Jerusalén para principiantes
Alejandro Luque
El lenguaje del cómic se ha revelado en los últimos tiempos como un magnífico vehículo para descubrir mundos distintos a la realidad cotidiana de los lectores. Y, muy especialmente, en ese universo árabo-musulmán que los medios de comunicación no siempre salvan del cliché. Algunos, como Persépolis de Marjane Satrapi o El juego de las golondrinas de Zeina Abirached, o los reportajes en viñetas de Joe Sacco, son ya clásicos contemporáneos del género. Otros van camino de serlo, como este Crónicas de Jerusalén, premio al Mejor álbum en el Salón Internacional del Cómic de Angoulême 2012
Al canadiense Guy Delisle (Quebec, 1966) lo conocíamos sobre todo por dos grandes obras anteriores, Shenzhen y Pyongyang, producto de sus diversas estancias en Asia. Ahora, en cambio, pone el foco en Israel, en concreto en Jerusalén, donde se afincó con su familia después de que su esposa fuera enviada a Gaza como profesional de Médicos sin Fronteras. Así, el cómic comienza como un diario dibujado de su experiencia en la ciudad santa, para acabar convirtiéndose, acaso sin pretenderlo, en una estupenda guía de Jerusalén (y alrededores) para principiantes.
Lo primero que explica Delisle, y lo hace con tanto humor como precisión, es que nos encontramos en un territorio donde, como es sabido, conviven varias culturas, pero que está infestado de divisiones territoriales. Algunas son invisibles, como los quartieres o barrios de la Ciudad Vieja, o la línea verde que divide la ciudad en Este y Oeste, judía y árabe; otras son demasiado bien visibles, tangibles e infamantes, como el grosero muro que separa Jerusalén de Belén, con sus correspondientes check-points.
No necesita ser irreverente, ni reverente: basta con mostrar lo que ocurre en las calles de la ciudad santa
“Siempre habrá fronteras”, le dice un comerciante al autor: empezando por las fronteras de la mirada. Comerse una manzana en Ramadán, comprueba con estupor Delisle, equivale a trazar una línea divisoria. Comer en un restaurante sin saber si la comida es kosher o no, también. Y algunos lugares, como la mezquita a la que no puede acceder por ignorar la shahada o declaración musulmana de fe, o el barrio ultraortodoxo de Mea Shearim, con su explícito cartel (“Atravesar nuestro barrio ofende seriamente a los residentes”) le muestran hasta qué punto un simple paseo puede convertirse en transgresión. “Gracias, Dios, por hacerme ateo”, ironiza el dibujante como conclusión.
Atracones de humus y contenedores de basura de tamaño extra, civiles con armas al hombro y chicas en bikini fumando su cachimba, kafkianos interrogatorios en los aeropuertos y kippas con dibujos de Spiderman o de Smiley, el ambiente populoso de Ramallah y la vergonzante fractura de Hebrón, son algunos de los esquizofrénicos contrastes que Delisle va plasmando con objetiva curiosidad, valiéndose para ello de un dibujo encantadoramente sencillo, pero muy dinámico y efectivo.
El quebequense, eso sí, se cuida mucho de caer en la sátira facilona, y mucho más de mostrarse provocador. No necesita ser irreverente, ni reverente: basta con mostrar lo que ocurre en las calles de la ciudad santa de día y de noche, lo que está a la vista de cualquiera que ponga los pies en ella, y muestre la mínima disposición a abrir los ojos y los oídos.
Hay quien viaja a Jerusalén sólo para ver y tocar vestigios sagrados de una u otra fe: no puede decirse que sean los lectores potenciales de este volumen. Pero si alguno tuviera la tentación de abrir estas Crónicas por cualquiera de sus páginas, no cabe duda de que su campo de visión sobre la ciudad e Israel se ampliaría notablemente. Pero también tendrá un efecto similar sobre los simples aficionados al cómic: este trabajo no sólo divierte, testimonia y da información: también reivindica al género como una llamada al sentido común, una clamorosa denuncia del absurdo.