Una gran revolución, una pequeña mujer
Óscar Tomasi
Lisboa | Abril 2015
Portugal es un país que se siente orgulloso de su historia. Si antaño fueron las grandes hazañas de los navegantes que descubrieron otros continentes, hoy saca pecho por la Revolución del 25 de abril, un ejemplo casi único de cómo acabar con una dictadura sin apenas derramamiento de sangre, de un día para otro, de manera inopinada y con el objetivo –cumplido- de recuperar la democracia.
Sin embargo, no todos sus protagonistas cuentan con el mismo grado de reconocimiento. Hoy, cuando se cumplen 41 años de la sublevación militar que derrocó al régimen salazarista, Celeste Caeiro no estará presente en el Parlamento para oír los discursos de las autoridades, ni saldrá en los desfiles, ni recibirá homenaje alguno.
Vive en un humilde edificio del centro de Lisboa con una pensión de 370 euros por mes
La presencia de esta anciana de 81 años, de hecho, pasará desapercibida entre la inmensa mayoría de sus vecinos y compatriotas, y sólo un pequeño grupo de amigos, en la intimidad de la “Casa do Alentejo” de Lisboa, tendrá el privilegio de poder pedirle que les cuente, una vez más, qué pasó. Qué pasó para que fuera ella, entonces una modesta camarera, la artífice involuntaria de fijar el nombre con el que el golpe de 1974 pasó a la posteridad: la Revolución de los Claveles.
Mide algo menos de metro y medio, habla con sólo un hilo de voz y le gusta pasar desapercibida, lo que no ayuda para reparar en ella a simple vista. No obstante, es parte de la historia viva del país, por mucho que la inmensa mayoría de los portugueses no conozca bien su testimonio.
Reflejo de ello son sus condiciones de vida: vive en un humilde edificio del centro de la capital con una pensión de 370 euros por mes, de la que destina la mitad a pagar el alquiler, y necesita de la ayuda de su hija para afrontar el resto de sus gastos. Una situación precaria frecuente en Portugal, especialmente entre la tercera edad, todavía convaleciente por los severos ajustes y recortes del gasto público aplicados en los últimos años.
“Mi nieta, que es hija única, ya le ha dicho a su madre que va a estudiar, pero que si cuando acaba de estudiar no tiene trabajo, se va fuera”, explicaba Celeste en una entrevista con este periodista en 2014, triste por sus dificultades para llegar a fin de mes, pero más preocupada por el futuro de las próximas generaciones. Militante del Partido Comunista luso, acude siempre que puede a las manifestaciones contra la austeridad y las políticas del actual Gobierno, de signo conservador.
Militante del Partido Comunista, acude siempre que puede a las manifestaciones contra la austeridad
Aunque ya víctima de los achaques propios de su edad, la memoria no le falló para recordar exactamente –y de carrerilla- qué pasó aquel día, un 25 de abril de 1974 que desde entonces está marcado en rojo en el calendario. Nadie en el país sabía que se aproximaba un golpe de Estado.
El dictador, António de Oliveira Salazar había muerto cuatro años antes, tras dirigir el país durante 36 años; su sucesor, Marcelo Caetano, nombrado en 1968, no tenía el carisma del dictador y las reformas introducidas tras la muerte de Salazar eran mínimas. A esto se añadía la guerra contra los movimientos independentistas en las colonias africanas: corría sangre en Angola y Mozambique, sin visos de acabar en victoria. Ante esta situación, un grupo de oficiales en el Ejército se conjuraron para cambiar el régimen. La mayoría eran jóvenes y de rangos inferiores, de ahí que se les llegó a conocer con el nombre de “capitanes de Abril”, y las preparaciones se hicieron en absoluto secreto.
Poco después de medianoche, la canción “Grândola, vila morena” sonó en una emisora de radio musical, una señal para sincronizar el movimiento de tropas a escondidas de los generales. A las tres de la madrugada, varias compañías empezaban a ocupar puestos clave: emisoras, aeropuerto, ministerios, fortificaciones. Al amanecer había soldados por toda Lisboa, sin que hubiese habido combates.
“Como de costumbre, me levanté para ir al trabajo. Yo entraba pronto (en el restaurante) porque los dueños eran muy buenos y teníamos derecho a desayuno, comida, cena… Y yo, que en aquella altura pasaba por un momento difícil, iba pronto para aprovechar y desayunar ahí. Cuando llegué, vimos que la puerta estaba cerrada. El patrón nos dijo que la casa no abría, que estaba habiendo una revolución (…) pero que antes de irnos, fuésemos al almacén para llevarnos las flores –compradas para celebrar el primer aniversario de la apertura del establecimiento- y que no se marchitasen. Fuimos al almacén y cogimos las flores. Eran claveles, rojos y blancos, guardados en cubos con agua”, rememoró sin escatimar detalle.
«Si está habiendo una revolución, ¿me voy a ir para casa? ¡Yo quiero ver lo que pasa!»
Tras una pequeña pausa para tomar aire, continuó: “Mi amiga me dijo que me fuera para casa, que ya había visto lo que había dicho el dueño, que había una revolución. Pero yo pensé: ‘Si está habiendo una revolución, ¿me voy a ir para casa? ¡Yo quiero ver lo que pasa!’ Fui hasta Rossío y subí por Chiado. Cuando llegué estaban las tropas para ir hasta el Cuartel del Carmo. Le pregunté a un soldado: ‘¿Qué es esto, qué están haciendo aquí?’ Y me dijo que estaban desde las tres de la mañana allí”.
“Por casualidad, ¿la señora no tiene un cigarro?”, asegura Celeste que le preguntó en ese momento el militar. La cuestión, inofensiva, dio pie a un acto casual que adquirió una magnitud inesperada. “A mí me supo mal, nunca he fumado, pero en aquel momento me supo mal. Miré alrededor para ver si había algo abierto y era muy temprano, estaba todo cerrado y no se veía a nadie en la calle. Pero vi los claveles y le dije que tenía flores. Saqué un clavel, el primero fue rojo, se lo di y él lo aceptó. Como soy así, pequeñilla como ve, y él estaba encima (del tanque) yo estiré el brazo y lo coloqué… en el fusil”, evocó mientras se le rompía la voz y comenzaban a aflorar las lágrimas.
Su gesto, sencillo, caló hondo en la tropa. Los soldados se arremolinaron en torno a ella hasta dejarla sin más claveles, y horas después varias floristas los repartieron también entre la multitud, que apoyó de inmediato a los sublevados contra una dictadura que se prolongaba desde 1926.
Trabajó de camarera, costurera y estanquera, y fue madre soltera, algo poco habitual entonces
Los claveles se convirtieron así en el símbolo de un golpe de Estado plagado de anécdotas curiosas. Celeste no comenzó a salir del más absoluto anonimato hasta dos décadas más tarde, a partir de 1994, gracias a un artículo en la prensa que se hizo eco de su relato. Desde entonces, año tras año es entrevistada por alguna radio o periódico, aunque dista de ser una figura pública. Antes de jubilarse trabajó de camarera, costurera y estanquera, y fue además madre soltera, algo poco habitual en el católico Portugal de aquel entonces.
“Nunca esperé que los claveles viniesen a derivar en todo esto, fue un gesto sin segundas intenciones”, defendió la protagonista de esta historia, Celeste Caiero, como quitándose importancia. La pequeña mujer portuguesa que con sus claveles dio nombre a toda una Revolución.
El después
Técnicamente fue un golpe de Estado; en su proyección social y política fue una revolución. Los militares depusieron el Gobierno y asumieron el poder, pero abrieron las puertas a todo tipo de movimientos políticos. Pronto reemergieron sindicatos y partidos que empezaron a competir por encauzar el país hacia su ideología.
Durante un par de años, la mayor influencia la ejerció el Partido Comunista, dirigido por Álvaro Cunhal quien prometió que Portugal “nunca se convertiría en una democracia burguesa con libertades y monopolios”. Pero exactamente en esto se convirtió. Su gran adversario en los caóticos meses después de la revolución, el socialdemócrata Mário Soares, acabó ganando la partida. Para después perderla de nuevo: en 2014, tras 40 años de democracia, pero ahora con el mando supremo del país localizado en las instituciones financieras de la Unión Europea, bajo recortes de salarios y derechos, algunos capitanes de entonces, ahora militares retirados, salieron a hablar: para esto no habían hecho la revolución, dijeron.
I. U. T.
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