Votar entre ruinas
Ilya U. Topper
Antakya | Mayo 2023 |
Han pasado tres meses exactos. La ciudad de Antakya, la bíblica Antioquía, aún se presenta al visitante como en el primer día después del terremoto: una inmensa extensión de escombros.
En la parte moderna de esta ciudad, construida en la orilla derecha del río Orontes, excavadoras y camiones han limpiado ya ciertas áreas y al menos han vuelto a aparecer las calles, durante un mes desaparecidas bajo los cascotes. Ahora, donde antes había avenidas, oficinas y viviendas, ahora hay grandes solares vacías con alguna casa en pie, que espera su turno de derribo. En la orilla izquierda, donde se hallaba la ciudad antigua, con sus callejuelas, tabernas, restaurantes de azotea, hoteles butik y patios con flores, sigue habiendo solo escombros. De la gran iglesia ortodoxa apenas queda en pie una terraza con sombrillas donde ha caído, de pie, la enorme cruz.
A dos calles de la iglesia, Samir, técnico de construcción en paro —no hay nada que se pueda construir cuando aún no se han quitado los escombros— da de comer a las decenas de gatos que deambulan entre las ruinas. Su casa, un poco más arriba en la colina, también ha sufrido destrozos y actualmente vive en el pueblo de su familia, Altinözü, a una decena de kilómetros. «En Antakya no se ha quedado a vivir nadie. Hay doscientos mil vecinos que se han ido a los pueblos de los alrededores, donde tienen familia», asegura. Los demás vecinos de esta urbe de 400.000 habitantes han encontrado refugio en otras provincias, sobre todo en Mersin, en la costa mediterránea, y algunos viven en los campamentos de tiendas de campaña y casetas prefabricadas alrededor de la ciudad, pero son los menos.
Hasta los defensores del Gobierno están convencidos de que el número real de muertos es varias veces más alto que el oficial
Pero la ciudad fantasma se puede convertir en un hervidero y, tal vez, un caos, el domingo electoral. Ese día, Turquía votará la renovación del Parlamento, de 600 escaños, y decidirá si en el cargo de presidente permanecerá Recep Tayyip Erdogan, que dirige el país desde hace 20 años, o si debe ceder el mando a Kemal Kiliçdaroglu, el jefe del partido socialdemócrata CHP, que ha prometido poner fin a lo que la oposición considera un «régimen de un solo hombre» que va dando pasos hacia una modelo de dictadura.
Pero muy pocos antioqueños que han dejado la ciudad han optado por registrarse oficialmente en su nueva residencia, lo que les permitiria votar allí. «No, porque nosotros no nos hemos mudado. Estamos acogidos temporalmente y volveremos», dice Samir. Cree que la gran mayoría intentará regresar el domingo para votar en el lugar donde los corresponde. Casi todos los colegios públicos están en pie e incluso parecen ser los únicos edificios que no han sufrido daños, pero el Gobierno ha preferido instalar casetas en los patios para votar fuera, «para no correr riesgos», dice un guardia.
Lo que no queda claro es cómo llegará la gente hasta allí. «El ayuntamiento pondrá autobuses», aventura Samir, pero la cantidad de vehículos necesaria colapsaría la autovía. Es un problema sin resolver, admite en conversación con la prensa el diputado socialdemócrata Oguz Kaan Salici, vicepresidente del partido CHP, el mayor de la oposición. Además, el aeropuerto de Hatay se acaba de cerrar por daños causados por una inundación, y tampoco habrá vuelos. Se podría poner en marcha un servicio de barcos entre Mersin y la ciudad portuaria de Iskenderun, que dista solo 50 kilómetros de Antakya, y que también dispone de tren, otro opción para acercar a los votantes, señala el diputado. «Pero hasta ahora, el Gobierno, que es el único que puede tomar estas medidas, no se ha pronunciado al respecto», lamenta.
El terremoto, que ha dejado más de 50.000 muertos, ha exacerbado el descontento con el Gobierno que ya era visible en partes de la sociedad turca desde antes, por la alta inflación —llegó al 80 % en verano—y la caída estrepitosa de la lira, la moneda nacional, que ahora se cambia a 20 piezas por un euro, el doble que hace año y medio y cuatro veces más que hace cinco años.
«Votaré la izquierda, a Kiliçdaroglu, me da igual el candidato, así presenten a un burro»
En primer lugar, nadie se cree las cifras oficiales. Hasta los defensores del Gobierno están convencidos de que el número real de muertos es varias veces más alto que el oficial. Además ¿cómo se puede dar una cifra definitiva si tres meses después del seísmo, todavía ninguna excavadora ha levantado ni un cascote de un barrio que tuvo que haber aplastado, al caerse, a decenas de miles de personas? «Hay muertos debajo», susurran incluso los comerciantes que se identifican como votantes del AKP, el partido islamista fundado por Erdogan. Y la reacción del Gobierno para socorrer a los damnificados es objeto de críticas en todas las zonas afectadas.
«Tardaron tres días en llegar. Yo estuve aquí, vi como la gente aplastada por los escombros se iba muriendo, sin que nadie pudo hacer nada por sacarlos, porque no había equipos de rescate, no había nadie», asegura Ergün Akel, un vecino de Nurdagi, en la provincia de Gaziantep. Nurdagi, que tenía 40.000 habitantes censados, cuenta como uno de los lugares más destruidos, por su cercanía al epicentro del seísmo, aunque la imagen de la destrucción es mucho menor que en Antakya, situada exactamente encima de la falla geológica y auténtica zona cero del desastre.
«El AKP, suele sacar más del 70 por ciento de los votos en este lugar, pero después del terremoto, mucha gente ha cambiado de idea», asegura Akel. El mismo es uno de ellos. Admiraba y sigue admirando al fundador del islamismo turco, el ingeniero Necmettin Erbakan, y luego dio su voto muchas veces al herededor político de aquel, Recep Tayyip Erdogan, pero ahora se arrepiente. «No volveré a votar nunca más en la vida a un partido de derechas. Votaré la izquierda, a Kiliçdaroglu, me da igual el candidato, así presenten a un burro», asegura.
«Quienes aparecieron los primeros días eran voluntarios del este del país, gente humilde que no tenía nada pero daba todo lo que podía. Estos nos han salvado. El Gobierno, nada de nada, son todos unos ladrones», se enfada Akel, sentado en un espacio entre tres tiendas de campaña, procedentes de diversas donaciones, que conforman el espacio en el que vive ahora con su familia de seis miembros. Su casa, enfrente del solar, está dañada pero entera; quedarse en la tienda es más por tranquilidad psicológica, admite. Su negocio, una tienda de ferretería, también sigue en pie y funcionando. Mientras sus hijos atienden a los pocos clientes fieles, Akel pasa la tarde tocando el baglama, una especie de laúd turco, entre los toldos de lo que ahora es su hogar.
«Todos dicen que el Gobierno ha tardado demasiado para acudir en ayuda a las víctimas del terremoto, pero es mentira», asegura Ramazan Tuncer, escritor y coordinador local del AKP. «La gente está lógicamente afectada por el desastre y le echa la culpa de todo al Gobierno, pero solo es propaganda de la oposición», insiste, mostrando en su móvil vídeos tomados el día del seísmo en los que sí aparece alguna excavadora.
«No podemos dejar que gane Kiliçdaroglu. Porque si gana, todo habrá sido en vano y el AKP desaparecerá del mapa»
Es verdad que en Nurdagi, la ayuda a las víctimas funciona muy bien, al menos ahora, tres meses después del seísmo. Hay numerosos recintos con casetas prefabricadas y tiendas de campaña, infraestructura básica e incluso toda una calle de negocios, desde tiendas de utensilios domésticos y fruterías a aseguradoras, una óptica y un restaurante de kebab, todos establecidos en casetas de estructuras ligeras a lo largo de una calle donde ya no quedan escombros. Algo más arriba hay dos edificios bajos con fachadas de cristal que albergan un pequeño supermercado de alimentación y otro de ropa, con baldas llenas de productos y cajas registradoras… pero aquí, todo es gratis.
«Cada persona residente en el municipio recibe al mes una cantidad de puntos que puede canjear aquí para lo que necesita», explica Derya, una de las supervisoras de la tienda. La oferta cubre las necesidades básicas, desde arroz, azúcar y conservas, a productos de higiene y de cuidado infantil, pero también hay paquetes de comida precocinada, lista para consumir. «Se trata de ofrecer a la gente una posibilidad de recuperar cierta normalidad psicológica, al hacer la compra diaria», explica Kübra Balli, la coordinadora local de AFAD, el servicio de emergencias estatal turco, que mantiene estos establecimientos en colaboración con la asociación de voluntariado TYP. Los empleados de la tienda, en su mayoría mujeres, son residentes locales que así reciben un sueldo que ayuda a dinamizar la economía local.
No sabe aún cuánto tiempo continuará esta iniciativa, pero Balli apunta que se reducirá gradualmente para no quitar clientes a los negocios locales que resurgen. «De momento, todas las personas censadas en el municipio tienen derecho a estos puntos, pero pronto lo limitaremos a quienes realmente tengan necesidad», adelanta.
Pero en la tienda de kebab, un joven que ha venido de otra provincia para trabajar, es escéptico. «Aquí parece todo muy bien, pero tendríais que ir a los pequeños pueblos, está la cosa fatal, no hay nada de ayudas», comenta en voz baja. Y se interesa por cómo de difícil es conseguir un visado para Inglaterra: su máximo deseo es emigrar.
Ramazan Tuncer calca los discursos del presidente y describe a Kiliçdaroglu como una herramienta de la Unión Europea y Estados Unidos para impedir que Turquía se convierta en una potencia internacional gracias a su industria de armamento. «No podemos dejar que gane. Porque si gana, todo habrá sido en vano y el AKP desaparecerá del mapa», insiste.
Treinta kilómetros al norte, en Kahramanmaras, ciudad de medio millón de habitantes y capital de la provincia homónima, la vida sigue entre las ruinas como si nada hubiera pasado. El seísmo ha destruido gran parte del casco urbano, pero ha dejado poca mella en la tendencia política de sus habitantes. La provincia es uno de los principales feudos de Erdogan, y lo seguirá siendo. «Aquí, el AKP siempre saca un 70 por ciento de los votos, y no parece que esto vaya a cambiar demasiado», dice Mehmet Babusçu, miembro de la cúpula local del partido nacionalista IYI, el principal socio de coalición del CHP, mientras reparte folletos en el bazar.
«Si unos son malos, los de la oposición serán peores. No vale la pena cambiar, no van a hacer nada»
En todas partes del centro histórico hay ruinas, escombros y fachadas dañadas, aunque el histórico mercado bajo cubierta, muy similar al Gran Bazar de Estambul, luce intacto, con clientes arremolinándose ante tiendas de alimentación, especias y joyerías, mientras que los artesanos siguen batiendo el cobre en las callejuelas, aunque en las plazas fuera, algunas casetas temporales de bancos o aseguradoras recuerdan que hay mucha oficina destrozada. Un poco más abajo, tres excavadoras pican los fundamentos de un edificio de diez pisos dañado por el seísmo y finalmente lo tiran abajo, causando una enorme nube de polvo que se traga el barrio.
Quienes trabajan en el centro, dando un aspecto de normalidad a las calles animadas, vuelven por la tarde a algún barrio periférico, donde las viviendas están habitables, o bien a uno de los campamentos con casas prefabricadas establecidos en las cercanías. Pero muchos se han ido a otras partes del país, dejando sin mano de obra las numerosas fábricas de textil que son unas de las principales fuentes de ingreso de la provincia, señala Babusçu.
«Aquí hay 750.000 votantes censados, pero en las elecciones del 14 de mayo van a ser unos 100.000 menos, porque si bien algunos regresarán para votar, otros muchos no lo harán», estima.
La apatía tambien domina en la caseta temporal del partido DEVA, fundado por un antiguo aliado de Erdogan, el economista y exministro Ali Babacan, que ha abandonado el AKP para integrarse en el bloque de oposición liderado por el CHP. El escaso entusiasmo que muestra el único vigilante de la caseta por hablar de las elecciones no vaticina un éxito electoral. Porque si bien el terremoto ha fomentado una sensación de decepción con el Gobierno, no parece haber despertado un deseo de cambio.
«El Estado nos miente. Dicen que hubo 50.000 muertos en el terremoto. Pues yo digo que eran 150.000. Había decenas de miles solo en esta ciudad. Y el Gobierno no hace nada, no me han dado ni ayudas para mi negocio», se queja Mustafa, un señor mayor que dice haber tenido una empresa de turismo. Pero ante la pregunta de si va a votar a la oposición, niega enfadado. «Si unos son malos, estos serán peores. No vale la pena cambiar, no van a hacer nada».
Muy distinto es el ambiente en Osmaniye, capital de la provincia vecino, también afectada por el terremoto, y habitualmente feudo del ultranacionalista MHP, cuyo líder, Devlet Bahçeli, ahora aliado de Erdogan, nació aquí. Por todas partes ondean banderolas del MHP, del AKP y de Erdogan, pero también del CHP y sobre todo el partido IYI, aliado con este último. El centro parece haber recuperado su alegre ritmo de vida, con jóvenes llenando las cafeterías sin aparentemente recordar el seísmo. En realidad, algunos barrios periféricos, construidos sobre suelo pantanoso, siguen en ruinas y nadie sabe cuándo se reconstruirán, explica Mustafa Atsiz, miembro local del IYI. Su partido se escindió del MHP después de que Bahçeli se aliara con Erdogan en 2015 y ahora piensa capitalizar el voto nacionalista de la ciudad, pero también el del AKP. «De los cuatro diputados que corresponden a la provincia, yo digo que tenemos garantizados dos», vaticina Atsiz.
«Después de 20 años ya es hora de cambiar ¿no?»
Nadie se atreve a vaticinar cómo se repartirán los 11 diputados de Hatay, la provincia cuya capital es —o era— Antakya. En 2018, el millón de votantes dio seis diputados al AKP, cuatro al CHP y uno al partido izquierdista HDP, conocido por su defensa de derechos de los kurdos. Pero quién sabe cuántos papeletas se recogerán esta vez en una ciudad donde no vive ya nadie. Por mucho que durante el día hay tímidos intentos de ir recuperando la vida. En una calleja del casco antiguo llena de cascotes, el panadero Adnan Içel ha vuelto a poner en marcha su horno de rosquillas en el casco antiguo, orgulloso de continuar con un oficio que su familia lleva ejerciendo cuatro siglos, pero prácticamente no tiene clientes. Dispone de electricidad, porque las autoridades la conectan a petición, pero aún no funciona el sistema de agua corriente. Él es contrario a Erdogan, pero lo era ya antes del terremoto.
En el histórico bazar Uzun Çarsi, parcialmente derruido pero aún en partes en pie, ha vuelto a abrir una una hilera de negocios, desde joyerías hasta talleres de electrónica y restaurantes. Incluso hay agua gracias a un grifo comunitario conectado recientemente. Es más un ejercicio de voluntad que de economía. «El bazar no puede cerrar. A los tres o cuatro días del terremoto ya habíamos abierto, y aquí seguiremos, resistiendo a todo», cuenta Yunus Emre, dueño de una tienda de dulces. Pero si bien esta callejuela bajo cubierta parece intacta, los pisos de arriba de las tiendas están todos gravemente dañados, agrega Emre. «Los tejados estan rotos. Ayer llovió y a mi vecino, que vende teléfonos móviles, se le inundó la tienda entera», relata. Aquí, la mayoría votará al AKP.
Al caer la tarde, los negocios van bajando las persianas y salen al mundo de escombros que los rodea para buscar un coche y volver a los pueblos de los alrededores donde viven. Samir dejará a los gatos que ha atendido ante las ruinas de la iglesia y también se dirige a casa. Él también tiene claro a quién votar y tiene un argumento muy sencillo: «Después de 20 años ya es hora de cambiar ¿no?»
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