Cristianos sin Navidad
Ilya U. Topper
Edoje brijo. Así se dice ‘Feliz Navidad’ en arameo, la lengua que hablaba Jesucristo. Pero este año no se escuchó allí donde este idioma se habla aún: en Iraq. O sólo en susurros. No hubo misa de gallo. Las iglesias permanecieron cerradas. Por miedo.
De miedo saben algo Wail y Zina, una joven pareja cristiana iraquí. Huyeron de Bagdad el 1 de noviembre, al día siguiente del brutal atentado a la iglesia de Nuestra Señora de la Salvación, que se cobró 58 muertos y que fue reivindicada por la marca Al Qaeda. “Ya nos habían amenazado antes. Pararon a mi hermana en la calle, la golpearon y le dijeron que nos daban una semana para irnos, si no, nos degollarían”, recuerda Wail.
¿Quién los amenazó? “Nadie sabe quiénes son ellos. Tienen la cara tapada. Hablan árabe iraquí pero con acento. Del barrio no son”, asegura la pareja.
“Todos los cristianos están amenazados, todos. Ya no podemos ni ir a misa»
“Todos los cristianos están amenazados, todos. Ya no podemos ni ir a misa. Nos dicen que no tenemos lugar en Iraq. Quieren convertir el país en un Estado islámico”, resume Zina, con más furia que tristeza: los cristianos ―caldeos y asirios― forman desde hace dos milenios parte de la sociedad mesopotámica. Desde la misión del propio apóstol Tomás, según detalla el vicario caldeo en Turquía, François Yakan. “El cristianismo viene de Oriente Próximo, no de Roma o de Madrid, ¿cómo se puede olvidar tanto las comunidades cristianas de Iraq que están en peligro?” se pregunta.
También pasó miedo Yoni, un caldeo que trabajaba como camarero en un club bagdadí que servía alcohol, frecuentado por clientes “de todo tipo, por supuesto en gran parte musulmanes”. Pero a él lo tocó pagar los platos rotos de quienes no gustan de estos establecimientos. “Un día, al salir del trabajo, me rodearon varios hombres armados y me dijeron que servir alcohol estaba prohibido y que me iban a matar si volvía a trabajar allí”, aunque el despacho de alcohol en estos establecimientos está autorizado por la ley.
Yoni no pudo encontrar otro empleo y prefirió fugarse a Estambul con su mujer y sus cinco hijos. Afortunadamente, no fue difícil: con un pasaporte iraquí se puede cruzar la frontera turca sin problemas, asegura.
Cada semana, entre cinco y diez familias cristianas iraquíes llegan a Estambul, según confirma el vicario Yakan. En noviembre llegaron 1.118 personas, detalla. La cifra de los actualmente residentes oscila entre 4.000 y 6.000. Turquía no les da el estatus de refugiados ―que sólo asigna a quienes sean oriundos de Europa, acorde a las reservas introducidas en el Tratado de Ginebra― pero les permite quedarse hasta que consigan asilo en un tercer país.
«Los cristianos iraquíes somos una especie en extinción y nadie habla de nosotros»
El vicariato caldeo-asirio turco les ayuda en las tareas de registro y búsqueda de un nuevo destino, pero Yakan se desespera. “Nos sentimos muy solos. Ningún país nos ha respondido, excepto Alemania, que ha acogido a 2.500 refugiados. Francia aceptó a unos pocos centenares, después de que hiciéramos mucho ruido. Los cristianos iraquíes son una especie en extinción y nadie habla de ellos”.
Aunque nunca era fácil dar cifras exactas, Yakan estima que antes de la invasión de Iraq en 2003 hubo unos 1,2 millones de cristianos en el país; casi todos pertenecían o bien a la comunidad asiria, una de las ramas más antiguas del cristianismo, o bien a la caldea, escindida de la primera y unificada con la Iglesia Católica en 1830.
Bajo el régimen de Saddam Husein, los cristianos eran una comunidad próspera y respetada, con acceso a los más altos cargos del Estado: el ministro de Exteriores, Tareq Aziz, era caldeo. Hasta la invasión, e incluso en los primeros años de la posguerra, era fácil encontrar negocios de cristianos en Bagdad, sobre todo el sector de los bares y tiendas de bebidas, entonces una industria floreciente y respetada. Y era fácil escucharles hablar en arameo, una lengua semita cercana al árabe pero más antigua: la que se hablaba desde Palestina hasta Iraq hace dos mil años.
Todo esto cambió. El éxodo de millones de iraquíes también diezmó la comunidad cristiana, pero ha sido en los últimos dos años que se han registrado atentados dirigido especialmente contra iglesias y obispos, con la intención obvia de expulsar este histórico elemento de la sociedad iraquí. Hoy quedan alrededor de 400.000 cristianos en el país, estima el vicario. La mayoría ha huido a Siria y Jordania, donde se integran mejor, dado que son países de habla árabe.
Cada año, François Yakan viaja a estos países para conocer de primera mano la situación allí. A Bagdad, donde se halla la sede del Patriarcado, no ha ido aún. Eso sí, insiste en que “la comunidad cristiana amenazada debe ser protegida sobre todo allí donde está”. ¿Estados Unidos ―cuya invasión desencadenó la persecución cristiana― no tiene capacidad para hacerlo? “Esto es otro registro. Ellos no han ido a Iraq para proteger a alguna minoría”.
Tampoco las autoridades iraquíes quieren saber nada, denuncia Zina. “El ataque a la iglesia no era el único: buscan a los cristianos en sus casas y los matan, a mujeres, a niños…” “Esto está cada día peor”, asiente Wail. No tiene esperanzas de volver. Ni entiende por qué los expulsan. Wail ni siquiera servía alcohol: cocinaba ‘kubba’, las típicas albóndigas iraquíes, vivía como cualquier bagdadí y siempre se había llevado bien con los vecinos. La pareja gustaba de salir por Bagdad.
» Apenas salimos: los musulmanes tienen miedo de que los vean con nosotros”
Ya no. “Las ‘sectas’, las milicias religiosas, aparecieron en 2005-2006. Ahora vamos de casa al trabajo y del trabajo a casa; nos encerramos a las seis de la tarde y ya no salimos. Ya no tenemos amigos: los musulmanes tienen miedo de que los vean con nosotros”, añade Zina, mientras acuna a su bebé.
Tampoco quiere volver Sirine, una estudiante de 20 años, que pronto partirá con su familia a Estados Unidos. Domina el inglés, era buena estudiante y en el colegio nunca tenía problemas. “A veces discutía con los compañeros, cada uno tiene su opinión, pero no me importaba qué pudieran pensar de mí; yo sacaba buenas notas”. Asegura que no tiene interés en volver a Bagdad: “Todo el mundo se ha ido, ya nadie se siente seguro, ya no tengo a nadie en esta ciudad y ya no me gusta esa sociedad”. ¿Ni aunque fuera como antes de la guerra? “Ah, entonces sí, volvería encantado. Pero no creo que ocurra…”
Las últimas proclamas de Al Qaeda han vinculado la suerte de los cristianos iraquíes a la de los coptos en Egipto, una comunidad cristiana de casi diez millones de almas, pero el argumento invocado ―supuestamente se ha impedido a dos mujeres coptas convertirse al islam― es tan traído por los pelos que nadie parece tomárselo en serio. “La declaración de Al Qaeda asegura que los cristianos no tienen lugar en Iraq. Pero quién sabe qué es Al Qaeda? Quién, cómo, para qué, financiado por quién? No lo sabemos”, insiste François Yakan.
Eso sí, será difícil curar las heridas provocadas por las bombas de Bagdad y por las espantosas fotos de hombres, mujeres y niños despedazados. Fotos que quieren desmentir lo que fue durante siglos uno de los dogmas teológicos universales del islam: la protección de las iglesias y los sacerdotes cristianos incluso en tiempos de guerra.
«No es un conflicto entre cristianos y musulmanes sino un conflicto de intereses”
“La confianza mutua, el diálogo entre cristianos y musulmanes se ha roto. ¿Cómo restablecer esta confianza? Trabajamos para educar a la gente en la dimensión de la paz, el diálogo. Todos somos creados a la imagen de Dios, musulmanes y cristianos, todos nacemos igual y moriremos igual. No es un conflicto de cristianos y musulmanes sino un conflicto de intereses”, remacha el vicario.
Algo de este trabajo se respira en la Asociación Humanitaria Asirio-Caldea, una planta en el modesto edificio del vicariato turco en una calle céntrica de Estambul. Hadeer Khawaja, oriundo de Iraq, y el padre Idris Gabriel Emlek, del sur de Turquía, coordinan la ayuda a los refugiados, escuchan sus experiencias, les asisten con el papeleo necesario y reparten pequeñas dádivas a los más necesitados.
En una de las habitaciones, Sirine está ensayando un villancico con otros jóvenes caldeos, tanto iraquíes como turcos. La Iglesia de San Antonio, en la comercial calle Istiklal, ha cedido su cripta a los caldeos iraquíes: cada domingo, medio centenar de personas asisten a misa. En Nochebuena, la nave se llena hasta rebosar.
Aquí sí hay Navidad, se escuchan los cántigos en arameo y árabe que han enmudecido en Bagdad, Kirkuk y Mosul. Un coro de jóvenes, chicos y chicas, canta al lado del altar, donde ofician Idris Gabriel Emlek y François Yakan, todos se tocan las manos para pasar la gracia divina desde el altar hasta los últimos bancos, al salir se comparten dulces turcos y se reparten generosamente a cualquiera que pase. Y todos se desean mutuamente ‘Edoje brijo’. Sin miedo.