No es sólo cuestión de velos
Nuria Tesón
Hadeer Ahmad Ali es una veinteañera egipcia de ojos grandes y sonrisa perenne. Tiene la nariz ancha, los labios gruesos y la tez morena semejante a la de la oliva madura. Hace más o menos un año, algún tiempo después de la renuncia de Mubarak, quedamos para vernos en un café, tomar té, fumar una shisha y charlar.
Ella acostumbraba a compartir unas bocanadas de las pipas de agua que alguno de sus amigos fumábamos, nunca demasiado, para que el olor del tabaco en la ropa o el hiyab con el que cubría su cabeza, no la delatase al regresar a su casa en el Manial, una de las islas de El Cairo.
Teníamos mucho de lo que hablar: un amigo común me había contado que Hadeer se había quitado el velo, que había tenido problemas en casa y yo no sabía qué esperar. Bueno, en realidad esperaba ver su menudo cuerpo envuelto en la ropa acostumbrada, clásica, mangas largas hasta la muñeca, superpuestas con otras más livianas que escondieran cualquier curva, y su perenne pañuelo, enmarcando un rostro risueño, con colores que dieran un poco de vida al conjunto.
Ella compartía las pipas de agua, nunca demasiado, para que el olor del tabaco en el hiyab no la delatase
Pero aquella tarde me costó reconocerla. Llevaba una camisa negra, y el pelo negro recogido en una coleta. Lucía unos pendientes largos de plata y se había quitado las gafas. Estaba espléndida. Me abrazó diciendo: “Lo hice, lo hice”, como si quizá yo hubiera podido pasar por alto el detalle de que se había quitado el velo.
Después nos sentamos, pedimos una pipa y ella, quitándose el coletero, dejó caer el pelo revuelto, en tirabuzones, sobre el rostro. Me contó cómo se planto ante su madre, que viste niqab (el velo integral que sólo deja ver los ojos), sin llevar puesto el hiyab, y le dijo que iba a salir así a la calle, y que nunca más se lo pondría. Ya no creía en lo que representaba y había decidido prescindir de una prenda que consideraba que la estigmatizaba y la limitaba.
Huelgan palabras para describir el drama de ese día y los sucesivos: la encerraron en casa una semana sin teléfono ni conexión a internet, su hermano la golpeó, una amiga de su madre se plantó en la universidad para hacerla volver a la cordura y algunas de sus compañeras y confidentes de toda la vida le dieron la espalda… Pero en su perfil de la red social Facebook, al salir de su encierro, el 22 de marzo, escribió: “Ahora soy totalmente libre”. Así se hacen las revoluciones.
Llevaba una camisa negra, y el pelo recogido. Me abrazó diciendo: “Lo hice, lo hice”
La cuestión del velo es vista desde Occidente, en general, como la encarnación de todos los males para la mujer musulmana. Sin embargo ellas, no lo ven siempre así. Hay mujeres orgullosas de llevar el hiyab que se sienten plenamente libres, así como las hay que no lo llevan y no por eso sienten que sus derechos estén mejor salvaguardados. Lo que para muchas mujeres es una imposición social o familiar o una convención cultural, o todo ello al mismo tiempo, para otras es un signo de identidad (religiosa o política), y para algunas un vehículo hacia su libertad individual.
¿Cómo? He conocido a muchas jóvenes musulmanas que preferían renunciar a la batalla del velo para ganar la de la emancipación (“así a mi familia no le importa”), la de la educación, la de la independencia: llegar más tarde a casa, ir solas o con amigos a algún lugar…
Amal Ramsis, una directora de cine documental egipcia, me reitera esa idea cada vez que coincidimos: “El velo no es nuestro principal problema. La falta de protección en el ámbito laboral, las desigualdades o el desamparo en derechos sociales están muy por encima de la cuestión del hiyab”.
Al poco tiempo de llegar a Egipto hace tres años, conocí a la primera mujer taxista de El Cairo, Enas Hamman. Soy muy consciente de lo que, en esta sociedad, en la que el 83% de las mujeres son acosadas a diario en las calles y medios de transporte, debe suponer para un taxista mirar por el retrovisor y ver a una treintañera con hiyab y gafas de sol, dándole al claxon en un coche amarillo.
Pero para mí, esa imagen es la metáfora perfecta de cómo las féminas piden paso para alcanzar su lugar en los países que habitan. Y el símbolo de que no van a permitir que las dejen en la cuneta.
Enas Hamman me dijo algo importante entonces: “La mujer egipcia es muy fuerte. Podemos con todo. Casa, hijos, trabajo. También con la sociedad que nos juzga”. Para ella, divorciada, con dos hijos, no suponía el menor inconveniente llevar velo, podía quitárselo, igual que había decidido optar a un trabajo que no está bien visto. Agallas no le faltaban, simplemente le gustaba llevarlo. Además, pensaba que había otras batallas que ganar primero. Su hija me contaba que ella y sus amigas la admiran por tener el valor de hacer su trabajo. Así se hacen las revoluciones.
Se enfrentan a una sociedad que las juzga no como mujeres con o sin velo, sino como mujeres
Hace hoy un año las egipcias se echaron a la calle para celebrar su día, con el impulso de la revolución aún insuflando aire en sus velas. Fueron desalojadas con gritos de “volved a casa a fregar”. El espejismo de Tahrir se evaporaba y las dejaba enfrentadas con su realidad. En los últimos meses hemos visto cómo las mujeres árabes que salieron a defender la revolución en Túnez, en Egipto o en Libia, con o sin pañuelo, obtenían apenas unas migajas en el arranque del proceso democrático.
Al terminar 2011, el año de la Primavera Árabe, las mujeres constituían el 10,7% de los legisladores en los países árabes, prácticamente el mismo porcentaje que antes de las protestas que derrocaron a cuatro presidentes. Se ha demostrado que los países en los que se legisla en políticas de igualdad y se fijan cuotas ha habido mejoras, pero eso no ha ocurrido en los países protagonistas del despertar árabe donde las políticas involucionan en contra de la mujer.
Enas y Hadeer tienen algo en común, las dos han tenido el valor para enfrentarse a una sociedad que las juzga como mujeres, no como mujeres con o sin velo, sino como mujeres a las que se discrimina, y que ven restringidos sus derechos y libertades y cuya voz no es escuchada por el hecho de serlo. Pero hasta donde sé, Enas Hamman sigue hoy conduciendo un taxi y Hadeer Ahmed Ali trabaja en la Alianza de mujeres Árabes, por lo que ambas siguen luchando para que las cosas cambien, cada una a su manera. Así se hacen las revoluciones.