El Rocio

por José Manuel Cabello

 El Rocio: la multitud

 

Romería. Músem. Hilula. Tres nombres para un mismo rito: el de acudir una vez al año a un santuario, con el pretexto de honrar el lugar sagrado y con ánimo de pasárselo bien. Con ánimo de beber, bailar y encontrar pareja. O ligue, según las circunstancias.

Dicen que ‘romería’ viene de Roma, meta de los peregrinos. Pero la romería, la hilula —nombre que le dan los judíos marroquíes—, el músem —como lo llaman los magrebíes de fe musulmana— es una costumbre netamente occidental, de este occidente extremo que forman la Península Ibérica y el Magreb. No, no tiene que ver con la religión que profesa cada uno. Es un rito a todas luces muy anterior a los monoteísmos estandarizados, aunque se adapte a todos.

De todas las romerías, la del Rocío es la mayor. Tiene lugar cada año en la fiesta de Pentecostés, 50 días después de la Semana Santa. Aseguran las estadísticas que durante este fin de semana que dura la fiesta, el pequeño pueblo de Almonte, en la linde del Coto Doñana (provincia de Huelva), se convierte en la tercera ciudad de España: se habla de un millón de personas. Los peregrinos acuden de todas partes del país (y del extranjero); lo fundamental, dicen, es el camino. Desde Sevilla se va a caballo o en carruaje por las dehesas interminables del Bajo Guadalquivir, se cruza Doñana —otro día hablaremos del medio ambiente— y se acaba en la aldea de El Rocío, envuelto en polvo, sed y sudor. Empieza la fiesta.

El Rocío es devoción. Esa devoción que venera, simbolizada por la efigie de la Virgen, el encuentro humano. El cante, la alegría, la multitud. El caos.

Ese caos que capta la lente de Cabello.

[Ilya U. Topper]