Contra los últimos del Dáesh
Lluís Miquel Hurtado
Frente de Hayin (Siria) | Enero 2019
«¿Sabéis disparar?», pregunta el jefe de brigada al fotógrafo y a este periodista. No bromea. Adrede o no, sus hombres han colocado en el asiento trasero del todoterreno, cerca de los reporteros, un kalashnikov. Encima del cañón hay incrustada una bala. Es la última. Entre los combatientes que se han enfrentado al Estado Islámico de tú a tú circulan todo tipo de historias en torno a su función. Unos juran que será para el último del Daesh en pie; otros que, de verse acorralados por los radicales, será para ellos mismos.
Arrancamos hacia el último frente contra el califato del Estado Islámico, el Daeshl Salimos de Hasaka. Dos miembros del Consejo Militar Asirio (CMA), la única brigada cristiana en liza, pilotan el vehículo. Nos escolta una ranchera, con una ametralladora doshka montada, lista para emplomar al enemigo. En medio del desierto de Deir Ezzor, adonde nos adentramos, este está en todas partes y en ningún sitio.
El escenario de la batalla final son cerca de 5 km2 por las que se está peleando palmo a palmo
Los minutos se extienden hasta lo inexplicable hasta que, de repente, el convoy se topa con un Éufrates amansado por la llanura. Cuesta creer que este vasto pedazo del este de Siria esté bajo control. La base de Busaira, cuartel del CMA, está fuertemente protegida por imponentes taludes de tierra. Basta cruzar el centro del pueblo cercano, que da nombre al fortín, para constatar la desconfianza en los ojos de los lugareños. Sus miradas se clavan como bayonetas. Tantos años, tanta guerra, que la bandera del Daesh ha echado raíces hondas en sus corazones. Durante nuestro estacionamiento en Busaira, una moto bomba atentará contra la base.
Nuestro destino final es Hayín, en lo más recóndito de la ribera este del Éufrates. Una serie de meandros dorados por un sol invernal tibio, franqueados por majestuosas palmeras datileras y bordeados por casas bajas. Un paraíso terrenal, si quienes lo han dominado hasta hoy no creyeran que el mejor vergel está allende la vida.
Hayín es la mayor de las tres aldeas que conforman el último retazo de califato. Es el escenario de la batalla final. Cerca de cinco kilómetros cuadrados por las que se está peleando palmo a palmo.
En la base más avanzada del frente, a unos pocos cientos de metros de los insurrectos, nos espera Sinku Shkaki, el jefe de las operaciones que allí se realizan. «Combatimos al IS con cautela para evitar bajas innecesarias», explica, como justificación por la lentitud de su ofensiva. Se estima que podría durar más de un mes. «Debemos limpiar de minas cada metro», asegura, «y, de noche, sufrimos contraataques a manos de grupos pequeños, que nos lanzan coches bomba. Su único objetivo es matar todo lo posible».
«Lo más terrorífico de combatir al Daesh en Hayín es que han excavado túneles que comunican una casa con otra. De esta forma, cuando avanzamos, aparecen de repente por detrás y se abalanzan sobre nosotros con chalecos explosivos», describe Nur, uno de los brigadistas asirios que nos acompañan, mostrando un mapa de los escondrijos hallados en Hayín. «Esta es la batalla final. Los barbudos no pueden ceder más metros. Por eso, para ellos, ésta es una batalla a vida o muerte», concluye.
Los bombardeos ocupan la mayor parte del día; al llegar la noche, los aliados pelean cuerpo a cuerpo
El sol alcanza su cénit cuando los hombres de Shkaki empiezan a martillear la moral de los insurrectos a base de proyectiles de mortero de 120 milímetros. El rugido de los cazas de la coalición occidental contra el Daesh acompaña aquella sinfonía explosiva que culminan las bombas que descargan sobre la aldea de Shafa. El estruendo es seco, contundente. Los bombardeos ocupan la mayor parte del día; al llegar la noche, los aliados penetran en territorio comanche y pelean cuerpo a cuerpo.
Al amanecer, el sol empieza a colorear los desastres de la batalla: decenas de edificios partidos por la mitad, nuevos cadáveres aplastados por los cascotes, coches calcinados aquí y allá, un silencio asfixiante inundando toda esta escena. En las guerras también mueren los pueblos. Quienes han sobrevivido en la oscuridad ya están en manos de los atacantes. Algunos leales al ‘califa’ Abu Bakr Bahgdadi, y sus familiares, recalarán en campamentos y prisiones especiales.
«Encontramos a muchos radicales extranjeros», explica Mahmud, un desactivador de explosivos. Entre las últimas capturas en Hayín hay alemanes, estadounidenses, rusos o centroasiáticos. Es fácil concluir que todos ellos comparten rasgos que no les permiten camuflarse entre los locales, huir a la retaguardia donde poder aspirar a convertirse en células durmientes. Una mayoría de estos son mujeres, junto a sus hijos. «Les permiten irse a nuestros campamentos para vengarse en un futuro», dice Shkaki.
Hay otro tipo de civiles: los locales. Quienes trataron de conservar sus vidas bajo el yugo del califato y que del mismo modo tratan ahora de preservarlas durante la batalla por Hayín, huyendo a pueblos cercanos. Cuando Um Nariman Spejan regresó a su hogar junto a sus 12 hijos, sólo acertó a llevarse las manos a la cabeza. «Nuestro corazón sangra ante lo sucedido, nuestras vidas se han roto», clama, en las puertas de un hogar arruinado.
«Necesitamos limpiar la casa de explosivos y no hay quien nos ayude»
«Pero, pese a que nuestra casa está destruida, estamos contentos de poder volver aquí. Ésta es nuestra tierra, a la que estamos conectados. Incluso si no tuviésemos nada regresaríamos aquí. Aunque tengamos que vivir bajo un techo destruido», sentencia la matriarca, cuya voz se acongoja hasta quebrarse al explicar la razón de muchos de sus convecinos para adaptarse a los rigores del Daesh. Su prole la flanquea. Escoba en mano, tratan de imponer cierto orden en un caos que los supera. Ellos, como muchos otros civiles nativos, están siendo las víctimas sin voz de la última batalla por el califato. «Imagina el haber tenido que irte de casa dejando atrás a una hija o a un hermano muertos, sin ni tan siquiera haberlos podido enterrar». Nariman llora.
Mohamed, el farmacéutico de Hayín, también está de vuelta. Su suerte ha sido adversa. «Mi farmacia ha quedado completamente destrozada, pero mi hogar sigue en pie», se cogratula vanamente, en el asiento de una furgoneta que transporta a su mujer, a sus tres retoños -Muyid, Asma y Esra-, varias maletas, una cama de matrimonio y dos ovejas. «Necesitamos limpiar la casa de explosivos y no hay quien nos ayude», lamenta. Una única nota para la esperanza surge de sus labios: «Poco a poco, recomenzaremos».
A pocos kilómetros de Hayín, algo más alejados del frente, los ánimos andan más caldeados. La colina de Tal Achabi hace no tanto un nido de ametralladoras, hace las veces de cementerio para la aldea más próxima cercana y de vertedero de víctimas a las que el Daesh no concedió la gracia de la sepultura. Más de cinco cráneos ruedan por el suelo en su falda. «Colegas decapitados», musita Nur, con una sonrisa esforzada. Bilal Salih Faraj, un líder vecinal, aborda a este periodista entre gritos y aspavientos.
«Aquí han muerto cuatro mujeres y 17 niños, y absolutamente nadie se ha preocupado por ellos», enhebra su soliloquio. «Sufrimos muchísimo. Los niños tienen hambre. Antes de la guerra tenía un buen salario. Ahora, a mis 60 años, he tenido que hacer cosas deshonestas para alimentar a mis hijos. Ya no no fiamos de nadie más que de este río. Juro que las etnias, las sectas, nada de esto importa. Todos somos patriotas sirios. Daesh trató de dividirnos. Ahora, es crucial educar y proteger a nuestros hijos».
«A uno de mis primos lo decapitaron sólo por hallar en su móvil un vídeo del Ejército Libre de Siria»
¿Cicatrizará alguna vez la herida que ha provocado el Estado Islámico en Oriente Medio? Puede que el tiempo y la educación alumbren una generación capaz de sellarla. Pero, por el momento en Hayín es la hora de las retribuciones. Dentro de las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), la alianza paraguas multiétnica, de mayoría kurdosiria, que acabará con el califato de la mano de la coalición internacional liderada por EEUU, hay numerosos grupos a los que los radicales han agraviado de forma trágica. El CMS es sólamente uno de ellos.
La batalla final contra el Estado Islámico es, para los uniformados que nos acompañan, un asunto personal. «El Daesh secuestró a muchos de los nuestros», recuerda Abgar Daud, portavoz del CMS. «El ánimo de esta gente es matar cristianos. Creen que deben morir por no ser musulmanes».
No son los únicos que en los estertores del califato buscan su retribución. El Estado Islámico extendió su dictadura del terror a costa de granjearse enemigos en todos los cantones de esta tierra. Deir Ezzor es un territorio fuertemente tribalizado que las huestes del Daesh hicieron suyo cooptando a sus cabecillas y enfrentando a unos con otros. Los peor parados resultaron ser los del clan Shaitat. En agosto de 2014, los radicales ejecutaron a entre 700 y 900 de ellos por rebelarse contra su yugo. «Hemos pasado momentos malísimos. Ahora, nuestra misión es luchar para que los del Daesh no vuelvan, capturarlos y llevarlos ante la Justicia. Si hacemos lo mismo que ellos, nos convertiremos en ellos».
Quien así habla es Rifai Abu Hama, uno de los miembros del clan de los Shaitat que se ha unido a las SDF para devolver el honor a los supervivientes de su estirpe. Junto a él, asegura, hay 1.500 parientes más combatiendo. «Se enfrentaron a nosotros por confrontar su mentalidad, su versión errática del islam y su corrupción», recuerda. «A uno de mis primos lo decapitaron sólo por hallar en su móvil un vídeo del Ejército Libre de Siria. Perdí a dos familiares más. No descansaremos hasta acabar con el último Daesh».
El pseudocalifato se agota. El Estado que el iluminado de Bagdadi, todavía desaparecido, anunció hace casi un lustro hoy sucumbe en Hayín a los envites de la aviación occidental y a los asaltos a pie de las SDF. El peligro, advierten todos sin embargo, permanecerá agazapado en la retaguardia. Mahmud: «Tendremos que luchar todavía mucho hasta finalizar esta guerra. Para un futuro sin terrorismo. Para un futuro en paz en Siria».
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