Los inescrutables caminos del éxodo ateo
Zineb Elrhazoui
París | 14 Agosto 2014
¿Es Francia todavía una patria de acogida para los librepensadores del mundo? Ya no está tan claro. Si los inmigrantes económicos, que huyen de la miseria de su aldea, utilizan a menudo caminos peligrosos para buscar un futuro más sonriente aquí, las condiciones políticas de ciertos países lanzan al exilio a veces a personajes muy distintos, que no tienen ganas de esquivar un control de identidad en Barbés, el barrio inmigrante parisino.
Sabrine Bouzeriata y Sami Chebbi, una joven pareja tunecina, no consiguen reírse de su reciente condición de sinpapeles en Francia. Tienen 24 años y acaban de aterrizar en París tras un viaje largo e inverosímil a través de los Balcanes. La principal preocupación: evitar a los islamistas.
La joven pareja ha dejado todo, de un día para otro: su familia, su país, un puesto como gerente de empresa, los amigos… para abordar un vuelo a Serbia, el único país europeo que permite la entrada a los ciudadanos de Túnez sin visado. De esto hace un año, cuando las amenazas de muerte y el espectro de la prisión se iban haciendo demasiado nítidas, demasiado reales como para seguir ignorándolos. A finales de febrero de 2014 alcanzaron por fin suelo francés, fatigados, sin un duro, con los dientes en mal estado tras meses de malnutrición. Pero felices de haber llegado a un país cuyo idioma hablan bien y donde, eso esperan, se entenderá su combate por defender el ateísmo, el laicismo y su condición de librepensadores.
«Nuestra vida está en peligro en Túnez y en cualquier lugar donde el islam impone su ley”
“Cuando he visto que el tren en el que viajamos de Vintimille, en Italia, hasta Niza, era francés, he ido a discutir con el revisor, simplemente por el placer de hablar por fin francés”, cuenta Sami. En la estación de la frontera italiana, la pareja esperaba desde hace 22 horas el tren de las 4 de la madrugada. Es la última barrera; hay que evitar a toda costa un control de la policía italiana. Una vez atravesada la frontera, ya puede pasar lo que sea. “Cuando nuestros móviles han captado las redes telefónicas francesas, hubo gritos de alegría y alivio en el tren”, se acuerda Sabrine.
Cuando el pueblo quiere la vida….
Porque Sami y Sabrine no son los únicos fugitivos en su vagón. Hay magrebíes, iraníes, sirios, pakistaníes, africanos… Muchos huyen de países en guerra o de la economía en ruinas para lanzarse a la gran odisea hacia Europa Occidental, pero Francia atrae todavía a los hijos de sus antiguas colonias, a las que legó la lengua de Molière.
La joven pareja, por su parte, no viene para buscar un trabajo que le permita enviar dinero a su país: ellos reciben dinero desde Túnez desde hace un año para financiar esta larga evasión hacia cielos más tolerantes. “Tenemos la intención de pedir asilo en Francia, porque nuestra vida está en peligro en Túnez y en cualquier lugar donde el islam impone su ley”, adelanta Sabrine.
«El día que mi padre decidió hacer las oraciones, sufrió una metamorfosis, se convirtió en una persona llena de odio»
Nacida en Túnez, de evidente belleza, un porte elegante y una mirada penetrante subrayada por el kohol, la joven se ha criado en un entorno practicante. “Vengo de una familia piadosa y yo misma era una apasionada de la religión. Tenía una tía que se iba a menudo en peregrinaje a Arabia Saudí y traía pequeños libros de proselitismo islámico que yo consumía con frenesí”, se acuerda. Pero como muchas jóvenes magrebíes de su generación, Sabrine empezó a hacerse preguntas durante la adolescencia, cuando observaba a sus parientes.
“El primer signo de interrogación para mí era mi padre. Antes no era practicante y bebía alcohol. Todo el mundo decía de él que era un tipo genial. Tiene una cuñada francesa de la que se sentía muy cercano, aunque ella vivía de forma libre y también bebía. El día que decidió hacer las oraciones, sufrió una metamorfosis, se convirtió en una persona llena de odio, que rechazaba a los demás”, se lamenta.
Un día, durante una conversación con su padre, Sabrine recibe una bofetada porque ella acaba de condenar la ley del talión, incluso referida a una persona como Ariel Sharon. Ahí empieza el largo proceso de ruptura entre ella y su padre, entre ella y el islam.
Sami, por su parte, ha nacido en una gran familia de intelectuales. Es el sobrino nieto de de Abou el-Kace Chebbi, el famoso poeta cuyas palabras “Cuando el pueblo un día quiera ver la vida…” se han convertido en el himno de la revolución de los jazmines. También es sobrino de Moncef Chebbi y primo de Ahmed Najib Chebbi, dos políticos tunecinos de renombre. “Pero no estoy seguro de que ellos compartan mi combate”, ironiza Sami, un joven de aspecto atípico, con la barba descuidada y pelo largo, recogido en un moño de samurai.
También Sami empezó a dudar desde joven. “Me educaron como musulmán y yo hacía incluso las oraciones”, se ríe. “Finalmente dejé de hacerlo porque me parecía una estupidez. En la adolescencia, uno comienza a tener un espíritu pensante, y ahí uno se da cuenta de que lo que hace no necesariamente es algo inteligente”.
Islam y cristianismo
Sabrine y Sami, visiblemente muy enamorados uno del otro, son inseparables desde hace dos años. “Nos conocemos desde pequeñajos, empezábamos a salir juntos con 16 años, pero rompimos dos semanas más tarde”, relatan entre carcajadas. Cuando sus caminos volvieron a cruzarse, ya habían dejado atrás la educación islámica. Sabrine hizo un breve paso por el evangelismo, atraída por el perdón y la universalidad del mensaje de Cristo. “Había descubierto los trabajos del padre Zakarías Boutros [un predicador copto destituido], y me convencieron de que el islam es una impostura intelectual. Cedí a la atracción del mensaje de Cristo, que me parecía un portador del amor”, confiesa.
«Ya no me quedaba ninguna duda de que el cristianismo tampoco era la verdad que yo buscaba”
El año de sacarse el bachillerato, su profesor de Filosofía le ayudó a completar su búsqueda espiritual de la verdad. “Le hablé de mi conversión al cristianismo y me dijo: Sabrine, tú eres una chica inteligente, libérate de todos los mitos”. El profesor le hizo leer Al Ustura wal Turath [Mito y Legado], obra del célebre pensador egipcio laico Sayyid Qimni. “Ahí entendí muchas cosas. Vi el vínculo entre el monoteísmo y las leyendas religiosas anteriores, descubrí que hubo otros dioses nacidos de una madre virgen y crucificados… Ya no me quedaba ninguna duda de que el cristianismo tampoco era la verdad que yo buscaba”, admite.
Una cosa llevaba a la otra: Sabrine decidió defender sus ideas en la plaza pública. En internet y en las redes sociales. Creó primero una página de Facebook en árabe, titulada: “Descubrir la verdad sobre el islam”, que nutría de articulos históricos, textos sobre la igualdad entre hombres y mujeres y estudios de religiones comparadas o análisis críticos del islam. Cuando se encontró con Sami, él empezó a colaborar con la página. A continuación, Sabrine creó otras dos webs en francés: “Anti-islam” e “Islam, fuera del planeta Tierra”.
“Eso era en 2010-2011, antes de la revolución. El debate público alrededor de la religión no estaba aún tan eléctrico como lo es hoy en Túnez, y bajo Ben Ali, los islamistas mantenían un perfil bajo”, precisa Sabrine. La joven tuvo que hacer frente a la opresión familiar, a su padre, desilusionado ante una hija que intentaba reflexionar y a la que intentaba controlar, tanto proporcionándole bofetadas como enviándola al jeque del barrio para que la devolviera el camino recto. “Cuanto más discutía con el jeque, más tenía la convicción de que mi lucha era justa”, afirma hoy.
«Difundieron mi foto en las redes sociales, acompañada de llamamientos a la violencia contra la infiel, es decir yo”
Tras la caída del dictador, los islamistas salieron a flote y empezaron a volverse más vehementes, más amenazantes hacia Sabrine en internet. “Piratearon mi cuenta y yo recibí amenazas de muerte. Difundieron mi foto en las redes sociales, acompañada de llamamientos a la violencia contra la infiel, es decir yo”. La primera vez que pasaron a la acción fue en su propio barrio, donde un islamista la reconoció e identificó el domicilio de sus padres. “Tuve que abandonar la casa e instalarme en el local de la empresa de Sami”, recuerda.
Sami era su primer apoyo en la lucha, gerente de una sociedad de la Bolsa, y tenía los medios para alquilar un apartamento para los dos. “Nos mudamos pero sentíamos como el cerco se estrechaba cada vez más alrededor de nosotros”, relata el joven. Un día, en el centro de la ciudad de Túnez, Sabrine se cruzó con el mismo islamista de su barrio: le pegó una paliza ante todo el mundo. “Esto no es más que una advertencia”, le lanzó el barbudo. “La próxima vez aplicaremos la sentencia de la apostasía”.
Varios meses más tarde, a cien metros del Ministerio del Interior, Sabrine volvió a ser agredida por unos barbudos que luego huyeron. Las amenazas seguían lloviendo, hasta el día que llamó la policía para invitarla a Comisaría, después de pasar por casa de su madre. Al recordar los ejemplos de Jabeur Mejri, un bloguero ateo condenado a prisión, el de varios raperos, el de Ghazi Beji, otro bloguero que tuvo que huir del país para escapar de chirona, la pareja decidió dejar Túnez y pedir asilo en Serbia.
Aterrizados en Belgrado, Sabrine y Sami se hospedan en un pequeño hostal, luego deciden alquilar un apartamento. El proceso de petición de asilo dura meses y durante este tiempo, las familias de los dos jóvenes en Túnez les envían pequeñas sumas de dinero para que puedan sobrevivir. La pareja se encuentra con un joven tunecino que comparte sus ideas y decide continuar la lucha desde Serbia.
En la mayor plaza de Belgrado, los tres amigos ruedan un vídeo humorístico que ridiculiza el Corán. “Esto era suficiente para que comenzáramos a recebir amenazas de islamistas que decían saber que estábamos en Serbia, país donde ellos afirmaban tener sus “soldados””, recuerda Sabrine. Un día, cuando los dos estaban fuera, unas personas de aspecto extranjero, según la vecina, intentaron forzar la puerta de sus apartamento. “Tuvieron ustedes suerte de que no hayamos podido entrar”, escribe un desconocido a Sabrine en Facebook. Antes incluso de que la pareja pueda decidir abandonar el lugar, la propietaria del piso, para evitarse problemas, los pone en la calle.
Unos árabes más
“La policía serbia, cuando entendía inglés, no nos tomaba en serio. A su juicio, nosotros éramos simplemente unos árabes más en su país, y los problemas entre los demandantes de asilo los exasperaban al máximo”, afirma Sami. Cuando la pareja se presenta en Comisaría para formular una denuncia, lo único que hacen los agentes es pedirles sus papeles.
«Nos veían con ordenadores y teléfonos de última generación, estaban seguros de que éramos traficantes de droga»
Tras un breve paso por Novi Sad, para huir de Belgrado, la pareja se encuentra sin dinero y decide recogerse en un centro para solicitantes de asilo, para poder al menos dormir y comer gratis. “Tras un mes nos echaron por problemas con la dirección del centro. No entendían nuestro caso. Nos veían con ordenadores de pantalla táctil y teléfonos de última generación, estaban seguros de que éramos traficantes de droga y venían a registrar nuestra habitación todas las noches a horas inverosímiles”, relatan.
Dos días después de que se les echara, las autoridades serbias desestiman la demanda de asilo. Tienen tres días para abandonar el país, aunque los pasaportes sólo se les devolverán dos semanas más tarde. Entretanto, Sabrine y Sami han contactado la embajada francesa en Belgrado, donde se les recibe, pero sin que nadie haga nada por ellos. “Hemos salido del país de forma clandestina, pasando a Hungría, para que no nos expulsaran a Túnez”, explica Sami. “Tuvimos que pagar 3.400 euros a un traficante para que nos garantizara el viaje hasta Italia”.
La pareja vive durante un mes en un campamento en un bosque, con comapañeros de desgracia de diversas nacionalidades. “El primer intento de pasaje fracasó, porque un vecino nos observó en el bosque”, se acuerdan. A la segunda va la vencida: “Los traficantes nos explicaron que debíamos cruzar la alambrada de púas en el mismo instante para repartirnos la descarga eléctrica. Uno de los migrantes ha tardado un poco; vimos saltar chispas de su pierna. Afortunadamente sobrevivió”.
«Debíamos cruzar la alambrada de púas en el mismo instante para repartirnos la descarga eléctrica»
La pareja camina ocho horas en la nieve y el frío glacial, antes de que uno de los traficantes grita: “Policía húngara”. Los primeros de la fila serán detenidos. Sabrine y Sami emprenden la huida y se refugian más lejos en una gasolinera. Imposible andar por la carretera sin que nadie se fijara en ellos. Intentan tomar un bus, pero el conductor llama a la policía. “¿Papeles? No tenemos”, se acuerdan. Llevan a la pareja a la prisión de Szeged. “El peor momento del viaje”, se lamenta Sami. “Por primera vez nos separaron. No hablaban inglés, y cuando preguntaba dónde estaba Sabrine, me pegaban en la cara con las porras”, recuerda, emocionado.
Es en este centro de la Unión Europea donde se infectan con la sarna y donde se les quita todo lo que poseen. “Hungría era una auténtica pesadilla”, se acuerda Sabrine. Para que no les expulsen a Serbia y luego a Túnez, los dos militantes se ven forzados a pedir asilo en Hungría, de donde huyen en cuando recuperan la libertad. “Es el único país donde uno encuentra bares con la pancarta “prohibido a árabes””, se extraña Sami. “¿Cómo puede ser que un país así sea parte de la Unión Europea?”.
En París, Sabrine y Sami se sienten felices de haber recuperado la libertad, la diversidad y una pequeña comunidad de árabes ateos. Asisten a los encuentros de Femen o a las cañas con los intelectuales árabes laicos en París, mientras esperan que su demanda de asilo llegue a buen fin. Eso sí, ante la Comisaría ya hay gente esperando: la cola es larga, muy larga…
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