sentido común impone no molestar?
El discurso transactivista de pasarse al lado feminino ha colocado una gigantesca trampa al feminismo: al exigir el derecho a meterse “en espacios de mujeres” ha provocado un clamor por “proteger los espacios de mujeres”, como si la segregación fuese un valor esencial del feminismo.
Pero la segregación de sexos, ya sea en playas, colegios o conciertos de rock —en todo lugar salvo en mingitorios, centros de víctimas y deportes de élite: la anatomía, el sentido común y el tamaño sí importan— no es compatible con la visión de un mundo futuro en el que mujeres y hombres vivirán juntos en igualdad, respeto y armonía. Y si alguien cree que un mundo así no se podrá conseguir nunca, que la humanidad está condenada ad aeternam a que una mitad acose, viole y masacre a la otra, está en su derecho, pero tiene de feminista lo que Clara Campoamor y María Cambrils tenían de monje anacoreta.
Porque el feminismo sí cree que un mundo de igualdad de sexos es posible. Es el patriarcado el que plantea la sumisión y segregación de las mujeres como orden natural de las cosas. Es el patriarcado religioso, el de señores y esclavas, el que ha creado un concepto de vía y vida pública reservada a los hombres y “espacios de mujeres”, vetados al acceso de todo varón, salvo que fuese eunuco: lo de operar los genitales para dar acceso al espacio del otro sexo no es una idea demasiado nueva. Para llegar a eso no hacían falta siglos de feminismo. Bastaba con quedarnos en el harén otomano.
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© Ilya U. Topper | Especial para MSur
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