Sirios bienvenidos… o ya no tanto
Ilya U. Topper
Estambul | Julio 2019 | Con Lara Villalón
«Fue un error venir a Turquía. En Siria nos podrían haber matado, pero al menos era nuestro país». Este es el amargo balance que hace Mohamed Sheih, uno de los 3,6 millones de refugiados sirios acogidos en Turquía desde 2011 y que sienten una creciente animosidad en Estambul, tanto de las autoridades como de ciertos sectores de la población local.
En realidad, la vida de Sheih en esta ciudad es una historia de éxito: es dueño de un supermercado en un barrio periférico de la ciudad, donde viven decenas de miles de sirios; en algunas calles prácticamente todos los negocios llevan nombres árabes. O llevaban: una nueva norma obliga rotular todas las tiendas en turco. La grafía árabe no puede ocupar más del 25 % del letrero, según la normal proclamada en julio de 2019 por el Ministerio del Interior.
La medida simboliza el cambio de actitud hacia los refugiados sirios, antes considerados «huéspedes bienvenidos», una fórmula de enorme ambigüedad legal —sin precisar sus derechos como refugiados les ahorra el papeleo que necesitan otros residentes extranjeros— pero de eficacia popular: tanto el Gobierno, en manos del partido islamista AKP, como una importante parte de la población turca trataba a los sirios como «hermanos en la fe» o al menos intentaba dar públicamente esta imagen. Ya no.
«A las tres de la mañana empezaron a romper tiendas, sin ningún tipo de provocación. La policía lanzó gas lacrimógeno pero luego vino más gente, y la policía ya no tuvo capacidad de intervenir», recuerda Hassan, un estudiante de informática de 23 años. «Rompieron los cristales de nuestra tienda, aunque no entraron a robar. Yo me escondí en casa de un familiar; si me hubieran visto, me habrían apaleado.
La escena que narra Hassan ocurrió en junio de 2019 en Ikitelli, un tranquilo barrio en la parte europea de Estambul, a una hora del centro de la ciudad. En una de sus calles se alternan negocios turcos y sirios. Ahora, un mes después de los incidentes, todo parece tranquilo: fue una especie de estallido momentáneo. Pero quizás no espontáneo.
Un comunicado policial atribuye el pogromo a una «incitación en las redes sociales» y la difusión de un bulo según el que un chico sirio habría agredido a una adolescente turca. Es el clásico motivo que se ha escuchado en otras agresiones contra refugiados a lo largo de los últimos años: siempre es un inmigrante que se propasa con una chica local. En este caso era falso: la propia familia de la joven confirmó que no hubo más que un «malentendido sin contacto físico». Pero para entonces, el daño ya estaba hecho: coches volcados, motocicletas destruidas, letreros arrancados, muchos cristales en añicos y una convivencia destruida más allá de lo recuperable.
“A mí también me rompieron el escaparate. Yo estaba encerrada en casa; los niños estaban asustados, llorando. Al día siguiente no abrimos la tienda, nadie fue a trabajar. Luego, poco a poco volvió todo a la normalidad”, cuenta Umm Ahmet, una mujer de Alepo que regenta la pequeña tienda textil ‘Lencería Lily’ en la misma calle. “Hemos venido aquí para trabajar con el sudor de nuestra frente y comer nuestro pan honradamente. Mi hijo es carpintero: va de casa al trabajo y del trabajo a casa, nunca se mete con nadie», subraya. “¿Adónde quieren que vayamos? No venimos a hacer turismo. Yo estudié enfermería; he estado atendiendo a heridos bajo los bombardeos en Alepo, he visto morir a tanta gente, destrozada por la metralla… Ahora esto ¿por qué?”
No está claro por qué, pero hay muchas sospechas de que más que un arrebato espontáneo por un bulo haya sido algo organizado. “Los que venían a romper cosas no eran gente de mi calle, no sé quiénes son”, dice Umm Ahmed. Hay quien compara el caso con los pogromos contra armenios y griegos en 1955, organizados bajo mano por el propio Gobierno, aunque por ahora nadie ha muerto en los incidentes con sirios.
Otros creen que puede haber sido una tensión local. Hach Veli, dueño de una cercana tienda de café, hace un gesto enfurruñado al ser preguntado por la relación con los turcos. «Ha cambiado mucho. Hace cinco años, esto era un paraíso. Pero ahora…» En la misma puerta de su negocio, un vecino turco no oculta su opinión. “¿Los sirios? Son todos unos cobardes. Tendrían que haberse quedado a combatir en su país en lugar de huir”. Una opinión que no es rara de escuchar en cualquier ambiente de la sociedad turca, que desde el primer año de colegio absorbe la narrativa de la fundación de la República: una heróica guerra contra todos, el sacrificio por la patria. “Nosotros lo hicimos”, dice el vecino, en referencia a 1923. “¿Por qué no ellos?”
“Quizás una persona mala le diera mala fama a toda la comunidad siria. Hay turcos que ven a un sirio actuando mal y piensan que todos los sirios son mala gente”, reflexiona Mohamed Garzun, dueño de un negocio de productos de limpieza en Esenyurt, un barrio aún más al oeste, donde hay censados 110.000 sirios. Garzun llegó a Turquía hace cuatro años, a través de Líbano. «Entonces, Turquía era el único país que permitía la entrada a los sirios, nos lo ponían fácil, había un aprecio especial por el ciudadano sirio. Pero luego, especialmente este año, empezó a haber presión», cuenta.
Pocas puertas más allá está la carnicería del sirio Abu Husein, un hombre jovial que parece llevarse bien con todos los vecinos. Esenyurt no consta violencia reciente, o al menos no intervención policial, pero haberla, hayla. «Rompieron los escaparates de aquellas tiendas, ocurre cada dos por tres», señala el carnicero, mientras atiende a la clientela: practicamente todos sirios, como él.
De los 3,6 millones de sirios en Turquía, solo 87.000, un 2,4 % del total, residen en los campamentos de casas prefabricadas que el Gobierno estableció en el primer año de la guerra siria. El resto vive como cualquiera ciudadano turco, pagando alquileres. Según cifras del Ministerio, casi 1,5 millones se concentran en cuatro provincias del sur. En Estambul hay registrados 547.000 que forman un 3,6 % de la población de la cuidad, que supera los 15 millones de habitantes.
En realidad son más, cree el politólogo Murat Erdogan. «Hay unos 300.000 que están registrados en otras provincias, pero han venido a Estambul para buscar trabajo aquí, lo que eleva el total a unos 850.000», asegura.
Sobre estos 300.000 se cierne ahora otra amenaza: en julio de 2019, el Gobierno turco ordenó a todos los sirios no oficialmente registrados en Estambul que abandonaran la ciudad antes del 20 de agosto para volver a la provincia turca donde se apuntaron al solicitar su tarjeta de estancia. Este documento no reconoce el estatus de refugiado —que Turquía, por una cláusula apuntada en la Convención de Ginebra de 1951 únicamente otorga a personas oriundas de Europa— pero sí da derecho a estancia indefinida, acceso gratuito a los servicios de salud y, en caso de no disponer de ingresos, a una modesta ayuda social. Eso sí, teóricamente con la obligación de quedarse donde primero se registrasen.
Por supuesto, la realidad es distinta. Al igual que millones de turcos de otras partes del país, también los sirios han afluido a la metrópolis del Bósforo donde hay trabajo, negocio, oportunidades. Uno de ellos es Salih, de Alepo, que lleva tres años en Turquía, registrado en la vecina provincia de Bursa. “Tenía trabajo en Estambul, pero se acabó. Me despidieron. Ahora, la policía me obliga volver a Bursa. Y allí no hay trabajo”, lamenta.
“Es una gran injusticia: vinieron a trabajar, tenían sus negocios y ahora se tienen que ir», dice Ziyad, un sirio en la cincuentena que está registrado en Estambul, pero carece de empleo. «Conozco familias en las que la mujer y los hijos están registrados aquí, pero el padre en otra provincia. ¿Ahora se tienen que separar?», se pregunta Hassan.
Aunque cambiar de provincia nunca era legal, hasta ahora, a nadie parecía importarle. Ahora, sin embargo, la policía hace redadas diarias para pedir el carné a cualquiera que hable árabe en Estambul. Si está registrado en otra provincia, se le recuerda el plazo del 20 de agosto. Y si no tiene registro alguno, directamente se lo lleva a un centro de internamiento temporal para expedirle un carné, asegura la Gobernación de Estambul.
Sin embargo, la ONG internacional Human Rights Watch afirma tener decenas de testimonios de refugiados deportados a Siria en los últimos años; los relatos hablan de detenciones arbitrarias, traslados a centros lejanos y finalmente la opción: seguir encerrado o firmar una declaración de retorno “voluntario”, a veces sin entender el documento.
Ramazan Seçilmis, portavoz de la Dirección de Migraciones turca, niega todo. «Todos los retornos han sido voluntarios», afirma en una rueda de prensa en Estambul. Y una importante parte, desde luego, lo son. En marzo de 2018, la municipalidad de Esenyurt puso algún autobus gratuito y la idea del retorno se fue difundiendo hasta que en enero de 2019 ya había convois de buses con un centenar de personas cada semana, sumando un total de 5.200 en diez meses desde Esenyurt, según la concejal Pinar Sezgin Tekin.
Los autobuses propiedad del municipio transportan a las familias con sus enseres los 1.200 kilómetros que hay hasta la frontera siria en la provincia de Kilis, al norte de Alepo. A partir del control fronterizo, los retornados deben continuar camino esencialmente por sus propios medios, aunque la Media Luna Roja y AFAD, el organismo de ayuda de emergencias turco, ambos activos en el norte de Siria, les ayudarán a llegar a su destino, señala Sezgin.
Raamzan Seçilmis cifra el total de retornados en 337.000 personas. Un número que Murat Erdogan, el politólogo, no se cree. «Será que han sumado todas las salidas de sirios registradas desde que empezó la guerra civil: al principio hubo mucha gente que iba y venía con frecuencia. En realidad, solo unos 55.000 sirios han retornado de Turquía a Siria para recuperar su vida allí», calcula.
En Ikitelli, los destrozos han sido para muchos sirios la gota final. «Llevan tiempo abandonando el barrio. Cada día salen tres o cuatro autobuses. O bien van a otras provincias o van a Siria», cuenta Hassan. «Quien tenía trabajo, ya no lo tiene, quien tenía una tienda la ha cerrado», resume Umm Ahmet.
«Tras los ataques, muchos de mis vecinos malvendieron todo lo que tenían en la tienda, echaron el cierre y se fueron; algunos incluso han vuelto a Siria», cuenta Alí. Y eso también ha perjudicado su negocio: sin sus vecinos, ya apenas tiene clientes. «Si antes vendía 200 panes al día, ahora vendo 70», se lamenta este tendero, sentado entre una mercancía rotulada en gran parte en árabe: aún tras casi nueve años de exilio, muchos sirios prefieren consumir las marcas que vienen de Alepo o Damasco.
Lo confirma el dueño de otra tienda en la misma calle, que prefiere el anonimato. «Los turcos no compran nuestros productos porque no saben ni lo que son. Claro, los huevos o el agua mineral son locales, y los tenemos más baratos que los demás, pero aún así, no compran en nuestras tiendas», observa.
También en Esenyurt, la clientela es casi enteramente siria. «Si ahora se va el dueño de un negocio, un montón de gente se queda sin empleo porque en general los sirios trabajan en negocios sirios. Eso genera más pobreza y menos clientes. La expulsión afecta a toda la comunidad, nos deja sin ingresos», analiza Ziyad.
Además, mover a los sirios por el país «no resuelve nada», señala Murat Erdogan. «Es una política equivocada. Se pretende cuidar el equilibrio demográfico en Estambul, pero si ahora llega un gran número de sirios a Sanliurfa, donde no hay trabajo, el equilibrio se romperá allí y pueden surgir problemas», asegura.
¿Por qué se hace, pues? «Es una medida política», asegura, en referencia a los comicios municipales de marzo y junio de 2019 en Estambul que dieron la victoria al opositor partido socialdemócrata CHP, y acabaron con 25 años de gobiernos islamistas en la ciudad. «Se consideró que el descontento de la población con la presencia de los sirios influyó en el voto y se están tomando medidas para reaccionar», concluye.
Los discursos del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, destacando la enorme ayuda que Turquía brinda a los refugiados sirios, hizo cundir en ciertos sectores la sensación de que el Gobierno trata a los sirios mejor que a los propios ciudadanos. En la campaña electoral, el CHP hizo ciertos intentos de explotar este descontento. De hecho, Hassan cree que los responsables del pogromo en Ikitelli eran del CHP: «Ellos llevan tiempo hablando mal de los sirios».
Pero la orden de expulsión y del cambio de rotulos no han salido de los despachos del flamante alcalde socialdemócrata, Ekrem Imamoglu, sino que vienen del Ministerio del Interior. El mismo que ahora imprime y difunde folletos en los que explica que los refugiados sirios tienen mucho menos prerrogativas y derechos de lo que la gente cree, en un giro casi surrealista después de años de insistir, con bastante razón, que Turquía es el país que mejor trata a los refugiados.
“El Gobierno cambió su política porque cree que ha perdido votos a causa de los sirios. Lo malo es que el CHP e incluso la izquierda están de acuerdo», resume la jurista turca Hürrem Sönmez. Apunta que en los barrios ricos de Estambul donde hay mucho turismo saudí o kuwaití no faltan letreros en árabe, pese a las nuevas normas: «El problema no son los árabes, sino los árabes pobres».
Frente al plazo del 20 de agosto se han elevado muy pocos voces críticas en la población. Un grupo de organizaciones caritativas islamistas turcas coordinó una marcha de protesta en el barrio conservador de Fatih bajo lemas religiosos. «No entiendo por qué toman ahora esta medida. Hay mucha gente que vino hace años a trabajar aquí y ya tiene una vida hecha. Si los mandas a otras provincias tendrán que empezar de cero otra vez y es muy duro», dice Dilal, una de las manifestantes. «Son nuestros vecinos, deberíamos cuidar más de ellos. Es una cuestión de humanidad», asegura.
Pero no todos lo entienden así: pese al enorme contingente policial que rodea la protesta, un grupo de ultranacionalistas intenta reventar la marcha. La policía interviene y se lleva a algunos de los exaltados, pero incluso tiene que escoltar a los manifestantes al terminar el acto.
Más pacífico transcurrió otra manifestación, en el barrio liberal de Kadiköy, convocada por sindicatos y grupos marxistas. Bajo lemas como «Un mundo sin fronteras», «No al racismo» y «Queremos vivir juntos» en turco, inglés y árabe se congrega un escaso centenar de jóvenes. Todos ellos turcos.
Quienes no están protestando en ninguna parte son los sirios. Prefieren mantener el perfil bajo, callarse, no dar lugar a que se hable mucho de ellos. En un punto están todos de acuerdo: «Queremos volver a Siria. Mejor hoy que mañana».
Pero Siria sigue en guerra.
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