Jordi Millán
«Los políticos simpre han sido nuestra competencia»
Alejandro Luque
El nombre de Jordi Millán va indisolublemente unido al de La Cubana, la compañía teatral que fundó en 1980 junto a Vicky Plana, y con la que todavía sigue llevando por el mundo su genuina mezcla de sociología y humor. De hecho, esta semana se encuentran en Sevilla representando hasta el próximo día 23 su último montaje, Campanadas de boda, en el teatro Lope de Vega.
En esta sátira sobre las bodas y toda la parafernalia que les rodea, La Cubana demuestra que “el hombre necesita el teatro, lo tiene siempre a mano y, a la que pueda, lo utiliza”, explica Millán. “Una boda es una pequeña gran obra de teatro, se monta un guión que todo el mundo conoce, y por mucho que nos hayamos modernizado, a la hora de la verdad todos caemos en lo mismo. Hasta los gays, que por lo general son gente con la mente despierta, ¡han caído en lo mismo!”, agrega.
El director, que defiende “el humor y la risa, lo cual no quiere decir que no hagamos pensar”, asegura que el montaje “está plagado de mala leche, de agujas por todas partes, sobre todo relativas a contradicciones de nuestra sociedad. Por ejemplo, siempre que acaba una boda, pienso: y ahora, ¿qué harán estos? Nunca me los imagino follando, ni riéndose, sino sentados a los pies de la cama, preguntándose para qué habrá servido todo ese pifostio. Una boda es eso, una obra de teatro aficionado que se lleva preparando un año entero, o más, y que se representa un solo día”, asevera Millán.
Desde su primera propuesta, Dels Vicis Capitals(1981), este grupo en el que se dieron a conocer rostros populares del cine y la televisión como Santi Millán o Jose Corbacho ha sabido mantener una línea propia con espectáculos tan celebrados como Cómeme el coco, negro (1989) o Cegada de amor (1994), aunque admiten que los tiempos han cambiado mucho. “Cuando empezábamos, teníamos ganas de salir al balcón a desnudarnos. Durante la Transición parecía que te habías liberado, pero seguía habiendo censura, así que con la llegada de la democracia de veras nos poseyó una gran ilusión de ventilar la casa”, recuerda Millán.
La Cubana surgió como compañía amateur en Sitges, “un pueblo con cierto movimiento, con su festival de cine y de teatro, en el que los vecinos empezamos a hacer cosas. Todos teníamos nuestra profesión, la que no era maestra de escuela era ama de casa, el que no era diseñador, como yo, tenía su puesto… Para nosotros el teatro empezó siendo como esas madres que enseñan a su hijo disfrazado de carnaval por las casas para que vean lo bien que ha quedado, sólo que nosotros lo enseñamos por las Españas. Fue un juego de niños que fue a más, y en el que sin darnos cuenta acabó viniendo la experiencia. Teoría no había, sólo intuición. Hacíamos el teatro que nos gustaba, sin prever el futuro”, recuerda.
Así, fueron abriéndose paso en una comunidad de larguísima tradición, con compañeros de viaje tan prestigiosos como Els Joglars, Comediants, Tricicle, La Fura dels Baus o Dagoll Dagom, que andando el tiempo encarnarían la vanguardia del teatro en España. “Nosotros no hemos sido reivindicativos, pero sí políticos a nuestra manera. Más que el manifiesto, hemos buscado ese pellizco en el culete, que puede decirte menos en el momento, pero que a la larga dice mucho más de lo que parece”.
Desde la perspectiva actual, Millán explica que “el teatro catalán existió porque siempre hubo una base de aficionados, de teatro para después de cenar, de casales y centros recreativos. Ha habido una cantidad enorme de gente con ideas a la que ahora no se le da opción. Todo eso va a morir, porque no saben cómo gestionarlo. En el Franquismo se daba de una forma natural, porque la gente necesitaba cosas para evadirse, pero ahora hay chavales haciendo cosas en el garaje de su padre que no tienen más recorrido, no va más allá. En un contexto como el actual, La Cubana no nacería”.
¿Supone eso que, como ocurre en la sociedad española, también en el teatro están amenazadas las clases medias? ¿Sólo va a haber consagrados y amateurs? Millán asiente mientras se formula la pregunta: “A los pudientes sólo les interesan los números, no si va la gente joven a las salas. Sólo quieren que salgan las cuentas, a nivel estadístico. Si van señoras a dormirse en el teatro, les parece bien”, denuncia. “Por otro lado, hay una serie de infraestructuras que hemos pagado todos, que están ahí y no sirven para nada. Teatros por toda España que sólo parecen mantenerse para pagarle la nómina a los funcionarios, sin que nadie los llene de materia prima”.
La conversación conduce hacia el malestar de la gente del teatro hacia el Gobierno, que ha dado el rejón de muerte a las taquillas al subir el IVA del 8 al 21 por ciento, y hacia los políticos en general. “Yo siempre he pensado que los políticos han sido nuestra gran competencia”, afirma el director. “De hecho, creo que tienen que ser grandes actores. Quiero que exista la política, no tengo el menor interés en volver hacia atrás en el tiempo, y hay una parte de teatro en la actividad política que acepto. Pero quiero las mentiras bien dichas, y estos lo hacen muy mal”.
“Puedo comprender”, prosigue Jordi Millán, que tengan que hacer su puzle, como lo hacemos todos, en la familia, en el trabajo… Pero no me gusta que sobreactúen, ni que se les vea el plumero. O bien han ido a escuelas muy malas, o se han cansado de las escuelas, o se creen divos. Tendrían que aprender a decir las cosas bien, porque la gente necesita creérselas”.
Para nuestro personaje, Cataluña se ha convertido en los últimos tiempos en un paradigma de mal teatro político, con uso muy peligroso de las pulsiones y las pasiones nacionalistas. “Mira, yo estoy orgullosísimo de dónde vengo, me siento catalán, catalán, catalán. Pero se está fomentando una incomprensión muy grande, las cosas no son ni como se reciben, ni como se plantean. Claro que defiendo mi cultura, y mi idioma, si no, ¿qué haríamos? Bona nit y tapa’t [Apaga y vámonos]. Pero también me siento español”, proclama.
“Nunca he sido independentista, pero con ese caldo de cultivo que vemos en televisión, con gente que opina y no sabe ni de qué habla, reconozco que he tenido alguna vez la tentación de decir: ‘¡iros a la mierda!’, de pura irritación”, admite, para concluir: “Por todo ello, creo que la cultura debería estar a salvo de los políticos. Si pensamos de cuatro en cuatro años, hoy Fulanito pone aquí una flor, mañana Menganito una cola, y así no se puede. Pero esto es algo que no complace ni a las izquierdas, ni a las derechas”.
¿Se ve Jordi Millán 30 años más al pie del cañón? Para empezar, sonrisa: “No creo. A veces estoy cansado, y por otro lado esto es como una droga. Yo nunca me he drogado, pero estoy seguro de que tiene que ser parecido, ¿no? El teatro te engancha, te coge… Cada espectáculo es un ciclo, hasta que imagino que dices basta. De momento, seguimos disfrutando, con la misma sensación de haber hecho siempre lo que nos ha dado la gana. ¿Tiene esto un regusto romántico y trasnochado? Sí, a lo mejor somos así”, se encoge de hombros.
Sea como fuera, Millán quiere concluir con un mensaje positivo: “El teatro nunca está en crisis. Cambiará el rito, la manera de recibirlo, iremos o no al sancta sanctórum, lo veremos en el autobús o en la consulta del médico. Es como lo religioso: la gente ya no va a las iglesias, pero sigue creyendo de otra forma. Mientras exista el hombre, existirá el teatro”, apostilla.