La guerra que hundió el Imperio
Lluís Miquel Hurtado
Galípoli (Turquía) | Septiembre 2014
“La resistencia de Çanakkale fue épica y mostró la solidaridad de una nación. Nuestro ejército cambió el curso de la Historia enfrentándose a los ejércitos más potentes”. Con frases como esta se explica a los alumnos de Turquía, en un libro de ciencias sociales de séptimo de primaria —que comprende entre los 13 y 14 años de edad— editado por el Gobierno en 2013, uno de los frentes más importantes de la Primera Guerra Mundial.
“El ejército aliado era mucho más fuerte que el otomano, pero este resistió y no dejó pasar al enemigo. La tecnología y las armas perdieron contra la fe y la tenacidad de los soldados otomanos”, asevera el libro. Poco importa que estas frases contradiga lo dicho antes sobre la solidez –o más bien falta de ella- de las filas otomanas.
“Los profesores de Historia son muy nacionalistas”, explica Derya Çalik, que durante su infancia estudió en varios colegios públicos de Estambul. Por “nacionalista”, se refiere a la corriente etnocentrista, nacida en los últimos coletazos del Imperio Otomano, y caracterizada por negar toda identidad que no sea la racial turca y musulmana suní. “En mi vida académica no he conocido ningún profesor ponderado en su enfoque”, añade.
El citado libro empieza remarcando conceptos que recuerdan ese dicho local de “no hay mejor amigo para un turco que otro turco”. “Los países europeos vendían sus productos en territorios otomanos sin pagar impuestos, lo cual debilitaba nuestra industria”, reza una de las primeras líneas del texto.
«Los profesores de Historia son muy nacionalistas. No he conocido ninguno ponderado», dice una politóloga
En las escuelas turcas se enseña que la Primera Gran Guerra nació en un contexto de gran tensión en Europa debido a la competición, entre países, por abrirse a nuevos mercados y hacerse con las mejores materias primas. “La mayor competición era entre Alemania e Inglaterra, país que apoyó la política de Rusia en los Balcanes”. Destaca, también, la ocupación alemana de la región de Alsacia.
Pocos párrafos lección adentro, más nacionalismo nostálgico. “En aquella época el pueblo [otomano] estaba muy cansado. El estado, sin fuerza económica ni militar. Una vez, este Imperio tuvo más territorios que ningún otro. Comprendía tres continentes, como podéis ver en la foto” (muestra un mapa con las antiguas posesiones otomanas). El disparo de salida del conflicto, dice, fue el asesinato del archiduque austrohúngaro.
Ya de lleno en la guerra, lejos de centrarse en narrar el conflicto, todo el estudio se dedica a las peripecias otomanas. Cubierto, de principio a fin, de una intensa carga patriótica. “Los países europeos llamaban al Estado Otomano —no se usa generalmente el término ‘imperio’— el ‘Hombre Enfermo’. Y tenían como objetivo repartirse los territorios una vez desintegrado el país”, aduce.
«¿Veis correcta la entrada en la guerra?», pregunta el libro de texto, para diferenciar al estudiante nacionalista del islamista
“La mayoría de políticos [otomanos] veía peligroso entrar en la guerra. Los aliados querían que se mantuviese neutral. Pero el Estado Otomano no podía confiar en ellos”, insiste el libro de primaria. Relata, a su manera, cómo se involucraron. “Alemania quería la entrada otomana para aprovecharse de su ejército, uno de los mejores y más numerosos, y controlar grandes territorios otomanos para frenar el avance inglés hacia Oriente”.
En esta fase, según las clases de Sociales, entraba en acción Enver Pasa, demonizado décadas después por los conservadores religiosos neo otomanistas, quienes le acusan de hundir el Imperio interviniendo en la Primera Guerra mundial. En el libro, la percepción sigue siendo la que manda el nacionalismo. “Con el afecto de Enver Pasa, uno de los políticos más poderosos, se firmó un pacto secreto entre Alemania y el Imperio Otomano”.
“Enver Pasa tenía en mente la posibilidad de recuperar los territorios balcánicos y creía que podría suspender los capítulos”, se escribe, refiriéndose a unas antiguas concesiones otomanas a Europa para exportar a suelo otomano sin aranceles. “¿Veis correcta la entrada en la guerra?”, pregunta el libro a los alumnos. “Esta pregunta sirve para diferenciar, en clase, al estudiante nacionalista del islamista”, subraya Derya Çalik.
Se dice que Estambul adquirió los buques alemanes Goben y el Breslav después de que, escapando de la flota inglesa, acabaran en aguas turcas. “El comandante alemán Souchon, bajo órdenes otomanas, bombardeó luego los puertos rusos en el Mar Negro. Lo que hizo que Rusia, Inglaterra y Francia, declararan la guerra al Estado Otomano. Y así, de repente, se vio involucrado en la guerra”, cuenta, como si todo hubiese ocurrido accidentalmente.
Llegados a este punto, el material educativo se esfuerza en pasar de puntillas sobre los fracasos —ya acumulaba bastantes un Imperio Otomano en bancarrota— y concentrarse en los pocos pero cruciales triunfos para la consolidación de la República de Turquía. Lo hace con un mapa, que muestra los frentes en los que se combatió, en el que incrusta pequeños letreros explicativos.
“Frente de Macedonia y Rumanía: se apoyó al eje con soldados”, reza el primero. “Canal de Suez: se luchó contra Inglaterra para recuperar Egipto. Los otomanos perdieron por culpa del clima y por problemas de transporte”, asegura. “Frente de Siria y Palestina: los otomanos lo abrieron para frenar a Inglaterra. Aquí luchó, exitosamente, Mustafa Kemal Pasa”, enuncia. Este soldado será, hasta la fecha, venerado en todos los rincones turcos. No es otro que Kemal Ataturk, ‘padre’ de la República y la Turquía moderna.
En el libro de texto, el mal tiempo se utiliza como excusa para diversas derrotas otomanas
“Frente del Cáucaso: se perdieron muchos soldados contra los rusos porque era invierno”. De nuevo, la excusa del mal tiempo. “Los rusos ganaron, pero tras su ocupación, Mustafa Kemal Pasa acudio y salvó las [provincias] de Mus y Bitlis”. “Frente Iraquí: abierto por los ingleses para llegar a zonas petroleras y alcanzar Rusia por el Cáucaso. Las fuerzas otomanas tuvieron bastante éxito, pero los ingleses llegaron hasta Mosul”.
“¿No queréis aprender con más detalle lo que pasó en el frente de Çanakkale?”, pregunta el libro al alumno en otro pasaje de la lección. Acto seguido, en la página, un recuadro muestra un poema dedicado a los “mártires” de la batalla de los Dardanelos escrito por Mehmet Akif Ersoy, poeta nacionalista y compositor también de la Marcha de Istiklal, himno nacional turco.
Entre la épica y la mediación divina
Y no es que en Çanakkale faltasen gestas épicas, como la de Seyit Ali Çabuk. El 18 de marzo de 1915, este soldadito bigotudo del cercano pueblo turco de Havran se dejó los riñones cargando un obús de 275 kilos en el cañón. Luego diría que levantó aquel armatoste por mediación divina. El proyectil se unió a cientos más en una lluvia de plomo apocalíptica sobre los 16 buques más vetustos de la Royal Navy y la marina francesa.
Detengámonos en esta batalla. Bajo fuego otomano se hallaba el mayor despliegue naval británico desde Trafalgar. El Queen Elizabeth -joya de la flota y el único allí que no era carne de chatarrería- el Inflexible, el Agamemnon y el Lord Nelson empezaron a adentrarse en el estrecho de los Dardanelos haciendo algunos blancos en los fuertes colindantes. La respuesta, inicialmente, fue endeble. Pero algo se torció al mediodía. “Empezábamos a cruzarnos para retirarnos cuando el francés Bouvet fue minado”, escribe un joven oficial en su diario. “19 de marzo. Me levanto para saber que el Irresistible y el Ocean se han hundido. Oficialmente, minas”.
En el colmo del despropósito, los turcos habían colocado 10 líneas de minas perpendiculares a la costa. En los días previos, los aliados se habían abierto paso a través de ellas con barcos limpiadores. Pero nadie cayó en la cuenta -otra mano de Dios, creyeron los turcos- de que los otomanos habían abandonado 26 minas marinas sobrantes rozando la orilla del lado asiático a la entrada sur del paso marítimo. Al virar los buques para salir de los Dardanelos, sobrevino la hecatombe.
El estrecho de los Dardanelos, que conecta el mar Egeo y el de Mármara, tiene 61 kilómetros de largo y entre 1,2 y 6 kilómetros de ancho. Su profundidad media es de 55 metros. Junto con el estrecho del Bósforo al norte, que parte Estambul -entonces Constantinopla- en dos, conforma la vía de escape del Mar Negro y la única salida de Rusia hacia aguas cálidas. En la orilla este, la península de Anatolia. Al oeste, la de Galípoli. Esta protuberancia de tierra, repleta de montes escarpados como cuchillas que se alternan con apacibles altiplanos de viñedos y olivares, nace en la península de Tracia y se extiende, en sentido suroeste, algo más de 80 kilómetros en el mar Egeo.
“El 18 de marzo de 1915 los turcos escribieron la historia”, proclama enfervorecida Filiz Yavuz, una pizpireta guía turística que pasea visitantes por los restos del fuerte de Seddülbahir, uno de los encarados a los Dardanelos. “Churchill creía que cruzaría en 10 minutos el estrecho y llegaría a tiempo a Estambul para tomarse el té de las cinco. No fue así”. Sonríe maliciosa.
Cuando Winston Churchill, Primer Lord de Almirantazgo de la Navy, decidió abrir un respiradero para la aliada Rusia sólo pensaba en una acción marina para sacar pecho. Los otomanos se habían metido de lleno en la guerra apoyando al eje al haber permitido anclar en Constantinopla al buque de guerra alemán Goeben. El inglés confiaba en que, atacando a los turcos, arrastraría a su bloque a Grecia, Bulgaria y, quizás Rumania.
Churchill confiaba en que atacando a los turcos arrastraría a Grecia, Bulgaria y, quizás, a Rumania al bloque aliado
El entorno de la cúpula militar, aunque apenas lo reconoció en voz alta y menos frente a Churchill, jamás vio clara la ofensiva. Su mutismo, al que se sumó la incapacidad del secretario de Estado de Guerra, Lord Kitchener, para entrar en razón ante la clara debilidad británica frente a la defensa otomana, condujo a la debacle. Trufaron el desastre una flota vieja y mal equipada, problemas de comunicación entre los estamentos militares, un cálculo de munición erróneo e inferior a las necesidades reales y una obsesión enfermiza por imponer el ahorro de la poca que había para gastarla en su llegada a Constantinopla.
Un desembarco mal planeado
Winston Churchill hizo ver que el batacazo de la Royal Navy no iba con él. Poco después, sin querer darse por vencido y contradiciendo su postura inicial, propuso un desembarco de hombres en tierra que apoyaran las operaciones navales para cruzar los Dardanelos. Se ordenó a sir Ian Hamilton desplegar en Galípoli un contingente de no más de 80.000 soldados sobre un terreno intrincado y de playas estrechas. Hamilton se aprovisionó de mapas desactualizados, y marcó como objetivo alcanzar la meseta de Kilitbahir, en el corazón de Galípoli. Desde allí se podrían cortar las comunicaciones entre norte y sur y era posible asaltar por la retaguardia los fuertes que hostigaban a los barcos británicos al cruzar los Dardanelos. El problema es que jamás se detalló el cómo.
Sobre el papel había seis puntos de desembarco para el 25 de abril de 1915: cinco cercanos al cabo Helles, la punta sur de la península, y un último a media altura de la costa oeste -ni se especificó el sitio-, al que destinó las fuerzas australianas y neozelandesas, conocidas como Anzac. Por falta de planificación, material y órdenes concretas, las tropas que lograron tomar tierra en el extremo meridional no apoyaron a tiempo al resto. Tras unas primeras horas erráticas, el alemán Otto von Sanders recompuso a los otomanos, a los que dirigía, y quienes por tierra pudieron moverse más velozmente que los aliados.
Los turcos hicieron de Helles un muro insalvable. Tropas, y tropas, y tropas, y refuerzos, y más cañones, y vehículos blindados. Querían llegar a Kilitbahir y apenas alcanzaron Alçitepe, siete kilómetros tierra adentro, donde hoy cocinan las mejores crèpes saladas (gözleme) de toda la península. A finales de julio, desistieron de la ofensiva sur y se centraron en la oeste.
“Mi pueblo es Anafartalar / Es como un collar de perlas / Es pequeño, pero su nombre dice lo contrario / Lo conoce todo el mundo…”. Hamdiye Gündogan, una tierna anciana de 74 años, no puede seguir recitando un poema sobre uno de los principales escenarios de la campaña. Las lágrimas inundan sus arrugas y le tiemblan los labios. Toma la palabra su hijo Özay. “Mi abuelo, Hasan Koç, que cuidaba el campo como casi todos aquí, tendría 20 años cuando fue llamado a filas. Coincidió con la llegada de los Anzac. Regresó vivo al cabo de unos meses, pero jamás volvió a abrir la boca sobre lo sucedido. Dicen que tuvo que cortar con una navaja el brazo herido de su compañero porque este se lo rogó”.
“Aquí se le rompió el reloj a Atatürk”, indica un cartel en lo alto del peñón de Anafarta con vistas a la zona de desembarco de Anzac. En Galípoli, Mustafa Kemal era poco más que el comandante de la 19 división otomana. Años después, tras dirigir exitosamente las tropas que vencieron la Guerra de Independencia turca e impulsar la fundación de la República de Turquía, pasaría a ser proclamado “padre de los turcos”, en turco Atatürk.
Según el mito nacionalista, una fuerza inexplicable paralizó los músculos del soldado aliado que disparó contra Atatürk
Dice la historia que un soldado australiano se topó inesperadamente con él y trató de dispararle. Pero que una fuerza inexplicable paralizó sus músculos y disparó de tal manera que la bala impactó justo en el reloj que el militar turco portaba y eso le hizo salir ileso. Dios lo volvió a las andadas. El reloj roto de Atatürk, se cree que en manos germanas, fue objeto de disputa diplomática entre Turquía y Alemania.
“No esperéis un regalo después de la guerra. No lo hay. Si yo muero, pasad por encima de mi cadáver y seguid combatiendo”, pidió el coronel Mehmet Hilmi Sanlitop a sus hombres. Una avanzadilla ordenada por Hamilton, de pocos kilómetros, equivalía a veces a perder miles de hombres, quienes bien sabían de antemano que la oscuridad les aguardaba más allá de la trinchera. Las angostas playas eran campamentos, enfermería, bar y primera línea de ataque. Sobre todo bar, a juzgar por la gran cantidad de tinas de ron que los museos locales exhiben (“Mirad qué borrachos eran”).
En las trincheras llegaron a concentrarse 6.000 balas por metro cuadrado
Las guerras de trincheras fueron salvajes. A pesar de la falta de munición, llegaron a concentrarse 6.000 balas por metro cuadrado. El toma y daca se ha materializado en la colección de balas incrustadas una en otra que se recogieron y pueden contemplarse en muestrarios de la comarca. Acuciados por el hedor de los miles de muertos que no daba tiempo a sepultar en el fragor de la batalla, el 24 de mayo se acordó un parón para enterrarlos.
Una gran escultura de bronce, en el pueblo costero de Eceabat, recrea un combate en el que destacan los ocho metros que llegaron a separar una trinchera de otra. En ella, los británicos tienen mejores armas y los turcos leen el Corán. La guerra psicológica llegó a consistir en tirarse latas de comida y botes de yogur unos a otros para demostrar que estaban bien alimentados.
La depresión de las tropas atacantes, al ver que tampoco la intentona de agosto en la bahía Suvla había logrado su objetivo, fue lo que acabó por hundir los planes del optimista Churchill -de 40 años entonces-, y allanó la agónica victoria otomana. El tesón y el hercúleo aguante del ejército de los turcos, de cuyas vicisitudes se sabe poco por los escasos documentos desclasificados y al exceso de nacionalismo místico que envuelve el relato oficial de su triunfo, acabó por imponerse a la moral de los soldados de Hamilton. El estrepitoso fracaso de los aliados en la campaña dejó a Churchill en la calle y sin prestigio.
Bruce y Brice, dos profesores universitarios de Australia, se toman un té turco en el porche de un hostal cercano a Alçitepe. “En nuestro país siempre se ha dicho que la campaña de Galípoli fue una victoria simbólica australiana y una derrota del imperio británico”, explica Bruce. “Algunos culpan a los ingleses de habernos arrastrado a aquel fracaso, aunque consideramos nuestra forma de luchar una muestra de valentía y coraje”.
“No odio ni a ingleses ni a franceses, ya ha pasado un siglo”, dice Özay Gündogan mientras remueve el té en la terraza de su casita de Anafarta. “¿Qué culpa tenían ellos si les ordenaron venir? No siento rabia contra el pueblo, sino contra los políticos ambiciosos que les obligaron a perder la vida. En mi colección hay una medalla de un inglés con cabellos dentro. Probablemente una mujer. Y una foto de ella… ¿Quién será?”.
En Turquía no se conmemora la Primera Guerra Mundial, pero sí el Día de la Victoria y de los Mártires, entre ellos los de Çanakkale
La versión que se enseña a los escolares turcos, sin embargo, presenta muchos menos matices. El libro de texto cuenta cómo la colocación de minas submarinas y la fuerza terrestre evitó que los aliados “humillaran” al Estado Otomano tomando los estrechos del Bósforo y los Dardanelos. De nuevo, la figura de Mustafa Kemal Pasa se ensalza. “En este frente Mustafa Kemal declaró: ‘Yo no os ordeno luchar, os ordeno morir’. ¿Qué quiere decir con esto?”, se pregunta a los estudiantes.
La Guerra Mundial no es conmemorada en Turquía. Pero sí lo es, cada 18 de marzo, el Día de la Victoria y de los Mártires. Ankara invita a representantes de Australia y Nueva Zelanda, cuyos soldados participaron en una batalla en la que “se perdieron 250.000 vidas por la bandera turca”, en palabras del medio académico ‘Turkish Weekly’. “Esta victoria mostró al mundo que el Estado Otomano no era un ‘hombre enfermo’”, concluye el texto.
Un último epígrafe, “Que haya paz en el mundo”, explica discretamente el fin de la guerra. Sin embargo, a estas alturas no se ha empleado una sola línea a la limpieza étnica de armenios que, desde 1915, impulsó el Comité de la Unión y el Progreso, que regentaba el poder otomano en aquél tiempo. Hoy, Turquía reconoce “el dolor causado”. Pero sus libros escolares dejan entrever que, todavía, el país no se ha reconciliado con el pasado.
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