Elecciones austeras
Óscar Tomasi
Lisboa | Octubre 2015
Portugal acude este domingo a las urnas después de una legislatura marcada por la crisis, la austeridad, la troika, el rescate, la deuda y la prima de riesgo. Cuatro años de tensiones políticas, de protestas, de ajustes, de recortes, de descrédito institucional. Y sin embargo, llegado el momento de hacer balance, los comicios se presentan como un acto ritual, ordinario, aparentemente sin capacidad para cambiar las cosas, sea cual sea el resultado.
“Yo no sé nada de política. Tienen que votar los que saben, yo no sé nada. Suficientes preocupaciones tengo”, espeta una mujer sexagenaria con pocas ganas de hablar mientras aguarda sentada en un banco en un barrio céntrico y popular de Lisboa.
Pocos metros más allá se encuentra Maria Eurice, de profesión operadora, quien en una conversación de apenas un minuto se encoge de hombros -es uno de los gestos más repetidos por los portugueses- más de una decena de veces, reflejo de su hartazgo. “Está difícil, votar yo voto siempre, pero aún no tomé una decisión”, explica esta indecisa, de quien sólo es posible sonsacar una cosa en claro: “Cada día que pasa, todo está peor”.
Portugal fue la cuna del movimiento “indignado”a nivel mundial, en marzo de 2011
La resignación parece adueñarse de Portugal. El país fue la cuna del movimiento “indignado”a nivel mundial, en marzo de 2011, poco después de las revoluciones árabes. Cientos de miles de personas se echaron a la calle -algo prácticamente inédito- cuando nadie lo esperaba, convocados apenas por un grupo de jóvenes, con el único fin de exhibir su descontento con un país que se encontraba a punto de recurrir a la ayuda internacional, con un Gobierno socialista en las últimas, y con los primeros recortes recién aprobados.
El levantamiento popular fue perdiendo efervescencia con el paso de los meses. Las multitudinarias manifestaciones derivaron en pequeñas protestas, cada vez más discretas e insignificantes. Al contrario que en países como Grecia o España, donde la contestación dio paso a la creación de nuevas fuerzas políticas -véase Podemos o Ciudadanos- o al fortalecimiento de partidos alternativos ya existentes -como Syriza-, en Portugal el panorama político apenas ha cambiado. Todo sigue prácticamente igual, como si nada hubiera ocurrido, pese a que los rigores de la austeridad continúan plenamente vigentes y sin visos de relajarse sustancialmente a corto plazo. Aunque han aparecido nuevas formaciones, ninguna de ellas cuenta con apoyo y estructura suficiente como para aspirar a algo más que lograr un par de diputados en un Parlamento con 230 escaños.
A priori, los únicos con opciones de gobernar Portugal son los conservadores del Partido Socialdemócrata (PSD), en el poder durante la última legislatura, y los socialistas (PS), que lideraron el país entre 2005 y 2011 y acabaron su mandato solicitando el rescate internacional, aunque contra su voluntad. Ambos partidos se han alternado en el poder desde la revolución de los claveles en 1974, a menudo en coalición con los democristianos del CDS-PP. A la izquierda del espectro están los marxistas del Bloco de Esquerda y los comunistas del PCP que acuden, como siempre, en alianza con el pequeño partido ecologista bajo las siglas CDU. No hay más fuerzas con escaños en el hemiciclo ni se espera que las haya.
La subida de los conservadores en los sondeos ha sido notable en los últimos meses, ya que a principios de año se daba por descontada su derrota. Sin embargo, la mejora del país en términos macroeconómicos -después de tres ejercicios consecutivos en recesión creció un 0,9 % el año pasado y en torno a un 1,5 % éste- les ha permitido llegar al fin de la campaña con opciones de victoria.
Con algunas encuestas que apuntan a un empate técnico y otras que auguran una victoria de los actuales inquilinos del Palacio de São Bento, en lo que sí coinciden los sondeos es que el vencedor en las urnas previsiblemente no obtendrá mayoría absoluta. Los pactos se antojan complicados, porque PSD y CDS-PP, que han gobernado estos cuatro años en coalición, concurren esta vez con listas conjuntas, algo facilitado por el hecho de que ambos pertenecen al Partido Popular Europeo, dado que el CDS-PP cambió en 2005 su afiliación nacionalista por la familia conservadora.
Por otra parte, el Partido Comunista y el Bloque de Izquierda nunca han formado parte de ningún Ejecutivo y son reacios a dialogar con los socialistas, a los que consideran alejados de la izquierda.
Se barajan dos opciones: un gobierno socialista en minoría o una ‘gran coalición’ con los conservadores
De confirmarse los pronósticos, apenas se vislumbran dos alternativas: un Gobierno en minoría (como el del primer ministro socialista José Sócrates entre 2009 y 2011) o un Ejecutivo “de concentración” formado por conservadores y socialistas y posiblemente liderado por una figura “independiente”. La primera opción es la que, a priori, parece más factible a ojos de analistas y expertos lusos.
Las elecciones ponen esta vez frente a frente dos candidatos de características muy diferentes, como son el actual primer ministro, Pedro Passos Coelho, y el ex alcalde de Lisboa, António Costa. De un lado, un perfil más bien técnico, licenciado en Económicas, acusado por sus críticos de frialdad y de ser el mejor alumno de la troika a la hora de aplicar los recortes; del otro, un animal político, con una larga carrera pública -fue ministro del Interior-, con estudios de Derecho y habituado a sobrevivir a las guerrillas internas de su partido y manejar los tiempos conforme a sus intereses.
Las dificultades de Passos Coelho para mostrarse cercano al pueblo quedaron patentes durante la campaña. Ningún momento lo explica mejor que su visita a Barreiro, un municipio obrero a las afueras de Lisboa, donde un jubilado le explicó, lloroso y con todas las cámaras enfocando, que su pensión no daba prácticamente para vivir. El todavía primer ministro tomó su recibo, lo leyó detenidamente mientras se recolocaba las gafas, y lo analizó como lo haría un contable, explicándole al anciano pormenorizadamente que el Estado apenas le cobraba la tasa mínima y que estaba exento de otros impuestos. La actitud distante del jefe del Ejecutivo le valió duras críticas, especialmente a través de las redes sociales.
El programa electoral de conservadores y socialistas converge en un punto: la austeridad
Tampoco fue mucho mejor la campaña para un Costa en horas bajas, al que muchos acusan de oportunista por provocar una crisis interna en su partido a falta de poco más de un año para las elecciones. A ello se suma su discurso, optimista pero respetuoso con los compromisos internacionales adquiridos por el país en materia de reducción del déficit público, lo que lo aleja de las posiciones defendidas por otras fuerzas de izquierda, que reclaman una renegociación de la deuda para poder poner fin cuanto antes a las medidas de austeridad.
De hecho, la falta de esperanza que subyace de la realidad política portuguesa se debe sobre todo a que el programa electoral de conservadores y socialistas converge en un punto: la austeridad. La coalición de centro-derecha aboga por aliviar los recortes poco a poco, a medida que la mejora económica del país lo permita, mientras que los socialistas apuestan por sustituirlos también de forma escalonada aunque con mayor rapidez, pero sin poner en riesgo las cuentas públicas. Ambos proclaman que las penurias han terminado, aunque en realidad sus propuestas dejan entrever que éstas continuarán -en mayor o menor medida- por lo menos hasta el tramo final de la próxima legislatura.
A diferencia de Grecia, donde la política de ajustes alcanzó a los estratos sociales más desfavorecidos, en Portugal son las clases medias las principales damnificadas, especialmente por la elevada presión fiscal. Un ejemplo es la sanidad, de copago en el país, aunque la mitad de su población (más de cinco millones de personas) está exenta por ser menor de edad, estar jubilado o, simplemente, no disponer de unos ingresos mínimos. El problema radica en que el salario medio en suelo luso es sensiblemente inferior a la media europea (en torno a los 17.000 euros anuales), por lo que la enorme carga de impuestos acaba asfixiando a una clase media ya de por sí modesta.
En este grupo se encuadra Silva Gomes, de 70 años, quien dice recibir una pensión que «no es muy grande, pero que da para vivir» tanto a él como a su esposa gracias a que viven en un piso de renta antigua. Para complementar sus ingresos, trabaja como portero en un céntrico edificio en la capital, lo que además le sirve «para continuar activo». Él, que vivió la dictadura y la llegada de la democracia con la famosa Revolución de los Claveles de 1974, lamenta la situación a la que llegó su país y se suma a la legión de escépticos que no ven en estos comicios una oportunidad para comenzar una nueva etapa.
«No va a cambiar nada», afirma vehemente sin perder de vista la puerta y sin dejar de recordar que en su país existe «gente con mucho dinero» a la que la crisis no le afectó lo más mínimo, en una velada referencia a los recientes escándalos.
El encarcelamiento del ex primer ministro socialista José Sócrates por un supuesto caso de fraude fiscal y blanqueo de capitales, el descalabro del Grupo Espírito Santo o una trama con conexiones con el actual Ejecutivo que facilitaba la concesión de visados a extranjeros apenas han tenido protagonismo en una campaña en la que los dos grandes partidos han dejado la corrupción de lado, en una especie de pacto de silencio. Actitud que da más motivos si cabe a los portugueses que ven en estas elecciones un simple trámite, una partida con las cartas marcadas. Una mera formalidad.
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