Cristianos del Jabur, un dèjá vu del horror
Karlos Zurutuza
Tel Tawil, noreste de Siria | Octubre 2019
Puede que nunca haya habido tanta gente en la calle principal de Tel Hafian, pero hay que decir que casi nadie es de aquí. «¿Gente del pueblo? Creo que en aquella casa del fondo aún queda una familia, pero no te sabría decir», responde un hombre de entre un grupo de cinco que intenta sacar una camioneta del barro. Son todos desplazados por la última ofensiva turca sobre el noreste de Siria. La inmensa mayoría hoy en Tel Hafian lo es.
Fue el pasado 9 de octubre cuando Turquía lanzó un ataque coordinado con milicias islamistas sobre una franja fronteriza de 130 kilómetros entre las localidades de Ras al Ain y Tal Abiad (Serekaniye y Gires Spi), ambas al oeste de Qamishli, la capital de las regiones kurdas en el noreste de Siria. La ONU da cifras de más de 200.000 civiles desplazados, y los pueblos abandonados por los cristianos en el valle del río Jabur —un afluente del Éufrates que nace en el sur de Turquía y recorre todo el este de Siria— son lugares tan malos como cualquier otro cuando uno no puede volver a su casa. Edmon Lunan es uno de los pocos que se negó a abandonar la suya en Tel Hafian.
«Vivíamos treinta y cinco familias en esta aldea, todas siríacas, pero la mayoría huyó en febrero de 2015, cuando el territorio cayó en manos del Daesh», recuerda Lunan, desde el salón de la casa que nos habían señalado antes. Algunos volvieron tras la caída del califato, pero la reciente ofensiva turca les ha hecho desandar el camino. En Tel Hafyan quedan hoy tres familias de las originales y este soltero que no tiene ninguna a la que proteger.
«Turquía, Al Qaeda, el califato… El objetivo es el mismo: el exterminio de nuestro pueblo»
Ayman al Tamimi , uno de los mayores expertos en el fenómeno yihadista, asegura que, lo que Turquía ha dado en rebautizar como «Ejército Nacional Sirio» no es más que una amalgama de milicianos reclutados entre los rescoldos del antiguo Ejército Libre de Siria, las diferentes filiales locales de Al Qaeda y combatientes del Estado Islámico. Ese parece el contingente terrestre del segundo Ejército más grande de la OTAN en la ofensiva, bautizada por Ankara como ‘Fuente de Paz’.
La de los cristianos de Mesopotamia es una historia de persecución en bucle. El genocidio armenio de 1915 a manos de la Administración otomana también acabó con gran parte de la población cristiana siriaca de Anatolia, algo menos conocido. Muchos seguidores de esta antigua Iglesia, también conocida como jacobita, que utiliza el arameo como lengua litúrgica, huyeron a Iraq, pero no tardaron en encontrar problemas allí también. Fue la masacre de Simel (cerca de Dohuk en el Kurdistán iraquí) en 1933 la que empujó a esta comunidad hacia Siria, hasta instalarse finalmente en el valle del Jabur.
Llegaron a sumar hasta quince mil individuos en esta zona, antes de que se repitiera la pesadilla: fue en 2015, justo en el centenario del genocidio en Turquía, cuando volvían a enfrentarse al horror, esta vez a manos del Daesh. Lunan habla de «dejá vu» cuando se refiere a la ultima ofensiva de Ankara y sus aliados.
«Turquía, Al Qaeda, el califato… Llámalos como quieras pero el objetivo es el mismo: el exterminio de nuestro pueblo», dice el siriaco, antes de ofrecerse a acompañarnos hasta la casa de William. Vive a unos cien metros de una pequeña estatua de la virgen a la entrada del pueblo; fue él quien repuso y arregló el altar de ladrillo que protege una cristalera después de que el Daesh lo redujera todo a escombros.
William recuerda a los cientos que el Daesh secuestró en la zona hace tres años. «Mataron a varios y circularon los vídeos para recordarnos que teníamos que pagar si queríamos rescatar a los demás», dice este hombre que cubre su cabeza con una kufiya árabe roja. Solo las aportaciones que llegaban de una diáspora siriaca desperdigada por todo el mundo evitaron entonces un reguero de sangre mucho mayor.
Los cristianos denuncian el apoyo de Turquía a elementos islamistas en la revolución siria
Enfilamos juntos hacia el pequeño cementerio de Tel Hafyan a través de una calle a la que siguen llegando desplazados de la zona cero. La frontera de Turquía está a apenas 25 kilómetros al norte, y Ankara ha proclamado su intención de ocupar una franja de 30 kilómetros de anchura a lo largo de toda la linde. Los tanques turcos no se han adentrado mucho en el territorio, pero sí avanzan las milicias islamistas aliadas con Turquía, en su mayor parte originarias de la región al norte de Alepo y trasladados al este de Siria para esta ofensiva.
Para muchos siriacos, esta región alrededor del municipio de Tel Tamer será una etapa más de una travesía que acabará en el campo de refugiados de Washokani, al sur de Hassaka, o en el de Bardarash, ya en la Región Autónoma Kurda de Iraq. A menos de diez kilómetros de la primera aldea bajo control yihadista, Tel Hafyan está demasiado cerca del frente como para quedarse. Lunan dice que les han abierto las puertas de sus casas. «Están casi todas vacías y son muy respetuosos. Tampoco es para tanto», apunta William. Sus cuatro hijos se reparten hoy entre Alemania y Suecia. «No volverán. ¿A qué? ¿A dónde? ¿Aquí?», suelta este cristiano caldeo, mirando a su alrededor sin fijar la vista en ninguna parte.
La imagen se repite en Tel Nasri, a apenas un par de kilómetros de Tel Hafyan: más fango, más desplazados y más niños jugando entre los charcos y el escombro de una preciosas iglesia destruida por el Daesh en la Semana Santa de 2015. La administración del noreste de Siria ha construido una nueva, más humilde, eso sí, pero que habría de ofrecer el mismo servicio. Ya nos han dicho en el checkpoint a la entrada que permanecerá cerrada «hasta que los vecinos vuelvan». Los pocos que quedan, o son muy mayores para jugarse las caderas entre la basura y el barro, o han perdido la fe, según nos dice aquel miliciano kurdo a la entrada. Lo cierto es que no encontramos a ninguno.
Una habitación con vistas
Si bien la ofensiva de octubre 2019 es el episodio más reciente de una campaña que busca desplazar a los kurdos lejos de la frontera turca, para muchos no es más que la continuación de lo sucedido en enero de 2018 en el cantón kurdo de Afrín, hoy en manos de las mismas milicias islamistas que amenazan ahora a los cristianos del valle del Jabur. Entre aquel éxodo también masivo se contaba una pequeña comunidad evangélica de conversos; mientras huían con el resto, las milicias apoyadas por Turquía y la aviación de esta se encargaban de reducir a escombros yacimientos arqueológicos de gran valor como el de Ain Dara, templos yezidíes y una histórica iglesia maronita.
En una entrevista concedida recientemente a la cadena kurda Rudaw, Sanharib Barsoum, líder del Partido de la Unión Siríaca, recordaba lo sucedido en Afrín antes de denunciar el «nefasto papel» que ha jugado Turquía contra todo el pueblo sirio «apoyando a elementos islamistas desde el principio de la revolución». Asimismo, Barsoum apelaba a la responsabilidad de la Coalición Internacional para garantizar la estabilidad y la paz al este del Éufrates a la vez que pedía una respuesta «más contundente» contra Turquía. Por el momento no hay respuesta más allá de alguna tímida declaración. Mientras tanto, las organizaciones internacionales Human Rights Watch y Amnistía Internacional hablan de “crímenes de guerra” que incluyen ejecuciones de civiles y el saqueo de sus propiedades, todo ello a menudo documentado por los propios milicianos islamistas y hecho público a través de sus redes.
«Claro que tenemos miedo pero prefiero morir aquí que pudrirme en una tienda de campaña»
En el valle del río Jabur, los desplazados kurdos y árabes abarrotando las calles y las casas de Tel Nasri y Tel Hafyan transmiten cierta imagen de normalidad para una zona de conflicto. Tel Tawil, sin embargo, es un pueblo fantasma. La presencia de las milicias yihadistas aliadas con Turquía en la vecina Daudie, a menos de un kilometro, la excluye totalmente de la lista de los pueblos que pueden ofrecer refugio, aunque se trate de uno temporal.
Los únicos foráneos aquí son una docena de milicianos siriacos y otra de árabes de las YPG, el contingente armado bajo mando kurdo, que hacen de muro de contención frente al avance de los ocupantes. Caminamos por el pueblo, esta vez con escolta armada. La primera parada es la escuela, justo al lado del checkpoint levantado por la milicia siríaca. Al otro lado, la carretera lleva directamente hasta Daudie.
«¿Queréis que os enseñe el colegio?», nos dice Isa Esheia, un profesor de primaria que parece decidido a esperar a que los casi doscientos alumnos del colegio vuelvan a clase. Caminamos por pasillos en los que no hay niños, ni tampoco familias de desplazados como en las escuelas de Hassaka. Solo silencio. Tras la visita descubrimos que Elijah Iso, el bedel, tampoco ha abandonado su puesto. «Claro que tenemos miedo pero prefiero morir aquí que pudrirme en una tienda de campaña», suelta este hombre de 64 años. Dice que aún queda medio centenar de habitantes en Tel Tawil pero cuesta creerlo. Ya nos han avisado de que hay que buscarlos dentro de sus casas.
Hoshab tarda en abrir la puerta. Cuando finalmente lo hace, intenta evitarnos sin resultar brusco. Solo es un viejo sin educación, repite desde el umbral; no sabe nada de la guerra ni entiende lo suficiente para contarnos algo que nos pueda interesar. Le explicamos lo obvio, que su testimonio como uno de los últimos residentes de Tel Tawil nos es valiosísimo. Acabamos pasando hasta la cocina para descubrir que les hemos interrumpido a él y a su mujer, Hadare, en mitad de una comida a base de pasta con tomate y pan. Hadare, no obstante, parece contenta por la inesperada visita e insiste en abrazarnos. Dice que chapurrea algo de árabe, pero que su lengua materna es el suroyo, la versión local del arameo. Se la entiende con dificultad, aunque lo suficiente para descubrir que la anciana desconoce siquiera que haya una guerra en curso.
«Seguimos haciendo las compras en Tel Tamer como siempre. Todo es normal, ¿sabéis?», suelta la anciana, aún sorprendida por la pregunta. Su marido se explica: su mujer sufre de demencia y no es consciente de la situación.
La única decoración en la estancia es el retrato de un primo muerto hace años. Debajo de ella hay una ventana con vistas a la aldea de Daudie. Hoshab sabe que el enemigo está justo enfrente, pero le quita hierro al asunto con una sonrisa. Luego se vuelve a disculpar «por no saber nada y no poder ayudar». «Somos muy mayores y no tenemos hijos, ¿a dónde íbamos a ir?», dice el cristiano, mientras nos acompaña a la puerta que lo separa del vacío.
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