Quedarse mirando también es violencia
Amira Hass

Ramalá | Agosto 2025
Es probable que mis amigos en Gaza reciban pronto la orden de «evacuar» sus refugios provisionales para dejarse «absorber» por la parte meridional de la Franja de Gaza… al igual que en su momento, mis padres fueron «evacuados y absorbidos»: mi madre en el campo de concentración de Bergen-Belsen, mi padre en un gueto de Transnistria.
El anodino lenguaje mentiroso del Ejército contamina todo informe, toda discusión. Esto no es el problema de mis amigos, exhaustos, hambrientos. Es nuestro problema, el de los israelíes. Al igual que el grito de los que eligen estra ciegos y tener el corazón duro, cuando insisten: «¡No deberías compararlo nunca!»
El ministro de Guerra, Israel Katz, hizo una promesa y la está cumpliendo: va para adelante la misión de mover y transportar, concentrar y hacinar, comprimir y aplastar a cientos de miles de seres humanos en una minúscula franja de tierra en el sur de Gaza, sin atender a protestas, condenas ni paralelismos históricos.
Nadie salva a los palestinos, los rehenes, ni a nosotros de nuestro propio repulsivo personaje.
Estoy escribiendo, aún con la esperanza de que ocurra un milagro, que los Estados europeos y árabes despierten
Estoy escribiendo, aún con la esperanza de que ocurra un milagro. Que los Estados europeos y árabes despierten. Que utilicen las palancas reales del poder que, de hecho, tienen.
Los bombardeos de nuestros heroicos pilotos y los disparos de nuestros valientes comandantes de tanques garantizarán que la ciudad de Gaza será vaciada de su población y estrujada por las palas de excavadoras que conducen jubilosos y piadosos soldados colonos.
Los soldados israelíes están imbuidos de valores, educados para cumplir con un servicio militar esencial. Incluso los que protestan junto a sus padres y las familias de los rehenes contra el Gobierno ni rechazan acudir a filas, ni desobedecen las órdenes.
Cuando el jefe del Comando Sur, Yaniv Asor, declare la Ciudad de Gaza una «zona criminal», todo soldado tendrá permiso para disparar contra cualquier cosa que se mueva. Incluso contra una mujer de 78 años. Incluso contra su nieto de 12 años.
Ya puedo oír a los que imperturbables diciendo: Es culpa de ellos. Se les dio tiempo para que evacuaran el lugar y se fueran al sur.
A los manifestantes de la calle Kaplan les queda aún una herramienta para hacer descarrilar los planes decisivos del primer ministro, Benjamin Netanyahu, y del ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, planes incluidos en la reforma del régimen al estilo de Putin: un rechazo masivo a participar en estas campañas de destrucción y expulsión.
Sus apartamentos, construidos y adquiridos con años de salarios, se han convertido en muros humeantes, derruidos
Pero no usan esta herramienta. Para ellos, la bandera nunca es lo suficientemente negra.
Mi imaginación limitada no me permite visualizar a mis amigos y a sus familias —demacradas, enfermas, de luto— siendo expulsadas en lo que debe de ser al menos la octava vez, avanzando a trompicones hacia lo desconocido, hacia una franja de tierra aún más pequeña y hacinada que la anterior. ¿En un carro? ¿Caminando 20 kilómetros? ¿Corriendo, sin respiro, mientras la artillería los persigue, con columnas de humo negro y polvo detrás de ellos?
Mi imaginación aterrada rechaza verlos quedándose atrás en casa semidestruidas, pese a los avisos, propios de una película de terror, del portavoz de las Fuerzas Armadas israelíes, Avichay Adraee, rezando por una muerte rápida en un bombardeo.
Terror. Ansiedad. Hambre. Sed. La piel que pica. Dolor. Furia. Extenuación. Un niño enfermo que llora
Sus apartamentos en los campamentos de refugiados y alrededores, construidos y adquiridos con años de salarios, se han convertido en muros humeantes, derruidos. De las cosas que han conseguido salvar o improvisar desde la última expulsión —colchones, cacerolas, cucharones, tablones, tal vez un panel solar— ¿qué tendrán que dejar atrás esta vez?
Seguro que no el saco de harina que compraron por mil shekels. Ni el bidón de 20 litros de agua semipurificada. Ni los pañales para su madre de 90 años.
Mi imaginación inadecuada no puede adivinar dónde, entre todas las tiendas abarratodas, montarán la suya propia. Dónde sudarán hasta que llegue el invierno, luego tiritarán hasta los huesos cuando la lluvia y la subida del mar los mojen, entre una ronda de morteros y la siguiente. Y los drones seguirán zumbando arriba, sin cesar, día y noche.
Terror. Ansiedad. Hambre. Sed. La piel que pica. Dolor. Furia. Extenuación. Un niño enfermo que llora. Las palabras son las mismas, pero en Gaza llevan una carga, una sustancia, un volumen que está más allá de lo que podamos comprender.
Las palabras se han caído de mi diccionario, salvo por estas entradas: impotencia, parálisis y, también, complicidad en el crimen… contra nuestra voluntad.
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© Amira Hass | Publicado en Internazionale Nº 1629 · 29 Ago 2025 | Traducción (del inglés de la versión publicada en Haaretz · 22 Ago 2025): Ilya U. Topper