Ramón Lobo
«Todo país tiene una memoria con la que despertar el odio»
Alejandro Luque
Una firme vocación de testigo incómodo recondujo hace veinte años la carrera de Ramón Lobo (Lagunillas, Venezuela, 1955) hacia el reporterismo de guerra. Desde entonces, los Balcanes, Chechenia, Iraq, Palestina, Líbano, Argentina, Haití, Ruanda, Nigeria, Sierra Leona, Uganda, Afganistán o Filipinas han sido sólo algunos de los nombres que ha tenido su hogar.
Autor de un libro de reportajes, El héroe inexistente (1999), y de una novela, Isla África (2001), recientemente ha publicado sus Cuadernos de Kabul, resultado de su experiencia en Afganistán, y mantiene una notable actividad como bloguero en su espacio En la boca del lobo.
Dice El Roto que hoy no hay menos guerras, sino menos periodistas que vayan a cubrirlas. ¿Se siente un fin de raza?
No sé, sería un poco presuntuoso, o pretencioso, creer que somos los últimos mohicanos. Sí creo que las condiciones en que estamos yendo, con un periódico detrás, con un contrato, seguro de vida, etc., sí se van a extinguir. Puede que el futuro sea de los free-lance, que se paguen sus viajes y crucen los dedos para vender bien sus reportajes, y es importante que las asociaciones de prensa los protejan. Lo seguro es que vamos a seguir necesitando historias, y las redacciones están conformadas de una manera que impide sacarlas. Puede que la solución sea tener redacciones más pequeñas, con periodistas externos que se dediquen a esas historias. Lo que ocurre es que, en el caso de una guerra, cubrir con garantías es caro. A eso se refería El Roto: si no hay recursos suficientes, no habrá periodistas en las guerras, o irán empotrados con los americanos, sencillamente porque es más barato.
¿Va internet a democratizar el periodismo?
Creo que internet es una revolución enorme, y posiblemente mediremos su impacto dentro de muchos años. Va a cambiar nuestra forma de comportamiento, ya lo está cambiando. Igual que la imprenta genera sociedades de lectura reposada frente a los mitos hablados, y crea una forma de pensamiento y organización política, internet pone en peligro todo esto, pero genera otro tipo de sociedades, tal vez mejores, no lo sé. Estamos en un proceso inicial aún. En cuanto a la prensa, internet es un mando a distancia para el lector, como la televisión. En tu columna de favoritos puede no estar un periódico entero, sólo un articulista, o un dibujante…
Lo decía porque los totalitarismos se están tomando muchas molestias en cerrar buscadores, perseguir a blogueros…
Creo que es más fácil cerrar periódicos que bloquear facebook, twitter o google. Estos medios permiten un flujo más rápido y eficaz de la información… Y se lo ponen mucho más difícil a las dictaduras. Es uno de los aspectos positivos, que destruyen las fronteras, ese gran cáncer…
¿Qué azares o circunstancias le hicieron reportero de guerra?
Llegar a un periódico como El País, que me pagaba los viajes. Con veintitantos años conocí a Ricardo Ciudad, un periodista del que no volví a saber, pero que ya entonces viajaba a Palestina y otros conflictos y nos hablaba durante horas de sus peripecias. Cuando cerró El Sol y me llamó El País, mi futuro jefe, Luis Matías, me preguntó: “¿Estás dispuesto a ir a Sarajevo?”. Y yo le dije que llevaba quince años esperando que alguien me haga esta pregunta.
«Hay tres generaciones de corresponsales: los de Vietnam, los de la guerra de Líbano y los de los Balcanes»
Es curioso que su debut como reportero fuera en los Balcanes, un conflicto que para una generación de españoles supuso nuestra primera guerra retransmitida en directo…
Podría decirse que hay tres generaciones: la de los mayores, que estuvieron en Vietnam, como Manu Leguineche; la del Líbano, a la que pertenecería Arturo [Pérez Reverte]; y la de los Balcanes, a la que pertenezco. Yo llegué tarde a la del Líbano, porque entonces trabajaba para Radio 80 y no pude convencerles. Por eso mi novela, Isla África, empieza allí, con una venganza personal. Me moría por ir.
¿Qué les empuja a ir, aun sabiendo que su vida correrá peligro, que verán espantos?
No sé por qué se va, hay muchas razones. Sin duda, la aventura es una. Y hay algo personal, cuando hablas con los demás descubres que todos venimos de infancias raras, de relaciones un poco complejas, sobre todo con la figura paterna. A veces haces cosas raras para que te quieran más. Y luego hay un afán de contar historias, y allí no tienes que tener imaginación ni talento, hay tantas que tienes que ser muy tonto para no encontrarlas. Al final, vas una y otra vez y lo haces por más cosas, es como si vivieras muchas vidas, como si robaras un poco de la vida de los demás. Y te das cuenta de que creces mucho, es como una gran universidad.
Kapuscinski viajaba con Heródoto, ¿qué lleva usted en la mochila?
Siempre llevo algo relativo a la zona a la que voy. Algo que me pueda permitir la entrada al país con otra visión. Hace poco he descubierto a Chaves Nogales, y me ha fascinado la modernidad no sólo de sus crónicas, sino de su mirada. Resulta que teníamos a un Kapuscinski en España y no nos habíamos dado cuenta. Él descubre una tercera España que ha sido ignorada.
Hablando de Kapuscinski, ¿qué opina de la polémica biografía que viene a derribar su mito?
Yo a Kapuscinski siempre lo leí como escritor, no como periodista. Era de agencias, y ya sabes que la vida de agencia es muy difícil, te condena al despacho corto, casi siempre aséptico, muy desnudo y anónimo. Y además pertenecía a una agencia polaca, y en las mismas libretas de notas donde apuntaba hechos sacaba material para escribir sus libros. No tengo ninguna duda de que hay en ellos una reelaboración literaria. Aunque tires de la memoria, la memoria no es precisa, es selectiva, dulcifica o agranda, es una trampa. De todas formas, es muy oportunista esta biografía. Recuerdo que todavía se está discutiendo la fotografía de Capa en Cerro Muriano, si es un montaje, si no lo es… Y eso sólo te sucede si eres uno de los grandes.
No es la primera vez que asistimos a cruces de acusaciones: tú no estuviste allí, hiciste trampas con tal o cual información…
Eso lo ha habido siempre, en todas partes hay tramposos. Pero es muy fácil detectar cuándo un reportero no ha estado en un sitio. Larry Collins tiene una frase que le he copiado: “Color, olor, sabor”. Me la puse en la pantalla del ordenador para tenerla presente. Todo reportaje que carezca de estos elementos significa que no has estado ahí. Y puedes estar y no salir del hotel; o salir afuera y no tener ninguna empatía con lo que te rodea, ni capacidad de entender nada. Y hay otra de Martha Gellhorn que también me gusta: “Tiro piedras sobre un estanque. No sé el efecto que producen, pero yo al menos tiro piedras”.
¿Cada guerra es un mundo, o todas guardan cierto aire de familia?
Todas son en el fondo muy parecidas, hay verdugos y víctimas por los dos lados, o por los tres o cuatro lados. Pero sí hay elementos, voces, rostros, que van singularizando los distintos lugares. De Chechenia, por ejemplo, recuerdo el miedo: nunca había trabajado en un sitio donde aviones o helicópteros podían disparar un misil a 15 kilómetros que llevara tu nombre. Estaba acostumbrado a Sarajevo, los francotiradores y las granadas de mortero, que sólo te matan si estás cerca. Recuerdo la destrucción absoluta de la ciudad de Grozny, imágenes que conectan con fotografías que has visto de la ciudad de Dresde, una película que de pronto se convierte en real.
La vieja consigna de no disparar contra el pianista ni contra el reportero, ¿ha dejado de ser una garantía para ustedes?
Sí, sobre todo a partir de 2003, cuando la insurgencia iraquí surge o al menos se visualiza, y tienen a su disposición cámaras de vídeo, webs y canales árabes vía satélite, y ya no necesitas al periodista extranjero. Hasta entonces siempre habíamos sido útiles para la parte débil, porque permitíamos colocar su mensaje. Un ejemplo claro fue Sarajevo y sus 44 meses de cerco. Gracias a la presencia masiva de periodistas se mantuvo viva esa llama, y a pesar de ello se tardó en actuar. Sin periodistas, la carnicería hubiera sido secreta. Pero bueno, ahora mismo es todo mucho más complicado. Y Estados Unidos aprendió en Vietnam que la guerra se puede perder por un exceso de información. La forma de controlarla son los empotramientos, que siempre han existido. No estoy contra ellos, sino contra la idea de que pretendan contar toda la verdad. Eso sería deshonesto.
Volvamos al repaso. ¿Qué recuerda de Iraq, de Líbano?
De Iraq recuerdo la esperanza de la gente por liberarse de Sadam, y te das cuenta de que es una esperanza vana, porque no va a mejorar su vida para nada, porque no hemos ido a liberarlos… En Líbano estuve muy poco, dos o tres veces. En la última guerra entre Israel y Hizbulá, por llamar guerra a un ataque, fui muy al final. De allí me quedo con la modernidad absoluta en una zona donde conviven tantas culturas.
Sí, el Líbano es un amor recurrente entre los reporteros, ¿no?
Sí, Beirut es una ciudad maravillosa, la geografía es muy bonita, pero se trata sobre todo de una atracción cultural. Es una zona muy bañada en sangre, pero en la que perdura un gran espíritu de tolerancia. Cuando respiro eso me siento muy a gusto, y no lo respiras, por ejemplo, en las zonas que controla Hizbulá… O lo respiras en Tel Aviv, pero no por ejemplo en Jerusalén, donde se concentran las tres grandes intolerancias…
¿Y Balcanes?
Es un ejemplo de cómo puedes construir identidades de la noche a la mañana, o como decía Ramiro Villapadierna, compañero de ABC, que aseguraba haber visto llorar a los niños en un colegio con un himno que acababa de inventarse. Balcanes es la demostración de que una serie de personas que pueden tener muchas cosas en común acaban enfrentándose por diferencias religiosas o lingüísticas. Esa diversidad puedes vivirla como una gran riqueza, pero en manos de unos irresponsables puede convertirse en gasolina. Cuando estaba en Sarajevo pensaba que la transición española también podría haber acabado así. Todo país tiene su almacén de memoria, con elementos suficientes como para despertar el odio.Y lo que más me asusta es la facilidad con que el odio se despierta, y cómo gente inteligente se puede comportar como asesinos…
¿Son hoy las religiones, en ese sentido, mejor combustible que las razas o las ideologías?
Deben ser excusas que colectivamente sean aceptadas, tienes que buscar algo que prenda la memoria. Milosevic en ese aspecto fue un maestro. Hay un libro que desgraciadamente no se ha traducido al castellano, de un antropólogo llamado Iván Colovic, serbio, sobre la simbología política en serbia, y explica la utilización política de los mitos. Es como si aquí se utilizara políticamente la figura del Cid Campeador, de don Pelayo o de los Infantes de Lara, permitiendo construir cualquier cosa sobre una memoria colectiva frágil.
“He tardado en descubrir Serbia, me caía muy mal”, hace un inciso el reportero. “La relacionaba con los francotiradores, hasta que descubrí que hay una Serbia joven, de gente que ha despertado, que quiere viajar, frente a otra que sigue apartada. Allí me dijeron algo que sirve también para España: que somos sociedades que hemos pasado de la repetición de los mitos por tradición oral a la creación de mitos por vía televisiva. No hemos tenido Gutenberg, no estamos acostumbrados a la comprobación de los hechos: lanzamos la piedra y ahí queda. E internet no despeja esos temores, aunque tiendo a pensar que el futuro será mejor”.
Es usted partidario de la salida negociada de las tropas de Afganistán, y supongo que también de Iraq. ¿Pero sería el mismo caso, como piden algunos, del Líbano?
Creo que en todo esto tenemos que ser responsables, vivimos en un mundo, tenemos unos compromisos, somos parte de unas alianzas económicas, políticas y militares. Formamos parte de un mundo que tiene tres comidas al día y agua caliente en pocos segundos, y eso no nos lo ha regalado ninguna divinidad por ser cristianos. Nuestro nivel de vida viene de la desigualdad brutal que hay. Y se producen guerras de intereses. Iraq nos pareció una guerra injusta porque no cumplía las normas mínimas de lo que hemos decidido que deba ser una guerra, y tampoco estaba claro cuáles eran nuestros intereses y los beneficios que íbamos a sacar de allí. El caso de Afganistán está más claro, ninguna guerra es justa pero sí está bendecida por el Consejo Superior de Naciones Unidas, es una misión de la OTAN y nosotros pertenecemos a ella, así que nuestra presencia está jurídicamente justificada. Otra cosa es que nos preguntemos por nuestros intereses, y qué hace España ahí. Creo que no podemos retirarnos unilateralmente de un conflicto. Y no es un gobierno el que manda las tropas, es un Estado. Por eso creo que la decisión de Zapatero de retirarse fue un error, como fue un error ir…
¿Y el caso del Líbano?
A diferencia de Iraq, que es una guerra, en el Líbano estamos en un proceso de pacificación. Es una zona peligrosa, va a haber un ataque israelí a Hizbulá, sin duda, pero no tiene nada que ver con otros conflictos. En Afganistán la única solución es retirarnos. Esa guerra no la vamos a ganar, estamos intentando no perderla. Todas las ofensivas son para debilitar a los talibán y mejorar la posición negociadora, y no dudo que se producirá la retirada de forma responsable, con un calendario. Como tampoco dudo que los talibán, o alguna versión de los talibán, volverán al poder. Como ocurrió en Vietnam, que sigue siendo comunista y con la que, un montón de muertos después, seguimos haciendo negocios, y no pasa nada.
Para terminar, ¿cómo conserva uno la cordura, cómo se vacuna o pone distancia después de todo lo que ha visto?
Tengo muy claro que es un trabajo, y sólo un trabajo. No soy monja, no soy una ONG, soy un periodista. Hay una frase de Bru Rovira que me gusta mucho: somos cruzadores del puente, entre este mundo nuestro, cómodo, y ese otro gigantesco que es la pobreza. Cruzamos el puente para contar aquí lo que ocurre allí. Es evidente que van quedando cosas, voces, personas en la memoria, cosas que duelen. Pero como todo en la vida, tienes dos opciones: convertir todo eso en una tragedia personal, o en una riqueza personal. Todo lo he vivido como un regalo. Ahora tal vez vuelva a Afganistán, o a Haití, pero la gran ventaja de este oficio es que no tienes ni idea de qué va a pasar.