El paréntesis de la primavera árabe

Nuria Tesón
Nuria Tesón
· 16 minutos

opinion

Agosto 2011

En el dominó revolucionario norteafricano Libia debería haber caído tras su vecina Túnez, pero la geopolítica no sigue las leyes de la física. La ficha egipcia empezó a desplomarse antes, al tiempo que la cabeza del presidente tunecino, Ben Alí, saltándose al líder libio Muammar Gadafi. Para cuando el rais egipcio, Hosni Mubarak, quiso darse cuenta ya estaba dando un paso al lado para dejar que la partida siguiera sin él.

La primavera árabe florecía en ambos países, donde ciudadanos de todas las clases sociales, pero principalmente los jóvenes, se echaban a la calle hartos de un futuro sin esperanza, con altas tasas de desempleo, ausencia de libertades y escasez de pan. La inmolación de un joven frutero en el país magrebí y la muerte de otro muchacho torturado por la policía en el reino de los faraones prendían una mecha que a su paso incendió otros países como Bahréin o Yemen, para saltar de allí a Siria, donde aún hay muertos a diario.

Las familias de los 1.270 presos ejecutados por Gadafi en Abu Salim, en 1996, empezaron la protesta

Mientras, en Libia los aires de cambio del mundo árabe avivaban un fuego que devoraba los cimientos de uno de los países más aislados de la región.

Como había sucedido en Egipto y Túnez, las redes sociales, sin ser determinantes, funcionaron como catalizador del descontento popular y sirvieron de foro a los opositores al régimen, a pesar de la reducida penetración de internet en el país. Los libios habían convocado su despertar el 17 de febrero a través de Facebook, pero Libia era una olla exprés con demasiado vapor en su interior y el 15 ya se estaban echando a la calle.

Aquel día, las familias de los 1.270 presos ejecutados por Gadafi en la cárcel de Abu Salim, en 1996, empezaban una protesta tras la detención de su abogado, Fathi Terbil. Ésta daría paso a una revuelta que se extendió por el oriente libio y, apenas unos días después, al principio de una guerra. Gadafi juró que lucharía hasta el último aliento y ya entonces se intuía que vendería caro su pellejo. No entraba en los planes del coronel abandonar el trono sobre el que se había autoproclamado rey de África.

Seis meses después, a finales de agosto, los rebeldes libios amparados por los bombardeos de la OTAN rompían el status quo logrando entrar en Trípoli. Hasta entonces, el frente en el este del país, así como el occidental, había permanecido estancado en un avance y retroceso de posiciones que no terminaban de inclinar la balanza a favor de los alzados y que ha ocasionado un profundo desgaste en todos los participantes en el conflicto. Si bien los insurgentes aún estarían lejos de alcanzar su objetivo, en opinión de un alto oficial de la OTAN que consideraba entonces que la caída de Trípoli no sería el fin de la guerra, esta ruptura de tablas en la partida ha supuesto un importante avance que precipitó la caída del régimen.

Los expertos consideran a Gadafi, que se encuentra en paradero desconocido, acabado políticamente. Su postrera oferta de un Gobierno de transición ha encontrado la negativa de los insurgentes y sólo le quedaría entregar el poder, un exilio forzoso en algún país amigo o permanecer escondido en su propio país. Lograr el control de todo el territorio parece lejos del alcance rebelde, por el momento. Libia no es Trípoli y, en cualquier caso, para los insurgentes sería imposible mantener cualquier tipo de avance o resistencia sin la ayuda de los bombardeos de la Alianza Atlántica.

Intervención no unánime

El 22 de febrero, gran parte de la zona oriental del país, la Cirenáica, en cuya capital, Bengasi, habían empezado las protestas, se encontraba ya bajo control rebelde. La frontera con Egipto, en manos de los revolucionarios, permitía el acceso de ayuda humanitaria y la salida de millares de refugiados que huían de la masacre que Gadafi empezaba a infligir a su pueblo. También el de los informadores.

En Shahat, a medio camino entre Tobruk y Bengasi, el aeropuerto mostraba entonces los restos de la batalla, casquillos de munición de gran calibre, edificios bombardeados. En el hospital, de ambas poblaciones, y en la morgue, los excesos del coronel se hacían patentes en cuerpos desmembrados que se contaban por docenas; y en los improvisados cuarteles rebeldes había otra prueba de la barbarie del líder libio: mercenarios sudaneses, chadianos o nigerinos de poco más de 15 años que aseguraban haber aterrizado en el país hacía una semana con la promesa de un trabajo, y a los que se les había dado un arma y obligado a salir al frente “a matar rebeldes”.

Las denuncias de que Gadafi estaba empleando mercenarios africanos y de las violaciones en masa y asesinatos de civiles que estos estaban cometiendo, golpearon las conciencias occidentales. Human Rights Watch, entre otras organizaciones de derechos humanos desplazadas a la zona, ha documentado las detenciones arbitrarias y las desapariciones de decenas de personas, así como los casos en que las fuerzas del Gobierno han abierto fuego contra manifestantes pacíficos.

Desde principios de marzo, pasadas dos semanas del inicio del conflicto, la comunidad internacional debatía ya sobre la necesidad de intervenir mediante el establecimiento de una zona de exclusión aérea sobre Libia, como la única opción para frenar la masacre que Gadafi estaba cometiendo contra su propio pueblo. El 27 de junio, la Corte Penal Internacional (CPI) emitió órdenes de arresto contra él y su hijo Saif por crímenes contra la humanidad por su papel en los ataques contra civiles, incluidos los manifestantes pacíficos, en Trípoli, Bengasi y Misrata, entre otras ciudades y pueblos de Libia.

El principal proveedor de petróleo a Europa y uno de los mejores trampolines para la inmigración hacia las costas occidentales del Mediterráneo se hundía en una guerra que estaba dejando centenares de víctimas civiles. Sin embargo, los fantasmas de Irak y Afganistán estaban demasiado presentes para reacciones precipitadas. Cuando la Liga Árabe dio su beneplácito a la intervención pasó una semana hasta que la decisión fue tomada en el seno del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Con la abstención de China y Rusia (con derecho a veto), India, Brasil y Alemania, que no quería asumir las víctimas civiles que también provocaría (y de hecho ha causado), la intervención de la fuerza aérea, la ONU aprobó la creación de una zona de exclusión aérea.

Una bomba de relojería

La intervención militar autorizada por Naciones Unidas, y comandada por la OTAN, en la que España participa, ayudó a evitar la caída precipitada del bando rebelde, pero no resolvió el problema. Prevista inicialmente para evitar la muerte de civiles, la misión ha devenido en respaldar de facto un cambio de régimen. Gran parte de la comunidad internacional reconoce como único representante válido del Estado Libio al Consejo Nacional de Transición (CNT), formado tras el alzamiento popular; Naciones Unidas ya ha ofrecido un paquete de ayudas y en la sede de la Liga Árabe en El Cairo, ondea la antigua bandera tricolor adoptada por los rebeldes al inicio de la protesta.

Este reconocimiento ha valido para conceder créditos o descongelar activos que han permitido a los rebeldes obtener ingresos con los que mantener sus posibilidades en el terreno e intentar asegurar una transición ordenada. El control de las refinerías (y la negociación sobre el suministro), que es vital para ganar la guerra, lo será para la transición, y cuando las potencias han intuido el final se han apresurado, como Italia, a ofrecer la ayuda económica pertinente al CNT.

Un artículo del diario británico The Independent afirmaba a finales de julio que los alzados podrían haber perdido hasta el 20% del territorio que tenían al inicio de la revuelta, a pesar de los bombardeos de la OTAN, que tampoco han tenido éxito en lo que los observadores han considerado intentos de acabar con la vida de Gadafi. Y los últimos avances en el oeste y en el este no significan que el conflicto esté próximo a acabar. Estas “señales alentadoras”, se deben, según altos mandos de la OTAN a la acción previa de las fuerzas aéreas de la Alianza Atlántica, que despejaban de peligro la zona, de forma que los rebeldes han podido progresar más rápido.

Es lo que sucedió en Sirte días después de la caída de la capital. Aviones Tornado británicos lanzaron misiles sobre la ciudad natal del rais libio, donde se creía que éste se ocultaba. “No se trata de encontrar a Gadafi, sino de asegurarse de que el régimen no pueda seguir luchando contra su propio pueblo”, explicó el ministro de Defensa británico, Liam Fox. La realidad sin embargo muestra que las conquistas insurgentes van de la mano de estas acciones.

El régimen de Trípoli ha sido muy consciente de las limitaciones del compromiso de la OTAN. Estados Unidos ha mantenido un papel secundario, mientras la misión que lideran Gran Bretaña y Francia se acercaba rápidamente al techo de lo que sus recursos le permiten comprometer con la lucha. A finales de este mes debe revisarse la operación que la Resolución 1973 aprobó para tres meses que fueron prorrogados por otros tres en junio y que finalizan ahora. El avance en Trípoli y en Sirte ha demostrado la necesidad de acabar cuanto antes, aunque la OTAN ha dejado claro que está dispuesta a mantener sus acciones el tiempo que sea necesario.

Milicia inexperta

La muerte del general Abdel Futuh Yunis en julio pasado mostró que el CNT no tiene todo bajo control, a pesar de haber gestionado bien la crisis, haberse ganado el respaldo internacional y organizado las instituciones para el funcionamiento de las zonas bajo su mando. Pero también dejaba entrever algunas de las dificultades a las que tendrá que enfrentarse al fin del conflicto. Yunis fue el numero dos del régimen hasta el inicio de las protestas de febrero cuando se convirtió en el primer alto mando del Ejército en unirse al alzamiento. Desde entonces había comandado las tropas rebeldes como parte del órgano ejecutivo del CNT. En julio fue asesinado por una brigada rebelde islamista. El dominio de esas milicias surgidas al calor de la revuelta será prioritario una vez acabado el enfrentamiento.

El general Yunis había comandado hasta su muerte una tropa de soldados con escasa o nula formación militar, jóvenes en su mayoría que están siendo entrenados sobre la marcha para el combate. Si Gadafi se encargó, apenas dos años después del golpe de Estado, de prohibir los partidos políticos, el Ejército fue literalmente desestructurado a partir de los años 80.

“Gadafi destruyó nuestro Ejército y lo convirtió en milicias porque temía que algún día pasaría lo que está ocurriendo ahora: que nos volviéramos contra él”, explica Naima Rifi, oficial de Telecomunicaciones del Ejército libio destacada en Tobruk, y que desertó al inicio de la contienda. “Quería asegurarse la lealtad a sus hijos y fue diluyéndonos hasta que no quedó un Ejercito de verdad sino una panda de mercenarios y destacamentos aislados”, asegura.

Esto habría influido en el hecho de que poco después del alzamiento gran parte de los militares, sobre todo en el este, se unieran a la revolución. Junto a ellos, un ejército de jóvenes, ingenieros, profesores y estudiantes pasó a engrosar las filas de los alzados contra el régimen. “Nuestras armas son viejas, nuestros soldados, pocos. Por cada diez mercenarios de Gadafi hay un solo rebelde. Nuestros jóvenes están luchando al mismo tiempo que aprenden a disparar”, declaraba el coronel Ibrahim Boucheim, en Tobruk, el pasado abril. “No están entrenados pero saben por qué luchan, tienen una causa. Y no es lo mismo luchar por dinero que por un bien mayor”, concluía.

El reto del CNT: la unidad

Si la crisis en el país norteafricano está lejos de tener una clara solución bélica o por la vía del diálogo no lo será menos una eventual transición. Hace 42 años, el 1 de septiembre de 1969 Muammar Gadafi y un grupo de autodenominados Oficiales Libres acabaron con la monarquía del rey Idris. El Estado libio se había configurado dos décadas antes, en 1950, uniendo tres regiones diferentes, Tripolitana, al oeste, Fezzan al sur y Cirenáica al este; y más de 140 tribus. El nuevo líder, perteneciente a la kabila Gadafa, no muy influyente, se encargó de aumentar las diferencias favoreciendo a algunas de esas tribus en detrimento de otras creando lazos que fortalecían su posición.

El CNT o un eventual Gobierno de transición, tendrán que lidiar una vez finalizado el conflicto con todas las sensibilidades y deberán incluir en el proceso a los gadafistas, algo que a día de hoy, con los rebeldes deseando venganza y ejecutando a sus opositores por toda Libia, se antoja difícil. Aunque también porque es algo para lo que el país nunca se ha preparado.

Gadafi, el Guía de la Revolución, que se autoproclamaría años después rey de África, negaba ser el líder del país que en 1977 rebautizó como Jamahiriya, el Estado de las Masas. Una hipotética democracia directa que se asienta en la idea de que los libios gobiernan a través de asambleas populares, consejos locales que después llevan sus ideas a través de un representante al Comité del Pueblo, el órgano ejecutivo libio. Apoyándose en la suposición de que así el pueblo ejercía un gobierno directo, Gadafi suprimió los partidos políticos, que se le antojaban innecesarios.

La invención de la Jamahiriya supuso que cualquier tipo de oposición fuera considerada traición. “No podíamos sentarnos en los cafés y conversar sobre política, ni decir nada que fuera en contra de lo que decía Gadafi. No teníamos permitido siquiera pensar. Su palabra era la ley”, afirmaba un profesor de francés de la universidad de Bengasi que prefiere mantener el anonimato. “Si lo hacías, podías ser detenido y encarcelado o desaparecer para siempre”, concluye el catedrático.

Libia es un país árabe de mayoría musulmana suní con 6,5 millones de habitantes

Libia es un país árabe de mayoría musulmana suní con seis millones y medio de habitantes, más de la mitad de los cuales viven en Trípoli, mientras el resto se divide entre las cinco ciudades principales del país. Acoge 1,2 millones de trabajadores de otros países árabes y subsaharianos y un día antes de iniciarse el conflicto exportaba 1,8 millones de barriles de petróleo al día. Su renta per cápita fue de 9.724 euros en 2010; la española de 20.421, según datos del World Factbook y su tasa de desempleo supera el 30%, sobre todo entre los más jóvenes.

Desde 2003, el régimen inició una apertura al exterior que fue concretada en 2006 con la eliminación definitiva de las sanciones impuestas por las potencias occidentales, lo que propició la llegada de inversores para el desarrollo de la tecnología de extracción y refinado del petróleo. En parte, gracias al segundo hijo de Gadafi, Saifelislam, que consiguió ganarse la confianza de muchos de los ciudadanos y de la comunidad internacional, incluidos gran parte de los exiliados libios en Gran Bretaña. Sobre todo, por sus esfuerzos para lograr la liberación de los presos políticos y su retórica anticorrupción.

Un discurso que contrastaba con la fortuna personal que tanto él como los miembros de su familia amasaban mientras tanto y también con la verborrea amenazante, en la misma línea que su padre, que ha empleado desde el inicio de la guerra.

La Cirenáica, en la zona oriental del país, a pesar de ser la más rica en hidrocarburos, fue dejada a un lado en lo que a desarrollo e infraestructuras se refiere. En su capital, Bengasi, se iniciaron las protestas que devinieron en guerra. La promesa de Gadafi sobre la implementación de un plan de medidas, que mejoraría la situación de la zona, llegó demasiado tarde aquel febrero.

El este del país se ha caracterizado también por una mayor islamización. En esta región se asienta la secta suní senussi y en ella nació el líder revolucionario Omar Mukhtar, ejemplo de resistencia contra los ocupantes italianos. Algo que ha aprovechado Gadafi que desde el inicio del conflicto acusó a Al Qaeda del alzamiento.

Es cierto que el Grupo Libio Islámico (extensión de los Hermanos Musulmanes), así como otros grupos islamistas, han mantenido su presencia en la región. Un cable del Departamento de Estado estadounidense de junio de 2008, desvelado por Wikileaks, hablaba del radicalismo en el este de Libia. Argumentaba que los combatientes libios de Afganistán e Irak se habían establecido especialmente en esta región y que esto habría influido en los más jóvenes. El autor también subrayaba que la tasa de desempleo de los jóvenes de esta zona era de entre el 60 y el 70 por ciento.

Al Qaeda, sin embargo, no tiene una operatividad real en la zona debido principalmente a la limpieza efectuada por Gadafi y al programa de rehabilitación de islamistas militantes del Grupo libio islámico de combate (LIFG, en sus siglas en inglés), acometida por Saifelislam Gadafi. Aunque los expertos temen que, de prolongarse el enfrentamiento, estos grupos encuentren el caldo de cultivo ideal para proliferar.

El fin del conflicto es incierto, igual que la cifra de muertos que supera los 6.000, según la Liga Libia de Derechos Humanos, y el número exacto de refugiados. Mientras, el coronel Gadafi, de 69 años, 42 de ellos en el poder, parece dispuesto a seguir presentando batalla aún en la sombra, y los suyos siguen cometiendo carnicerías y resistiendo en focos dispersos por todo el país. Aún es difícil saber cuándo se cerrará el paréntesis de la primavera árabe abierto en Libia, y cómo.