Mostaza israelí
Uri Avnery
Esta es una historia real. Ya la he contado una vez y voy a contarla de nuevo.
Un amigo mío de Varsovia, que es medio judío, aconsejó visitar Israel a un reconocido periodista polaco para que la viera con sus propios ojos.
Cuando el periodista volvió, llamó a mi amigo y, ansiosamente, le comentó: “¿Sabes qué he descubierto? ¡En Israel también hay judíos!”
Él se refería, por supuesto, a los ortodoxos, con su vestimenta negra y sus sombreros anchos y negros; los que se parecen a los judíos que los polacos tienen grabados en su memoria. Pueden verse en cualquier tienda de recuerdos de Polonia, justo al lado de otras figuras propias del folclore polaco: reyes, aristócratas, soldados, etc.
Tal y como este extranjero pudo observar inmediatamente, estos judíos no se parecen a los israelíes normales y corrientes que guardan parecido con los franceses, alemanes y, cómo no, con los polacos normales y corrientes.
Los ortodoxos (llamados Haredim en hebreo, los “temerosos”, aquellos que tienen miedo de Dios) no forman parte del estado israelí. No quieren formar parte.
La mayoría de ellos vive en guetos aislados que ocupan grandes zonas de Jerusalén, en la ciudad de Bnei Brak y en algunos asentamientos de gran extensión situados en los territorios ocupados.
“¿Sabes qué he descubierto? ¡En Israel también hay judíos!”
Cuando uno piensa en un gueto (originalmente, el nombre de un barrio de Venecia), uno piensa en el aislamiento humillante que una vez impusieron los gobernantes cristianos. Pero, en un principio, se trató de un aislamiento autoimpuesto. Los judíos ortodoxos querían vivir juntos, separados del resto de la población; no solo porque así se sentían más seguros sino también, y principalmente, por su fe. Necesitaban una sinagoga en shabbat a la que pudieran llegar andando, un baño ritual comunitario, alimentos autorizados por la ley judía y otros muchos requisitos. Todavía necesitan todo esto en Israel y en cualquier otro lugar.
Pero, sobre todo, necesitan evitar el contacto con los demás. En los tiempos modernos en los que estamos, con todas las tentaciones que existen, lo necesitan más que nunca. Las calles están repletas de grandes anuncios en los que aparecen mujeres desnudas, la televisión no para de emitir una sarta interminable de pornografía blanda (y no tan blanda), internet está lleno de información tentadora y de contactos personales; por ello, los ortodoxos tienen que proteger a sus hijos y alejarlos del modo de vida inmoral de los israelíes.
Se trata de la pura supervivencia de una comunidad que ha existido durante 2500 años y que, hasta hace 250 años, abarcaba a prácticamente todos los judíos.
El sionismo, como suelo decir, era, entre otras cosas, una rebelión contra el judaísmo; no menor que la rebelión de Martin Lutero contra el Catolicismo.
Cuando Theodor Herzl levantó su bandera, casi todos los judíos del este de Europa todavía vivían en la atmósfera de gueto de los ortodoxos, dirigida por los rabinos. Todos estos rabinos, casi sin excepciones, consideraban al sionismo su gran enemigo, tal y como les ocurría a los cristianos con el anticristo.
Y no sin motivos. Los sionistas eran nacionalistas, partidarios de la nueva doctrina europea que defendía que los colectivos humanos se basan principalmente en el origen étnico, en la lengua y en el territorio, pero no en la religión. Esto era lo contrario a la creencia judía de que los judíos son el pueblo de Dios, unido por la obediencia a sus mandamientos.
Como todo el mundo sabe, Dios desterró a su Pueblo Elegido de sus tierras por sus pecados. Algún día, Dios los perdonará y enviará al Mesías, que guiará a los judíos (incluidos los fallecidos) hacia Jerusalén. Los sionistas, en su ferviente deseo de hacerlo ellos mismos, no solo estaban cometiendo un pecado mortal, sino que se estaban rebelando contra el Todopoderoso, que había prohibido expresamente que su pueblo entrara en masa en el país sagrado.
Herzl y casi todos los demás Padres Fundadores del sionismo eran ateos convencidos. Su actitud hacia los rabinos era condescendiente. Herzl escribió que en el estado judío futuro los rabinos se quedarían en sus sinagogas (y los oficiales del ejército, en sus cuarteles). Todos los rabinos más destacados de esa época le maldijeron claramente.
Sin embargo, Herzl y sus compañeros tenían un problema: ¿cómo hacer que millones de judíos cambiaran la religión tan anticuada que profesan por el flamante nacionalismo? Él resolvió el problema inventando la historia de que la nueva nación sionista era meramente una continuación del antiguo “pueblo” judío, que había tomado una nueva forma. Con este propósito, “robó” los símbolos de la religión judía y los convirtió en símbolos nacionales: el rebozo de las oraciones judías se convirtió en la bandera sionista (y, ahora, israelí), la menorá judía (el candelabro del templo) se convirtió en el emblema del estado, la Estrella de David es el símbolo nacional más importante. Casi todos los días sagrados de la religión pasaron a formar parte de la nueva historia nacional.
Esta transformación tuvo muchísimo éxito. Prácticamente todos los “judíos” israelíes lo aceptan hoy como una verdad evangélica; excepto los ultraortodoxos.
Los ultraortodoxos reclaman que ellos, y solo ellos, son los judíos de verdad y los herederos legítimos de miles de años de historia.
Tienen bastante razón.
Los Padres Fundadores querían crear a un “nuevo judío” y crearon una nueva nación
David Ben-Gurion, un ávido sionista, afirmó que la organización sionista era el andamio que servía para construir el Estado de Israel. Una vez que se hubiera construido, ya se podía desechar. Yo voy mucho más allá: el sionismo como tal era el andamio y ahora es cuando uno debe deshacerse de él. La pretensión de que esto es un estado “judío” es la continuación de la ficción que podría haber sido necesaria al principio, pero que ahora es redundante e incluso perjudicial.
Esta pretensión sustenta a la situación actual: los israelíes consideran a los ultraortodoxos parte de la comunidad judío-israelí, aunque se comportan como extranjeros. No solamente no saludan a la bandera israelí (como mencioné: el rebozo de la oración con la Estrella de David) y se niegan a celebrar el Día de la Independencia (como muchos ciudadanos árabes, por cierto), sino que también se niegan a servir en el ejército o a llevar a cabo cualquier otro servicio nacional.
Herzl inventó que la nueva nación era una continuación del antiguo “pueblo” judío
Esto es ahora una de los principales manzanas de la discordia de Israel. Oficialmente, los ultraortodoxos reclaman que todos los chicos jóvenes que están obligados a realizar el servicio militar (alrededor de unos quince mil cada año) están ocupados estudiando el Talmud y no pueden parar ni tan siquiera un día; mucho menos tres años, como los estudiantes normales y corrientes, porque así se aseguran la protección divina del estado.
Al Tribunal Supremo (eso parece) no le ha impresionado mucho eso de la protección divina y ha anulado recientemente una ley que eximía a los ultraortodoxos de esta obligación; decisión que ha provocado una lucha política por conseguir alternativas. Se está diseñando una ley para burlar al tribunal.
De hecho, los ultraortodoxos jamás permitirán que sus hijos se unan al ejército, por el miedo justificado a que se contaminen de los israelíes normales y corrientes (aprenderán lo que es una discoteca, la televisión y, Dios no lo quiera, el hachís y, lo peor de todo, escucharán voces femeninas de soldados cantando, consideradas una abominación absoluta en la ley religiosa judía.
La separación entre los ultraortodoxos y el resto (entre los judíos e israelíes, por decirlo así) es casi completa. Los ultraortodoxos hablan otra lengua (yídish, que significa “judío”) y utilizan otro lenguaje corporal; se visten de manera distinta y tienen una visión del mundo diferente. En las escuelas separadas en las que estudian, aprenden cosas distintas (nada de inglés, matemáticas, literatura secular o historia de otros pueblos).
Un judío ultraortodoxo no puede comer en una casa israelí normal porque no es kosher
Los alumnos israelíes de los colegios del estado no comparten ningún lenguaje con los alumnos de los colegios ultraortodoxos: han aprendido historias totalmente diferentes. Un ejemplo extremo de ello es el siguiente: hace algunos años, dos rabinos publicaron un libro titulado “El camino del rey” (“The King´s Way”, en inglés), que afirma que matar a niños no judíos está justificado siempre y cuando exista algún miedo a que, cuando crezcan, persigan a los judíos. Algunos rabinos mayores dieron su visto bueno al libro. Cuando se imprimió, la policía inició una investigación criminal por instigación. Esta semana, el fiscal general del estado finalmente decidió no llevarlos a los tribunales, basándose en que los rabinos solamente citaron textos religiosos.
Un judío ultraortodoxo no puede comer en una casa israelí normal y corriente (porque no es kosher o no lo suficientemente kosher). Sin duda alguna, no dejará que su hija se case con un israelí “laico”.
La actitud con respecto a las mujeres es quizás la diferencia más notable. No existe igualdad de sexos alguna en la religión judía. Los hombres ultraortodoxos ven a sus mujeres (y las mujeres, a ellas mismas) como un mero medio de (re)producción. El estatus de las mujeres ultraortodoxas lo determina el número de hijos que tienen. En algunos barrios de Jerusalén, es bastante normal ver a una mujer embarazada a los treinta años rodeada de toda su prole y llevando en brazos a su recién nacido. Lo normal es encontrarse a familias de diez o doce miembros.
Un reconocido comentarista israelí y una personalidad en el mundo de la televisión escribió hace poco que a los ultraortodoxos se les deben apretar las tuercas. En respuesta a ello, un escritor ultraortodoxo desató su ira en contra de las personalidades “laicos” que no protestaron, resaltando al “incansable ideólogo Uri Avnery”. Así que debo dejar clara mi posición.
Como israelí ateo, respeto a los ultraortodoxos por lo que son: una entidad diferente. Incluso diría como un pueblo diferente. Viven en Israel, pero realmente no son israelíes. Para ellos, el estado de Israel es como cualquier otro Estado ‘goy’ (no judío) y los israelíes son como cualquier otro pueblo ‘goy’. La única diferencia es que, al tener la ciudadanía israelí, pueden exprimir al Estado descaradamente. Nosotros prácticamente financiamos su existencia: sus hijos, sus colegios, su vida sin trabajar.
Mi propuesta para un modus vivendi sostenible es:
Como israelí ateo, respeto a los ultraortodoxos por lo que son: una entidad diferente
En primer lugar, una completa separación de religión y Estado. Anular todas las leyes que se basen en la religión.
En segundo lugar, garantizar a los ultraortodoxos una completa autonomía. Deben elegir a sus instituciones representantes y gobernarse a sí mismos en todos los asuntos concernientes a la religión, a la cultura y a la educación. Deben estar exentos del servicio militar.
En tercer lugar, los utraortodoxos deben pagarse sus propios servicios religiosos con la ayuda de sus hermanos del extranjero. Quizás, debería existir un impuesto voluntario para este propósito que el Estado transferiría a las autoridades de la autonomía.
En cuarto lugar, no debería existir un “rabino supremo” ni otros rabinos elegidos por el Estado. De todas maneras, los ultraortodoxos los rechazan e incluso los desprecian (el irascible Yeshayahu Leibowitz, un judío practicante, una vez llamó al Rabino Supremo, Shlomo Goren, “el payaso del shofar”).
Por cierto, yo propondría una autonomía similar para los ciudadanos árabes, si ellos la quisieran.
Queda sin resolver la cuestión de los llamados “nacional-religiosos”. Estos descienden de una reducida minoría de judíos religiosos que se unieron a los sionistas de derechas desde el principio. Ahora conforman una gran comunidad. No solamente son fervientes sionistas, sino que son ultra-ultra: lideran la iniciativa de los asentamientos y el sionismo de la derecha violenta. No es que simplemente acepten el Estado y el ejército, sino que aspiran a liderar ambos: han progresado de manera considerable a este respecto.
Pero en los temas religiosos, también se están volviendo más y más extremistas, llegando a parecerse a los ultraortodoxos. Algunos israelíes ya usan el mismo término para los dos grupos: “hardal” (que podría traducirse como “Narelo”, acrónimos de “nacionalistas-religiosos-ortodoxos”). Hardal, por cierto, significa mostaza.
¿Qué hacemos con la mostaza en este plato de autonomía? Déjenme pensar un momento.
Por cierto, cuando un extranjero le pregunta a un judío israelí en cualquier lugar del mundo “¿qué eres tú?”, siempre responde: “Soy israelí”. Nunca jamás dirá: “Soy judío”.
Excepto los ultraortodoxos.