Revolucionarios
Daniel Iriarte
Comencemos con una referencia cinematográfica. En la película West Beirut, ambientada en la guerra civil libanesa, Ziad Doueiri nos muestra una escena en la que un grupo de combatientes armados se presenta en una panadería y exige que el dueño del local alimente a sus hombres antes que al resto de la gente y sin pagar un duro, porque “están luchando por él”. La situación resulta violenta, y el espectador la percibe como terriblemente injusta.
Hace unos meses, nuestro compañero José Miguel Calatayud describía en las páginas de El País una imagen exactamente igual, ocurrida en Alepo: insurgentes apropiándose de las reservas de una panadería, sin que nadie se atreviese a rechistar. Y mientras en la película de Douieiri el panadero se enfrentaba más o menos heroicamente a los milicianos (y era agredido por ellos), en la vida real, mucho más prosaica que la ficción, tanto los responsables del horno como los clientes aceptaron la situación con resignación.
Y es que, por desgracia, a los soldados hay que alimentarlos. Lo sabía bien el Che Guevara, que en todas las insurgencias que organizó o reforzó –en Cuba, Argentina, Perú, el Congo o Bolivia- dedicó incontables horas a organizar la logística alimentaria, y que en su manual de guerra de guerrillas recomienda pagar por la comida que se requisa, o como mínimo emitir pagarés. Pero en rebeliones más improvisadas, tarde o temprano suele producirse ese momento crítico en el que se pasa de la liberación popular al bandidaje, y que sólo un liderazgo fuerte es capaz de paliar.
Un liderazgo que no existe en las filas de la oposición siria. Los rebeldes sirios no han pasado por el sólido proceso de adoctrinamiento en la “ética guerrillera” al que el Che Guevara sometía a sus hombres, y en muchos casos se han dedicado a un proceso de saqueo, extorsión y venganzas personales que han terminado por hastiar a gran parte de los civiles. No hay duda de que, entre los rebeldes, abundan los nacionalistas genuinos y desinteresados, pero eso sirve de poco cuando, a su lado, se encuentran individuos cuyos peores instintos han aflorado a raíz de la guerra civil. Nada nuevo, en todo caso.
El lamentable espectáculo ofrecido por la oposición política, incapaz de ponerse de acuerdo en lo más elemental y de ofrecer una alternativa de gobierno creíble al régimen de Bashar Al Assad, ha dado alas al descontrol y el caos en las zonas rebeldes. Los intentos para organizar algún tipo de administración en las áreas controladas por la insurgencia llegan tarde y mal, y los maletines de dinero del Golfo Pérsico sirven para seguir pagando congresos en hoteles de cinco estrellas, pero no para sostener un esfuerzo paraestatal que mantenga a la población civil.
Hay, sin embargo, un beneficiado claro de ello: el Frente Al Nusra, que ya proclama abiertamente su adhesión a Al Qaeda, y cuyos miembros han demostrado ser infinitamente más disciplinados que los del llamado Ejército Libre de Siria, en realidad una agrupación informe de diversas milicias, solo una fracción de los cuales son soldados profesionales.
Al Nusra controla ciudades como Raqqa, donde, según algunos testimonios, los islamistas han organizado unidades especiales contra el saqueo y con el propósito de mantener en marcha los servicios y el suministro eléctrico. Como consecuencia, los civiles de esta localidad sufren menos escasez que los de otras zonas bajo control rebelde. A cambio, deben lidiar con tribunales islámicos y con fanáticos que exigen que las mujeres se cubran de la cabeza a los pies, incluyendo la cara, al estilo afgano o saudí.
Sin embargo, en situaciones de gran inestabilidad, el ser humano por lo general preferirá la autoridad, por extrema que sea, a la inseguridad, como demuestran los casos de Afganistán o Somalia. La sociedad siria, a priori, está mucho más articulada que las anteriores. Pero en el curso del actual conflicto, cada vez más un enfrentamiento fratricida y menos una revolución, también hemos visto cosas que parecían impensables hace dos años. El poder de la guerra, en el peor sentido.