Daša Drndić
Leica Format
M'Sur
La escritora incómoda
Daša Drndić murió en 2018, dejando un vacío sonoro en las letras y en la vida cultural posyugoslava. Representaba una figura inclasificable que transgredía los hegemonismos que habían caracterizado la transición postsocialista, y por eso era tan admirada por un sector, como también repudiada e ignorada por otro. Poco antes de morir de un cáncer de pulmón, organizó en la librería Ex-libris de Rijeka, donde vivió prácticamente las últimas tres décadas de su vida y donde se desarrolla el escenario central de esta novela, una presentación literaria de despedida para sus amigos y seguidores. Ninguna autoridad institucional de la cultura croata se personó, a pesar de la fama internacional de la escritora, y de que su lugar de nacimiento era Zagreb.
En un tiempo donde la fundación de una Croacia posyugoslava exigía compromiso de sus nacionales, Daša Drndić fue un personaje incómodo, desentonaba porque se negaba a formar parte de esos seguidismos nacionalistas tan típicos que anulan al individuo y castigan con la marginación la disidencia.
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No en vano la transición derivó en que muchos metamorfosearan, sin más objeciones, hacia posiciones incompatibles con la idea yugoslava de «hermandad y unidad» y se decantaran por el nacionalismo étnico: por miedo, supervivencia, interés, solidaridad, herencia familiar. Ella, en cambio, permaneció leal a ese legado desechado por el nuevo orden nacional, nunca a favor del autoritarismo yugoslavo, pero siempre en contra del nervio de las nuevas democracias étnicas que imponían a sus nacionales un pensamiento monocultural, que se podía asociar con una especie de fascismo articulado en torno al agravio nacional y la revancha histórica. Aquí radica una de las inquietudes principales de Drndić: el eterno retorno del fascismo, los ropajes con que se viste esta ideología tras pasar un periodo agazapado, esperando en suspensión unas circunstancias adecuadas para contagiar a una nueva generación de crédulos.
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El mérito de la obra que tienen delante, Leica Format, sube sus enteros, porque, si bien no nos ayuda a desgranar las entrañas personales de Daša Drndić, sí desnudará su esqueleto ideológico, creativo y estilístico. Es su novela más completa o totalizadora en este sentido, en la medida en que sirve como muestrario de sus motivaciones principales: el destino de la Europa del siglo XX, que en realidad para ella es el destino de nuestro siglo XXI.
El éxito literario de Trieste, también publicado por la editorial Automática, y titulado originalmente como Sonnenschein (2007), una obra posterior a Leica Format (2003), es posiblemente a nivel narrativo su contribución más atractiva y reconocida comercialmente, donde destacan tres temas fundamentales: el fascismo, los campos de concentración y las guerras. No obstante, Leica Format es un paso más allá, un poliedro más completo y multidimensional. La novela fue concebida como una apuesta innovadora a nivel estilístico, reconocido como tal por la crítica local e internacional. El planteamiento polifónico y cíclico de la novela, como un retal de voces diversas, distanciadas en la geografía y en el tiempo, no procura otra cosa que ponernos ante el espejo de la complejidad de la existencia humana, incluso cuando tenemos que referirnos a los recuerdos, que son siempre una evocación esencialmente personal, pero también críptica e indescifrable.
[Extracto del prólogo de Miguel Roán]
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Leica Format
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Es mayo de 1992. Más exactamente, la mañana del 14 de mayo de 1992. Hace un día soleado, prácticamente veraniego. Antonia Host, ama de casa de cuarenta y dos años, madre de dos hijos (de trece y dieciséis), lleva un bolso de viaje marrón, acartonado, ajado por la inmovilidad, por el polvo y el aire seco, por no viajar, no salir y no llegar, a nadie ni a nada. El ama de casa Antonia Host cierra la puerta con llave al salir y abandona su patio. La loza está lavada, las camas hechas, las flores están coloridas, han retoñado, Antonia Host canta «Bella ciao» sottovoce y el pelo, recién teñido, festoneado con mechas rojas y dispuesto en un corte moderno, flamea, se le mece mientras camina. «Mi pelo está bonito», dice Antonia Host. «Está radiante. Bella ciao, bella ciao, ciao, ciao», canturrea Antonia Host a su paso. Nadie diría que Antonia Host estuviera triste.
Antonia Host se sienta en el tren y llega al muelle dos horas antes de la partida del navío rumbo al sur de Europa. En una taberna de pescadores come calamares a la brasa y acelgas aliñadas con aceite de oliva, bebe una copa de merlot y un café sin leche ni azúcar. Pide un camarote. Viaja durante dos días. Mira al mar. Canturrea. Llega a una ciudad mediterránea. Alquila un cuarto. Mira al mar. Canturrea. Tamborilea con los dedos. Los agita sin pausa, rápida y sutilmente, como si percutiera sobre la piel estirada de un tam-tam africano. Mil kilómetros terrestres y quién sabe cuántas millas marinas la separan de su hogar. O tal vez nada la separe de nada.
La ciudad mediterránea es una ciudad históricamente célebre; una ciudad antigua dotada de un variado rango de silencios donde la música está viva. Es una ciudad con una academia musical activa, conocida más allá de sus fronteras. Al día siguiente de su llegada, Antonia Host calza sus pies desnudos con unas sandalias de tacón alto, negras, y envuelta en un ajustado vestido de shantung, igualmente negro, llama a la puerta del director de la academia. El día es soleado, aún más estival, más caluroso que en la ciudad de la que Antonia Host salió, la cual se extiende al borde de un robledal; esta ciudad de aquí, en cambio, abunda en pinos. El cielo es descaradamente azul, «el cielo es de color azul perla, el cielo canta —dice Antonia Host— y el maquillaje me queda bien». Antonia Host tiene ojos verdes y una altura elegante. Antonia Host respira profunda y acompasadamente. «Me gusta mi boca roja y mi pelo rojo —dice—. Me gustan mis caderas, son unas caderas serias que llevan una canción, y mi vestido es elegante».
Antonia Host se presenta como Lydia Paut al director de la academia.
—Me licencié aquí, hace mucho. Soy pianista. Podría dar clase a los estudiantes. Me llamo Lydia Paut —así le dijo.
—Comience con clases particulares, y ya veremos —repuso el director, tan afable como amable.
Como Lydia Paut, Antonia Host se convierte en la favorita de la ciudad antaño fortificada y hoy soleada urbe abierta a todas partes. Lydia Paut, alias Antonia Host, toca en conciertos de cámara, y también en solitario. Interpreta al aire libre, en auditorios de piedra donde sus hombros se entumecen del frío. El público es internacional y entendido. Dos años después, el (mismo) director del conservatorio le dice:
—Querida Lydia, hágase mi ayudante.
Antonia Host o, lo que es lo mismo, Lydia Paut responde:
—Eso me haría feliz.
Lydia Paut tiene amigos. Lydia Paut tiene un piso, un piano y nuevos recuerdos. «Mis viejos recuerdos son extensos como veleros, blancos como lienzos; mis recuerdos flotan como fantasmas y en ellos no hay nada escrito», dice Lydia Paut cuando alguien le pregunta por su pasado, aunque son pocos los que le preguntan algo: así es la gente de allí. Va a lo suyo. Lydia Paut aprende nuevas lenguas. Lydia Paut sonríe.
Pasan cinco años. La vida es hermosa. «A veces camino descalza por calles empedradas, de noche —dice Lydia Paut—. La piedra irradia el calor del sol».
Es el concierto de Año Nuevo. Lydia Paut interpreta a Liszt. La ciudad respira solemne, en ella titilan infinidad de lucecitas de plata. Las noches son frías y secas. Las olas se enfurecen, pero no alcanzan la ciudad. Tras el concierto, a Lydia Paut se le acerca una mujer gorda y le dice:
—Tú no eres Lydia Paut. Tú eres Antonia Host. Os conozco a las dos. Estudiamos juntas aquí, en esta ciudad, hace mucho.
Lydia Paut (Antonia Host) observa con ojos como platos a la mujer gorda.
—Eso es imposible —dice—. Yo a usted jamás la he visto. Poco después transportan en helicóptero (y a la fuerza) a Antonia Host, aún convencida de que es Lydia Paut, a su
antigua ciudad caduca. En la pista la espera el marido, una figura pública político-religiosa. La esperan también sus hijos, ya mayores de edad.
—¿Quiénes sois vosotros? —pregunta Antonia Host—. No os conozco.
Ingresan a Antonia Host en una clínica psiquiátrica donde le curan la amnesia y le extirpan la fuga.
—La devolveremos a la vida —dicen.
—¿A qué vida? —pregunta Lydia Paut, que a continuación se sume en el silencio.
* * *
Breve biografía de Antonia Host
Antonia Host se cría en una familia católica fanáticamente religiosa. Sus padres, celosos defensores en público de unas estrictas normas morales, en privado se acusan torrencial y tumultuosamente de infidelidades matrimoniales mutuas, llegando a gritar tanto y a emplear palabras tan terribles que le hacen dudar a Antonia de la legitimidad de su engendramiento. «De divorcio ni hablar», repiten los padres de Antonia Host ante las insinuaciones cada vez más frecuentes de amigos y familiares. «Sería algo sacrílego y blasfemo», dicen. Así se mantienen juntos «hasta que la muerte los separe», descargando en sus dos hijas su recíproca animadversión. Antonia vive recluida en un mundo de prohibiciones. Sin poder juntarse con nadie, sin salida. En su soledad, envuelta en vestidos plisados de tweed, abotonada hasta el cuello. Con el ropero lleno de cuellos y calzas de ganchillo, con el peso de las coletas color castaño oscuro sobre la espalda y pesadillas en la cabeza. Antonia tiene una hermana mayor, Magdalena, con la que juega a compartir secretos de los que en verdad carece. Y así vive. Pero cuando Antonia cumple los diecisiete años, Magdalena muere. Antonia no encuentra consuelo. Antonia se vuelve taciturna, más taciturna de lo que ya era. Antonia no escucha la música que antes amaba. Antonia ya no toca el piano, ya no practica. Al terminar el bachillerato, los padres de Antonia la mandan a un conservatorio, a una ciudad del sur de Europa. En esa ciudad del sur de Europa Antonia comparte piso con la estudiante Lydia Paut. Lydia Paut es una muchacha alegre y atractiva de pelo rojo natural. Lydia Paut es buena. A Lydia Paut le gusta Antonia Host. Gracias a ella, Antonia Host hace amigos y libera su mente. «Eres mi nueva hermana», le dice Antonia a su amiga Lydia.
Pero… en el quinto año de estudios, Lydia Paut se enamora de un joven dentista. Antonia Host sale con la pareja de enamorados a bailar y de excursión. Y, por supuesto, comienza a abrigar una oculta inclinación hacia el prometido de su «hermana». Algo que, considerando cómo se había criado, era un hecho inimaginable, un pecado imperdonable. Fustigada por los celos y por el amor no correspondido, Antonia Host retorna a la cárcel de su infancia. Lydia Paut abandona los estudios, se casa y se marcha con su marido a otro país, al otro lado del océano. Antonia Host, postrada y retraída, acaba graduándose, sin ningún entusiasmo, y se casa con un hombre que física y psíquicamente le causa indiferencia, pagando así su deseo incontrolable por el «fruto prohibido». La vida junto a un hombre de convicciones conservadoras, creyente fervoroso, contrario a la música divertida y al cine contemporáneo, contrario al aborto, contrario a las mujeres trabajadoras independientes, contrario a gais y lesbianas, contrario a ateos y agnósticos —no hablemos de comunistas—, contrario a la moda, contrario al pelo teñido y al maquillaje, contrario a los perfumes, contrario a las tabernas, al tabaco, al vino y al café, junto a un hombre fanáticamente entregado a una vida saludable que hace enfermar hasta a los más fuertes, esa vida se vuelve insoportable para Antonia Host. Los días de estudiante en la ciudad del sur de Europa se transforman en su imaginación en un cuento de hadas que, evidentemente por culpa suya, se le ha escurrido de las manos y se ha roto en mil pedazos que con masoquismo ella ha triturado hasta convertirlos en polvo. Para colmo de males, después de una larga enfermedad, fallece la hija más joven de Antonia Host, dotada para la música y su favorita. Esto acontece el 10 de mayo de 1992. Después del entierro, Antonia Host va al peluquero y le dice: «Hágame unas mechas rojas». Tres días más tarde, el 14 de mayo de 1992, Antonia Host coge un bolso rígido de viaje de insulso plástico marrón, se marcha de casa sin dar explicaciones y desaparece sin dejar rastro.
Fugas: amiguitas indestructibles de nuestras realidades. A veces al conjunto de fugas inocuas, de dóciles fuguitas que cuales perritos se nos ponen de puntillas y dan saltitos, le añadimos nuevas fugas inasibles con el sabor de los sueños. Quién sabe de qué depósitos desenterramos las fugas que creíamos muertas. Nuestras fugas son nuestra fe, nuestro sano juicio, nuestros dioses, la paz con la que decoramos nuestras vidas, que, al igual que cuando decoramos los árboles de Navidad, a veces nos da por exagerar. ¿Cómo podríamos vivir de otro modo? ¿Cómo? Debajo de ellas se está caliente; las fugas son el refugio de nuestros días. A su lado y en su compañía caminamos en tiempos de aflicciones banales. Cuando se cruza en nuestro camino la buena gente —les encanta cruzarse en nuestro camino para atraernos a sus vidas arrastrándonos fuera de las nuestras—, solemos decir: «está bien». Y esperamos que brote el germen de una nueva fuga que como el tono de una misteriosa melodía surja de nuestro aliento y crezca hasta convertirse en la sinfonía en la que nos zambullimos. Hay quien guiña el ojo, abraza su fuga y pone rumbo a lo desconocido. Hay quien frunce el ceño, se envaina la fuga en el pecho y sigue caminando como si nada hubiera ocurrido. Y hay quien le dice a la fuga ¡zape!, le vuelve la espalda y ahí se apaga. Esa gente apagada, sin fugas, anda siempre desnortada dondequiera que va. No son más que armaduras articuladas de escayola que deambulan envaradas por este planeta y que a veces se lamentan como espíritus cantando su eco, su vacío. Cuando llegan los diluvios, cuando las inundaciones estallan, se desvanecen, solo entonces, disolviéndose en la nada.
Cuando vienen las sequías, revientan e irradian un sonido aterrador, amenazante. Y así continuamente, de vida en vida, cada día.
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© Daša Drndić (2003) | Traducción del serbocroata: Juan Cristóbal Díaz · Cedido a MSur por Automática Editorial · (2021)