Opinión

El combustible de Torre Pacheco

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 14 minutos
Opinion mgf

Estambul | Julio 2025

Arden coches, arden autobuses. Hordas de jóvenes reciben a la policía con adoquines y bengalas, destruyen mobiliario público, incendian la calle. Un barrio entero se aisla de Paris. No estamos en Mayo del 68, no. Sino en julio de 2023, los rebeldes no son estudiantes sino jóvenes sin estudios y sin trabajo, habituados a una vida al margen de una sociedad que no reconocen como suya. Son franceses, pero hijos o nietos de inmigrantes norteafricanos. Para Europa representan «el problema de inmigración musulmana».

¿Podría pasar en España? nos preguntamos entonces. Y la respuesta era que sí, desde luego, si no se hace nada para prevenirlo. No de inmediato: la inmigración española está una generación por detrás de Francia, estamos a tiempo de evitar los errores del país vecino, concluimos. A la vista de lo ocurrido en Torre Pacheco la semana pasada, nos preguntamos ahora si ya estamos más cerca.

En primer lugar: no, en absoluto. Hemos visto vídeos de adolescentes de origen magrebí, recorriendo las calles, armados con palos y lanzando bengalas, bandas al margen de la ley. Pero estos grupos se han formado solo ahora, como reacción a la llegada de posadolescentes de origen españolísimo, recorriendo las calles armados con palos, al grito de «Moro muerto»: bandas al margen de la ley. Previo a este nada espontáneo estallido no constan enfrentamientos entre la juventud de Torre Pacheco y las fuerzas del orden. El crimen por el que acudieron al lugar los españolísimos para castigar a los moros lo cometieron individuos ajenos al lugar; la policía tendrá que dilucidar los motivos, pero nada sugiere que sea resultado de una tensión social latente.

La tasa de delitos del municipio, 41 infracciones por mil habitantes, está por debajo de la media de España (51)

¿No hay tensión latente en este pueblo, donde un tercio de la población son extranjeros, y la mitad de estos, marroquíes? Pues sí, la hay, explican a la prensa tanto los vecinos de toda la vida como los llegados en las últimas décadas. La sensación de inseguridad que reportan algunos de los primeros, hablando de ocasionales robos, hurtos, peleas, no distingue el pueblo de cualquier otro; la tasa de delitos del municipio, con 41 infracciones penales por cada mil habitantes, está por debajo de la media de España (51) y casi la mitad de la de Pamplona (74), donde los extranjeros no llegan al 13 por ciento y los magrebíes apenas superan el 1 por ciento.

Lo que reportan los segundos, los hijos de inmigrantes, es más preocupante: la sensación de no pertenencia, de exclusión, de no poder alquilar un piso por ser moros, de estar relegado siempre a trabajos precarios. Precisamente porque trabajo hay: los jóvenes dejan el colegio en cuanto pueden para ponerse a currar: es tierra fértil y no falta jornal. Pero mientras tanto, se va desarrollando una sociedad de comunidades separadas. «Moros» por un lado, «españoles» por otro. Se ha vislumbrado, en un momentáneo flash, al formarse las bandas de defensa del barrio contra los ultras: en su mayoría, dice la prensa, adolescentes nacidos en España pero capaces de gritar vivas a Marruecos. Son adolescentes, son críos, los disculpan sus mayores, rotundamente opuestos a esa actitud. Pero son los adultos de mañana.

Visto el bajo nivel de violencia en Torre Pacheco, comparado no ya con la revuelta de París, sino con cualquier pelea de hinchas de fútbol británicos, hablar de Torre Pacheco como una «olla a presión» es injustificado. Pero sí es la olla en la que se cocinan los problemas del futuro. Y todo indica que no solo los ultras, sino también el resto de la sociedad y el propio Estado están acarreando combustible para alimentar el fogón.

El imam como guía que apacigua el pueblo, la mezquita como central de mando de la comunidad, esa es la visión

La primera noche con tranquilidad en Torre Pacheco, tras días de disturbios, cuenta la prensa, se registra cuando se juntan para un rezo seis dignatarios de la comunidad: los presidentes y los imames de las tres mezquitas del municipio. Todos juntos hacen un llamamiento para calmar a los jóvenes y conminarlos a no responder a las provocaciones de los ultras. Les hacen caso, qué bien.

El imam como guía que apacigua el pueblo y lo lleva por el camino de la paz, la mezquita como central de mando de la comunidad, esa es la visión. Y es política del Gobierno, que desde 2004 financia sistemáticamente las mezquitas de España —junto a las iglesias protestantes y las sinagogas— a través de la fundación estatal Pluralismo y Convivencia, con el expreso designio de «normalizar el hecho religioso». Si vemos normal seguir las normas de la Iglesia católica, igual de normal debe ser seguir las de una mezquita o de un párroco pentecostal o mormón, ¿no? Postura intachable desde el punto de vista constitucional. Pero en la práctica —si bien los fondos de la fundación no superan el millón y medio de euros anuales, una limosnilla frente al dinero público destinada a la Iglesia católica— significa trabajar para segregar la sociedad de España en comunidades diferenciadas, separadas, enfrentadas por su fe. Para dividir el país entre moros y cristianos.

Cristianos es un decir, un término de generaciones pasadas: solo una de cada cinco bodas en España se hace en la iglesia, y se permite especular sobre cuántas de estas parejas llegan al altar sin condones en la mesilla de noche, para no hablar ya del mandamiento de castidad. Quién sabe si no llevarán incluso condones en el bolsillo los patriotas españolísimos que llegaron a Torre Pacheco reivindicando una España cristiana, con una gran cruz en sus cuentas de Twitter. Tengo hasta dudas de que sepan que su religión se lo prohíbe.

De los musulmanes esperamos que cumplan con lo que dicte su religión. Y sobre todo lo esperan de ellos los imames

Pero de ellos, los moros, los musulmanes, esperamos que cumplan con lo que dicte su religión. Y sobre todo lo esperan de ellos los imames que alguien ha enviado a sus barrios para fundar mezquitas y adoctrinarlos en lo que —afirman—debería ser su fe. Una fe de la que sus padres, para los que el hecho religioso más relevante era la romería anual a la tumba de un santo, ignoraban todo. Pero que ahora se está convirtiendo en un denominador común de «los magrebíes» frente a «los españoles». Mezclarse es tabú: al igual que ningún cura, si le consultan, puede dar el visto bueno a la boda de un cristiano con una musulmana, ningún imam puede hacerlo: su oficio es oponerse. La religión era eso.

No se trata de si los imames son especialmente integristas, si quizás alguno difunda incluso un ideario yihadista, o si todos predican paz y amor. En todas las mezquitas de España —búsquenme una excepción, alguna tiene que haber— se sigue la doctrina salafista, financiada por Arabia Saudí, Qatar y Kuwait, que ha usurpado el nombre del islam en el siglo XXI y está erradicando toda forma anterior de vivir la religión. Y especialmente la sigue la Comisión Islámica de España, interlocutor oficial del Gobierno, financiado al año con medio millón de euros para cumplir su misión. Una misión que incluye afirmar que el velo es obligatorio para las musulmanas.

Les funciona: la gran mayoría de las mujeres en Torre Pacheco y en muchos otros barrios que se han convertido en gueto de población musulmana, llevan velo cerrado. Esto no es una costumbre magrebí, no lo fue nunca: es el resultado de dos décadas de adoctrinamiento para convencer a las mujeres de que van «desnudas» si no ocultan el cabello y a los hombres de que quedan deshonrados si permiten que «sus mujeres», ya sea esposa, hija o hermana, salen a la calle con el pelo al aire.

Cualquiera puede diferenciar a una mujer musulmana de una «cristiana» en la calle: una vía para crear dos sociedades paralelas

El resultado está a la vista: cualquiera puede diferenciar a una mujer musulmana de una «cristiana» en la calle. Segregar la mitad de población de forma visual para impedir que haga una vida normal, una vida como la de las demás mujeres de España, y educar a la otra mitad en la obligación de vigilar que no hagan esa vida normal, es un eficaz método de segregación, una vía para crear dos sociedades paralelas que van desconfiando una de la otra a la medida que se van desconociendo.

Esto es una espiral de presión mutua. Los inmigrantes de las primeras décadas, ya fuese en Francia y España, no tenían otro objetivo que ver a sus hijos integrados en la sociedad de acogida. Es el rechazo que experimentaron, no por su inexistente práctica religiosa, sino simplemente por ser norteafricanos, moros, pobres, el que los hizo recluirse en el barrio, buscar apoyo entre sus semejantes, y finalmente en la mezquita. Un lugar que tal vez nunca habían pisado en su pueblo, en primer lugar porque en gran parte de las aldeas de Marruecos nunca hubo mezquita, ni hacía falta: casi nadie rezaba antes de cumplir los cincuenta. Es en la diáspora donde hace falta: para reunir la grey bajo la batuta de un pastor y evitar que las ovejitas se dispersen por el campo, confundiéndose con el resto de la fauna.

El rechazo por parte de la fauna autóctona, empezando en el patio del colegio, es lo que alimenta esa actitud de los adolescentes de buscar refugio en la reconfortante idea de ser algo distinto, mejor, quizás simplemente más montaraz. Actitud que genera más rechazo. Así hasta el infinito. No es tan distinto a la dinámica del movimiento incel norteamericano, el de los hombres que por no conseguir ligar se declaran orgullosamente misóginos, cosa que obviamente les hará ligar aún menos. Hasta que descargan su ira disparando contra mujeres en la calle.

Toda campaña de prevención de la violencia sexual y machista haría bien en dedicar atención a estos barrios

La similitud va más allá. La miseria sexual forma parte de una generación criada en el gueto a la que se ha educado en la obligación de vigilar la castidad de «sus hermanas» —toda la población marcada como musulmana por nacimiento— con la única y dificultosa salida de desfogarse con las otras, las «cristianas», a las que hay que despreciar al tiempo que se las desea. No hay estadísticas de delitos de agresión sexual desglosadas por nacionalidades, y tampoco servirían, porque hablamos de un problema específico no de inmigrantes sino de españoles nacidos en el gueto musulmán. Pero toda campaña de prevención de la violencia sexual y machista haría bien en dedicar atención a estos barrios. Y esa labor de prevención no debe consistir en proyectar en los colegios filmes que subrayen el hermoso valor de la «diversidad» encarnado en el velo, ni enviar a voluntarias veladas para promocionar este uniforme, como se ha ido haciendo. No debe consistir en aumentar la represión sexual de chicas y chicos bajo el pretexto de que a ellos, por nacer musulmanes, les gusta reprimirse. Debe consistir en liberar.

Hablamos de la responsabilidad de los poderes públicos, porque para eso son poderes y públicos.

No pueden desentenderse. Decir que los musulmanes son así, y ellos verán, es tan poco ético como decir que si los españoles se matan en la carretera es porque les gusta correr. Si España ha reducido en treinta años los muertos por accidente de tráfico a la quinta parte es porque los poderes públicos no han dejado la decisión de estrellarse en manos de cada conductor, sino que instalaron límites de velocidad, radares, controles de alcoholemia, multas y retiradas de carné. Se llama Estado.

Esto no quita la responsabilidad individual de cada conductor. No quita que cada uno de los chicos del gueto musulmán, mientras se vaya haciendo adulto, debería preguntarse con qué modelo de sociedad está colaborando. No quita la responsabilidad de los adultos del barrio de plantearse que han callado demasiado tiempo, por no buscarse problemas con el imam, ante la doctrina que predica un ellos y un nosotros basado en la fe. Y sobre todo no quita la responsabilidad de los adultos que crean asociaciones y difunden comunicados para protestar contra el racismo y pedir respeto a los musulmanes, incluida a la «libre decisión» de llevar velo, sin nunca cuestionar la misión salafista que segrega sexos y sociedades mediante ese velo. No quita que decenas de miles de españoles, hijos de familias musulmanas, que viven perfectamente integrados en la sociedad, indistinguibles de sus vecinos, lejos del gueto, deberían preguntarse si, pese a no tener una responsabilidad individual —porque no hay responsabilidades por religión heredada— no podrían arrimar el hombro para frenar en público, en voz alta, el discurso islamista que se arroga representarlos como parte de la «comunidad musulmana» de España, como parte de una «colectivo» deseoso de ser distinto y segregado.

Hablo de las académicas que, bajo guisa de defender a «las desfavorecidas», tachan de «islamófoba» a Najat El Hachmi

Vivir en democracia tiene eso: obliga a asumir responsabilidades. Y más de uno puede pensar que esta responsabilidad brilla por su ausencia entre quienes las encuestas definen como musulmanes en España. Pero sabe Dios que se lo estamos poniendo difícil a quienes sí la asumen. Y no hablo solo de la soledad absoluta en la que se halla una joven española de familia musulmana expuesta a cientos de amenazas de muerte en redes sociales por haber hecho un chiste sobre el Corán. No hablo solo de la derecha racista que descalifica cualquier cosa que diga una mujer con nombre magrebí, al grito de «Mora, vete a tu país». Hablo de las académicas de izquierda que, bajo guisa de defender a «las desfavorecidas» firman manifiestos públicos en la prensa para tachar de «islamófoba» a Najat El Hachmi por pedir derechos universales, no diferenciados por religión, para las mujeres. Hablo de los poderes públicos europeos que promocionan el velo y promueven informes sobre «islamofobia» en los que se condena, antes de publicarse, un libro de Mimunt Hamido que alza la voz contra esa segregación islamista diseñada para llevarnos al desastre.

No, no se lo podemos fácil a quienes intentan arrimar el hombro para evitar que dentro de unos años ardan Salt o Torre Pacheco como ayer ardió la periferia de París. Frente a esta amenaza, los poderes públicos no están instalando radares para multar a los imprudentes, sino echando aceite a la carretera. No sé cómo pedir responsabilidad, civismo, conciencia y compromiso con los valores de la democracia a los jóvenes hijos de la inmigración, cuando todo el aparato de instituciones, universidades, empresas y académicas se dedica a meterlos en el corral de la mezquita como si hubiesen nacido para ser borregos.

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© Ilya U. Topper | Primero publicado en El Confidencial · 19 Jul 2025