Pan, gasolina y whatsapp
Ethel Bonet
Beirut | Noviembre 2019
“Empezaron con la gasolina, siguieron con la subida del pan y ahora le toca a la mensajería gratuita. ¿Qué se piensan, que somos idiotas?”. Así se queja un ciudadano libanés que participa en las protestas en el centro de Beirut.
Cuando se filtró la noticia de que el Gobierno de Líbano iba a cobrar una tasa de 20 céntimos de dólar al día por las llamadas a través de WhatsApp, nadie se esperaba que fuera a desencadenar protestas masivas en todo el país. Pero de repente – fue el jueves 17 de octubre – se llenaron las calles. En la madrugada hubo tiroteos, barricadas y neumáticos en llamas para bloquear carreteras. El viernes, las autoridades decidieron retirar la medida, que se extendía a otras de mensajería instantánea gratuita como Facebook Messenger y FaceTime. Pero el daño ya está hecho.
Desde aquel jueves, los libaneses, cansados de que su gobierno lleve más de tres décadas saqueándoles, decidieron salir a las calles para exigir “la caída del régimen”, con un lema que retoma aquel de Tahrir en El Cairo de 2011, el de la Primavera Árabe. “No estoy en contra de pagar impuestos, no me interprete mal, pero nuestros impuestos deben servir para ver mejoras”, añade Michel, un dentista cristiano, que también ha acudido a las manifestaciones. “Además de la mala gestión de la economía y de robarnos, tenemos que ser nosotros los que paguen su despilfarro”, se queja, en referencia a “ellos”: los políticos de todos los bandos.
El llamado impuesto al WhatsApp, aprobado en una reunión del Consejo de Ministros para discutir los presupuestos de 2020, fue tan solo el detonante. Con una deuda pública de 86.000 millones de dólares, el primer ministro, Saad Hariri, se echó a temblar y en un intento desesperado por salvar el barco se puso a tapar agujeros. Con un impuesto por los servicios de VoIP, de unos 6 dólares al mes por cada uno de los 3,5 millones de usuarios, el Estado podría recaudar unos 252 millones de dólares anuales, según cálculos del diario Al Nahar.
Desde 2005 no se ha visto una concentración tan multitudinaria, sin etiquetas religiosas
Las nuevas tasas, la subida de impuestos, la bajada de las pensiones y la cancelación del bono para los militares retirados fueron, en principio, las opciones que planteó el primer ministro libanés para poner en marcha un plan de rescate para reducir el déficit fiscal a un 0,6% del PIB. El problema es que todas las medidas de “salvación” estaban destinadas a repercutir en los bolsillos de los ciudadanos y no en los de sus señorías.
El estallido de cólera se hizo visible, especialmente, el domingo 20 de octubre, que llegó a aglutinar a más de 1,5 millones de manifestantes en todo el país. Por primera vez desde la Revolución de los Cedros -cuando en 2005 cientos de miles de libaneses salieron a las calles a exigir la retirada de las tropas sirias tras el asesinato del ex primer ministro Rafic Hariri- no se había vuelto a ver una concentración tan multitudinaria sin etiquetas políticas ni religiosas. “Todos somos la nación”, rezaba una de las pancartas que llevaban los manifestantes.
La crisis se había agudizado por los desacuerdos entre partidos a la hora de aprobar las cuentas públicas de 2020. Estos presupuestos son clave para liberar unos 11.000 millones de dólares concedidos por la comunidad internacional, en forma de donaciones y créditos blandos acordados en la Conferencia del Cedro de 2018, a cambio de reformas económicas. El desafío de los libaneses en las calles exigiendo la caída del Gobierno obró el milagro y en 72 horas, lo que duró el ultimátum de Hariri a los partidos políticos, se llegó a un consenso para aprobar los presupuestos.
Hariri, quien heredó de su padre no solo el puesto de primer ministro sino también su astucia negociadora, le dijo al pueblo lo que quería oír en su discurso: prometió que bajará un 50% los sueldos a todos los ministros, diputados y altos cargos actuales y anteriores. Prometió eliminar los ministerios “innecesarios” como el de Información, para engordar las arcas del Estado. Y prometió un proyecto de ley anticorrupción antes de que termine el año para recuperar “los fondos públicos saqueados”.
Los ciudadanos viven entre apagones eléctricos constantes y la mafia de los generadores
La promesa que Hariri no puede cumplir es la de acabar con los dichosos cortes de luz diarios en todas las casas de Líbano. El sistema eléctrico deficiente que se arrastra desde la Guerra Civil libanesa obliga a los ciudadanos a vivir entre apagones constantes. A esto se añade la desconfianza de los contribuyentes: muchos se niegan a pagar la factura de la luz. En cambio, quien se enriquece es la “mafia del motor”, los empresarios que distribuyen y mantienen los generadores eléctricos, imprescindibles en cada barrio debido a la ineficiencia del Ministerio de Energía. No sorprende que este grupo de empresarios se oponen a cualquier reforma del sector…
Al calor de las protestas, los rivales de Hariri están moviendo entre bambalinas los hilos políticos para precipitar la renuncia del primer ministro. El Partido Socialista Progresista, del patriarca druso Walid Jumblat, y el partido Fuerzas Libanesas, del dirigente cristiano maronita Samir Geagea, han sacado a sus partidarios a las calles. Como está vetado cualquier símbolo o estandarte que no sea la bandera nacional, los partidos han recurrido a otras estrategias para hacer llegar su mensaje.
En la plaza Sassine, feudo de las Fuerzas Libanesas, las ‘señoras de Ashrafieh’, en representación de un barrio cristiano de clase media, usaban gorra blanca con visera, estampada con la bandera libanesa, y calzado deportivo a juego, para protestar contra la crisis y pidiendo la disolución del Gobierno. Las Fuerzas formaban parte de las facciones cristianas más irredentas de la guerra civil, y siguen siendo hasta hoy el polo opuesto a Hizbulá, el partido-milicia chií que sostiene a Saad Hariri y que fue la primera fuerza en descartar una dimisión del Gobierno.
El propio secretario general de Hizbulá, Hassan Nasralá, apareció el tercer día de las protestas en un discurso televisado asegurando que “no permitiría la caída del presidente, Michel Aoun, ni del Gobierno de Hariri. “La formación de un nuevo gabinete político no cambiará nada y solo hará perder tiempo mientras que uno de tecnócratas, como algunos solicitan, no durará más de dos semanas, ellos serán los primeros en pedir su dimisión”, avisó el líder chií.
«Durante 30 años han estado calentando la silla los mismos, llenándose los bolsillos con comisiones”
Es una de las pequeñas paradojas de Líbano, ya que durante años, el partido de Hariri, que recoge el voto de la población musulmana suní, ha formado parte de la alianza ’14 de Marzo’, junto a las Fuerzas Libanesas y la Falange de Amin Gemayel, también cristiana, con respaldo de Estados Unidos y Francia. Hizbulá estaba en el otro bando, llamado ‘8 de Marzo’, con el partido Amal, igualmente chií, y el Movimiento Patriótico Libre de Michel Aoun, cristiano también, pero menos inclinado hacia una defensa de la identidad religiosa. Ahora son las Fuerzas Libaneses las que abanderan las protestas contra Hariri y es Hizbulá quién se opone.
“El problema no es Hariri, nosotros damos la bienvenida a su coalición si disuelve el gobierno actual. Hizbulá tiene demasiado poder”, se queja Mark Saad, manifestante y portavoz de las Fuerzas Libanesas en la plataforma que ha montado su formación en la plaza Sassine. A su juicio, Michel Aoun y su yerno, el ministro de Exteriores, Gebran Bassil, son “marionetas” de Hassan Nasralá, el secretario general de Hezbolá.
“No queremos a esta gente, queremos un gobierno de tecnócratas. Lo digo como ciudadano libanés, no como partidario de las Fuerzas Libanesas. Durante treinta años han estado calentando la silla los mismos, cogiendo comisiones y llenándose los bolsillos”, denuncia Saad.
El 29 de octubre, Hariri tiró la toalla y presentó la dimisión de todo su Gobierno. Pero Aoun le pidió continuar de forma interina. El gesto no calmó las protestas, porque mientras tanto, los manifestantes han subido la apuesta: lo que ahora se pide en las calles es acabar con el sistema del reparto de poder entre facciones religiosas. Un reparto que se ha vendido históricamente como la solución para evitar nuevos conflictos como la de la guerra civil, que desgarró el país entre 1975 y 1990.
«En la formación de un nuevo gobierno, quien podría quedarse fuera de la ecuación es Hizbulá»
Pero en realidad, los Acuerdos de Taif, que pusieron fin a los tiroteos, solo han cimentado el confesionalismo que teóricamente preveían abolir gradualmente. El reparto de poder en el Parlamento no depende de las elecciones: está preconfigurado con un número fijo de 64 escaños a repartir entre las 7 mayores ramas de confesiones cristianas – católicos maronitas: 34 diputados, griego-ortodoxos: 14, católicos melkitas: 8, etcétera – y otros 64 entre cuatro ramas musulmanas: 27 para suníes, 27 para chiíes, 2 para alauíes y 8 para los drusos que, a efectos del reparto, se han colocado en el bloque islámico, pese a ser una religión netamente distinta. Lo único que queda por determinar las elecciones es qué candidato representará a cada comunidad religiosa.
Iba a ser una solución temporal, pero bajo el paraguas de esa temporalidad se ha paralizado durante treinta años las reformas para un sistema político no sectario. Hasta hoy, Líbano es una especie de reino de taifas, donde las cinco principales comunidades religiosas del país tienen sus propias escuelas, universidades, hospitales, medios de comunicación y propiedades. «Guerra Civil del Líbano: 1975-2019» dice un grafiti de los muchos que han aparecido en las calles del país.
«Todos los lideres políticos repiten que el confesionalismo es una desgracia para el Líbano, pero ninguno ha hecho un movimiento serio para librar al país de la corrupción, las cuotas repartidas entre los favorecidos, los privilegios, la democracia distorsionada y la falta de justicia y de igualdad», asevera un veterano periodista libanés, Issa Goreb.
Y es justo el partido Hizbulá, la voz de la comunidad que antaño fue la más marginada, la de los musulmanes chiíes, quien ahora se beneficia más de este reparto. Ahora se ha convertido en un miniestado dentro de Líbano y representa más que nadie a la «élite política» que se critica en las protestas. Políticamente tiene más peso que el otro partido chií, Amal, al que corresponde por tradición el puesto de presidente del Parlamento, pero con el que mantienen ahora una estrecha alianza.
La dimisión de Hariri preocupa. «En la formación de un nuevo gobierno, quien podría quedarse fuera de la ecuación es Hizbulá. De ahí el interés de mantener las cosas como están», asegura Nizar Lahud, profesor de la Universidad Libanesa Americana. De hecho, al quinto día de protestas, un grupo de motoristas con banderas de Hizbulá y Amal logró llegar al centro de Beirut para reventar las manifestaciones. Hubo disturbos. Pero las protestas han continuado.
La economía también juega en contra de Hizbulá. En Líbano, el 1% de la población genera casi el 25% del ingreso nacional, mientras que el 50% más pobre genera poco más del 10%, según la Base de Datos de Desigualdad Mundial. Además, el país ocupa el puesto 138 de 180 en la lista de percepción de corrupción de Transparencia Internacional. En este contexto, la crisis económica causada por una deuda pública de 86.000 millones de dólares, el 150% del PIB, que hace tambalearse a Hariri, también ha debilitado a Hizbulá que, además, sufre escasez de fondos por las sanciones económicas de Estados Unidos a Irán, su gran patrocinador.
Cuando los manifestantes piden acabar con las élites políticas se refieren a «todos, es decir, todos»
Durante años, la mejor herramienta de Hizbulá para contentar – y controlar – a su comunidad, lo que le ha dado el poder de la calle, era una red de distribución de ayuda sociales y familiares, para muchos chiíes, una fuente de ingresos principal en un país de fuertes desigualdades sociales. Pero «si no hay dinero para pagar a las madres de los mártires, las medicinas de los enfermos, o los costes del colegio… la gente se te revuelve», comenta un diplomático europeo que prefiere el anonimato.
Desde que comenzaron las manifestaciones, en los suburbios de Beirut, en el barrio de Dahiyeh, un feudo de Hizbulá, se oyen los lemas de: «¡No a la humillación!»… pero esta vez no se lanzan contra Israel o Estados Unidos, las clásicas figuras enemigas, sino contra el propio Hassan Nasralá o contra Nabih Berri, presidente del Parlamento y miembro de Amal.
Ahora, cuando los manifestantes piden acabar con las élites políticas, se refieren a «todos, es decir, todos». Y es que todos llevan mucho tiempo: Nasralá, Berri, Aoun, Geagea, Gemayel, Jumblat… son los apellidos de quienes capitaneaban las milicias de la guerra civil. Ni siquiera se trata de los mismos perros con diferente collar, sino que son «los mismos perros de siempre». Salvo Hariri, que heredó el poder de su padre, los demás son señores de guerra reconvertidos en políticos con corbata, gracias a la ley de amnistía de 1991.
Para Issa Goreb, esta es una de las principales razones que han conducido al estancamiento político y a la corrupción económica. «Los políticos deben sus escaños al sistema político sectario y a las redes económicas, sociales y legales que lo facilitan», opina el periodista. «Todo está organizado para reforzar y exacerbar el fanatismo electoral, y mantener el mismo sistema sectario y confesional para fortalecer la lealtad a los liderazgos tradicionales».
Los manifestantes piden un gobierno de tecnócratas «pero algo así está fuera de la realidad», cree Nizar Lahud: ¿hay algún político que esté fuera del sistema? Para el analista, la mejor solución sería «una junta militar (como en Egipto) que asuma transitoriamente el poder y preparara al país para unas nuevas elecciones en 2020». ¿El Ejército como fuerza independiente, sin tacha? Es cierto que tuvo la fama menos mala en la guerra civil. En aquella época, su jefe máximo era… Michel Aoun, actual presidente.
De momento, las protestas siguen. Las promesas de Hariri no han calado entre los manifestantes. “No creemos en lo que dicen”, desafía Patrick, quien ha plantado su tienda de campaña en la Plaza de los Mártires, el centro de Beirut. “Hasta que veamos que es efectivo y no otra mentira, nos quedaremos aquí”.
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