Netanyahu: la huida hacia adelante
Ilya U. Topper
Estambul | Marzo 2024
Vestido con chaleco antibalas, en una mano una cerilla encendida y en la otra una bandera de Estados Unidos que empieza a chamuscarse. Así representa una viñeta del diario israelí Haaretz de finales de marzo al primer ministro Binyamin Netanyahu: decidido a enfrentarse con Washington, la única potencia que respalda a Israel incondicionalmente. Eso, cuando Netanyahu ya tiene suficientes problemas en casa, con su coalición parlamentaria a punto de saltar por los aires. «No está claro por qué Netanyahu se empeña en pelearse con todos los bandos que pueda», arranca el texto acompañado por la viñeta.
El gesto de Washington de no vetar, por primera vez, una resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que exige un alto el fuego inmediato en Gaza es una señal de que algo no va bien en la hasta ahora sacrosanta alianza entre Estados Unidos e Israel («sacrosanto» es la palabra utilizada en el memorándum firmado por el presidente Joe Biden en 2022). Pero la reacción de Netanyahu, que ha cancelado el viaje a Washington de dos estrechos colaboradores suyos, ha causado estupor. ¿Puede Netanyahu permitirse una pelea con Biden justo ahora, cuando no se sabe si su coalición va a sobrevivir las próximas semanas?
La fragilidad de la coalición no es novedad: Netanyahu está más que acostumbrado a rodearse de partidos con visiones incompatibles y luego enfrentar a unos con otros para quedar siempre victorioso en medio; una estrategia que ha empleado con éxito desde su segunda victoria electoral en 2009. Su comódisima mayoría de 76 escaños sobre el total de 120 se redujo a 72 el lunes pasado, cuando Gideon Sa’ar se llevó a sus cuatro diputados del partido Nueva Esperanza a la oposición, por no haber sido invitado a formar parte del reducido gabinete de guerra donde se toman las decisiones. Aparentemente nada de qué preocuparse, ni siquiera si siguieran el ejemplo los 8 diputados de Unidad Nacional, el partido de los exmilitares Benny Gantz y Gadi Eizenkot, que sí están en el gabinete de guerra. Con los 32 escaños de su propio partido, el Likud, y los 32 de los partidos de ultraderecha religiosa que lo respaldan, Netanyahu mantiene la mayoría.
Si Netanyahu firma una ley que acabe con el privilegio de los ultraortodoxos, su coalición se desploma
Solo que ese respaldo no es incondicional, sino que depende de un factor clave: que Netanyahu no solo actúe como el ultraderechista que es, sino también como el ultrarreligioso que no es. Y esta semana debe decidir su postura ante un debate legal que lleva dos décadas in crescendo: la exención de los ultraortodoxos del servicio militar.
El servicio militar es obligatorio para todos los israelíes —casi tres años para los hombres y dos para las mujeres (exceptuando las casadas)— salvo para los ultraortodoxos, también llamados haredíes, ese sector que no hace otra cosa que dedicarse al estudio de la Torá (ellos) y tener hijos (ellas). El año pasado, 66.000 jóvenes haredíes se libraron de acudir a filas, sin verificar nadie si realmente se pasan la jornada leyendo la Torá. La corriente haredí ya forma el 13 % de la población israelí judía, pero esos 66.000 jóvenes equivalen a casi la cuarta parte de los reservistas llamadas a filas desde el 7 de octubre. En tiempos de una guerra sin fin a la vista, el cabreo entre los reclutas que no pueden tener un respiro porque no hay suficientes soldados para reemplazarlos en el frente va creciendo día a día.
Si Netanyahu quiere ganarse el favor de la sociedad y firma una ley que acabe con el privilegio de los ultraortodoxos, su coalición se desploma de inmediato. Incluso el Shas, un partido muy ortodoxos, pero no del todo ultra, se ve ahora obligado a alinearse con los haredíes desde que en marzo, su rabino jefe Yitzhak Yosef amenazó que todos los judíos devotos abandonarían Israel si se obligara a los haredíes a acudir a filas. Para los rabinos, recordemos, esto no es una pelea por privilegios: creen que la nación solo se salva si lee mucho la Torá. Se lo creen de verdad.
¿Justo en este dilema, Netanyahu encima elige pelearse con Biden? Pues igual es precisamente por eso
Si Netanyahu firma una ley que legaliza ese privilegio de los ultraortodoxos, no solo saltarán del barco Benny Gantz y Gadi Eizenkot, sus últimos vínculos con el sector israelí no ultraortodoxo, y probablemente los únicos del gabinete que entienden algo de guerras. Se tambalearía también su silla de jefe del Likud. Su propio ministro de Defensa, Yoav Gallant, acaba de avisarle que él no pensaba votar a favor de la exención. Gallant tiene un historial de enfrentarse a Netanyahu y el hecho de que él sí viajó a Washington a finales de marzo, cuando Netanyahu canceló la visita de sus dos colaboradores, muestra su capacidad de ir por libre. En unas futuras elecciones se llevaría los votos, si juega la carta de haber defendido la patria contra el parasitismo de los haredíes.
Tampoco se puede dejar correr el tema, porque después de una década de aplazamientos, justificados por elecciones anticipadas prácticamente cada año, el Tribunal Supremo ha recordado que ahora expira la prórroga de la norma provisional que permitía la excención, porlo que los haredíes deberán obligatoriamente acudir a filas. Salvo que se haga una ley en debida forma para evitarlo. Y Netanyahu no puede permitirse ni lo uno ni lo otro.
¿Y ahora, justo en este dilema, Netanyahu encima elige pelearse con Biden? Pues igual precisamente por eso. Todos los dirigentes israelíes, y especialmente Netanyahu, que es experto en estas lides, tienen hábito de provocar una guerra cuando bajan en las encuestas electorales. Netanyahu lo hizo en 2015 atacando un convoy de Hizbulá en Siria, y fue precisamente Gallant, entonces en otro partido de centroderecha, quien lo denunció. El problema es que ahora no quedan frentes donde provocar guerras: ya arden todos. Solo queda Washington para enzarzarse en una pelea y rodearse con el aura del héroe que salva a su país no solo de los malvados árabes sino incluso de los casi igualmente malvados gentiles.
Es una huida hacia adelante arriesgada. Porque Israel no es nada sino el respaldo de la Casa Blanca: el 70 % de sus importaciones de armas vienen de Estados Unidos, junto a una ayuda para gastos militares de 3.800 millones de dólares al año. Si Biden mueve un dedo, no solo cae Netanyahu: cae Israel. Pero Biden no lo moverá. Cree Netanyahu.
AIPAC hace tiempo que ha dejado de ser el lobby proisraelí que dice ser: es ahora la marioneta de Bibi
La convicción de que Israel tiene bajo firme control a toda la clase política estadounidense está muy arraigada no solo en Jerusalén sino también en Washington. «Adoptar una postura equilibrada entre Israel y Palestina, sugerir que Israel debe cumplir la ley internacional o defender la justicia o los derechos humanos de los palestinos sería prácticamente un suicidio político para cualquier diputado (estadounidense)», escribió en 2006 nadie menos que el expresidente Jimmy Carter. E indicó la causa: «Los extraordinarios esfuerzos de presión» de AIPAC, el organismo que se define a sí mismo orgullosamente como «el lobby proisraelí de América».
Lobby no es un término despectivo en inglés americano: es parte del legítimo juego político. Lo único llamativo de AIPAC, creado en 1953, es su poderío. Desde 2021 interviene directamente en las elecciones pagando anuncios para candidatos a diputado o senador… o contra ellos. Especialmente en las primarias, decidiendo así cuál de los precandidatos del mismo partido es digno de llegar a candidato. En las elecciones parlamentarias estadounidenses de 2022, AIPAC se gastó 26 millones de dólares solo para favorecer o frenar a precandidatos del Partido Demócrata, y este año ya tiene listos 40 millones para el mismo fin, calcula el diario Haaretz. El dinero no viene de Israel, al menos no directamente, sino de ciudadanos estadounidenses y las cifras son públicas.
Algo menos público es cuál exactamente es la línea roja que no debe cruzar un aspirante si quiere figurar en una papeleta. El mes pasado, cuenta Haaretz, el AIPAC se gastó 4,5 millones solo en pedir al público que no votara al precandidato Dave Min, porque había sido pillado al volante bajo los efectos del alcohol. Sin mencionar lo que, según portavoces de Min, era el motivo real: había dicho que Netanyahu debería rendir cuentas por los fallos de seguridad ante el ataque de Hamás el 7 de octubre y que no creía que anexionar todos los asentamientos en Cisjordania fuera una buena idea. Es decir, nada que no digan todos los días diputados en el Parlamento israelí. Pero AIPAC hace tiempo que ha dejado de ser el lobby proisraelí que dice ser: es ahora una «marioneta de Bibi (Netanyahu)», en palabras de Thomas Friedman, un columnista estadounidense que justificó en 2009 los bombardeos de civiles en Gaza como una forma de «educar a Hamás», pero que aparece como moderado y hasta pacifista en el panorama norteamericano.
Quizás mostrar que incluso Biden se retracta ante él es lo que necesite Netanyahu para convencer a sus socios
De todos los presidentes estadounidenses, Joe Biden es el que más se ha amoldado a la línea del AIPAC durante su carrera política, subraya el diario israelí. ¿Será ahora el primero en romper públicamente con Netanyahu? Esto es lo que se pregunta la clase política israelí opuesta al «rey Bibi», esperando, como siempre, que venga un mesías que salve Israel de sí mismo y le ofrezca un futuro distinto que la espiral de guerra eterna planteada por Netanyahu como destino inevitable.
Biden tendría motivo, creen algunos: su incondicional entrega a su adversario —»Bibi, no estoy de acuerdo contigo en nada pero te quiero», lo formuló él mismo— le mantiene a salvo del AIPAC, pero le hará perder este otoño a los votantes de origen árabe. En cifras es poco, apenas el 1 % de la población del país, pero en estados como Virginia, Ohio o Michigan, a veces unas décimas deciden al ganador, y puede que Biden los necesite. Por otra parte, es poco verosímil que su desilusión con Biden les haga quedarse en casa: saben que la alternativa es, casi con certeza, Donald Trump, que no solo quiere a Bibi, sino además está de acuerdo con él en todo.
Al menos en un primer momento, el órdago de Netanyahu parece haber funcionado: el portavoz de Biden para Defensa, John Kirby, se apresuró a asegurar que la abstención en el Consejo de Seguridad no significa absolutamente nada, que la resolución aprobada «no es vinculante», que Netanyahu intenta hacer ver que hay diferencias políticas entre él y Biden cuando no las hay y que Washington no tiene intención de presionar a Israel para nada.
Quizás Netanyahu utilice esa prosternación pública de la Casa Blanca para reforzar su liderazgo, además de su ego. Quizás mostrar que Bibi es un hombre ante el que incluso Biden se retracta es lo que necesite para convencer a sus incómodos socios de coalición de que es el único que puede mantener en estos momentos el timón: cualquier otro habría sido ya obligado a negociar un alto el fuego. Él no. Quizás esto lo salve cuando, un día de estos, la policía saque ante las cámaras a un par de jóvenes de sombrero negro y largas patillas de una escuela religiosa para enviarlos al cuartel y sus socios de coalición le echen maldiciones bíblicas. Podemos imaginarlo haciendo números: necesito 30 escaños para completar los 32 del Likud; entre los 8 de Eizenkot y Gantz y los 14 que puedo rascar de la oposición, no alcanza, salvo si los 11 del Shas aguantan conmigo. Si no…
Puedo imaginar que estos días, Yoav Gallant tuvo algunas conversaciones poco públicas en Washington
Si no, queda el truco que Netanyahu aplicó en 2012, cuando se veía en exactamente las mismas: ya entonces se tambaleaba su coalición por el problema de los estudiantes haredíes exentos del servicio militar (solo que entonces eran 7.000, no 66.000). Con un ala de su propio partido revuelto contra él, instigado por los colonos ultrasionistas de Cisjordania, Netanyahu se sacó un conejo de la chistera: anunció elecciones anticipadas, dejando descolocados a amigos y enemigos, y antes de que pudieran convocarse se alió con el mayor partido de la oposición, Kadima, en una gran coalición.
La pregunta es si esta vez, su adversario aceptará convertirse en conejo. A Shaul Mofaz, el líder de Kadima, el abrazo de Netanyahu le dejó convertido en cadáver político. Yair Lapid, el líder del partido Yesh Atid (24 escaños), tiene solo 60 años y probablemente sueñe aún con ser algo más que el primer ministro alterno y a medias que fue en 2021 y 2002. Puede que no pase por el aro.
Pero haríamos bien en no subestimar las capacidades de prestidigitador de Binyamin Netanyahu. Conseguir mantenerse en el cargo, con apenas año y medio de respiro, durante quince años, labrándose al mismo tiempo la fama de ser el hombre más odiado de Israel, es una hazaña al alcance de pocos. Hay mucho israelí resignado a considerarlo ya primer ministro vitalicio.
Salvo que Biden se desenamore de verdad. Puedo imaginar que estos días, Yoav Gallant tuvo algunas conversaciones poco públicas en Washington. Hace exactamente un año, ya echó un pulso a su jefe: se opuso a la reforma judicial planteada por Netanyahu, este anunció que lo destituía del cargo de ministro de Defensa… y luego se retractó. Se retractó Bibi, no Gallant. Eso da puntos. Credenciales no le faltan al exgeneral: fue el comandante responsable de la operación Plomo Fundido en 2008-2009, considerada la campaña más brutal y de mayor destrucción de vida civil en Gaza por parte de Israel… antes de que la actual la dejara a la altura del betún.
En ese Juego de Tronos que es la política israelí, Gallant es un serio pretendiente. Y todo lo que puede hacer Netanyahu para mantenerlo a raya es aguantar hasta otoño, a ver si gana Trump. Será un largo y muy caliente verano. Porque al menos hasta entonces, si Netanyahu quiere sobrevivir, la guerra en Gaza debe continuar. Mejor dicho, debe continuar la guerra, cualquier guerra. Si de Gaza aún queda algo, poco le importa.
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© Ilya U. Topper | Primero publicado en El Confidencial · 29 Marzo 2024