Artes

Dubravka Ugresic

M'Sur
M'Sur
· 13 minutos

Insobornablemente libre

Dubravka Ugresic | Cedida
Dubravka Ugresic | Cedida

Ignoro qué anomalía del mercado editorial ha propiciado que los últimos libros de Dubravka Ugresic (Kutina, Croacia, 1949) no hayan llegado a los lectores españoles. La autora que deslumbró con dos novelas tan buenas como sus títulos -en la mejor tradición kunderiana-, El museo de la rendición incondicional y El ministerio del dolor, y de unos ensayos tan impactantes como Gracias por no leer y No hay nadie en casa, ha seguido escribiendo desde su exilio holandés, publicando regularmente y dictando conferencias por todo el mundo.

Pero sobre todo ha seguido conservando una mirada implacable sobre algunos de los peores azotes de nuestro tiempo, los mismos que acabaron con su país y que siguen sembrando miedo y destrucción por los cuatro puntos cardinales: los fanatismos nacionalistas y los religiosos, principalmente.

A veces, la voz de Ugresic es ferozmente irónica, otras de una dureza sin concesiones; a ratos desolada, profundamente escéptica, y a ratos vigorosa. En cualquier caso, de una claridad y de una rotundidad demoledoras. Una voz sin miedo, insobornablemente libre, como prueba el hecho de que a menudo incomode a tirios y troyanos. Todo ello se pone de manifiesto en sus últimos ensayos, Karaoke Culture (2011) y Europe in Sepia (2014), así como su novela Baba Yaga puso un huevo (2009), de la que M’Sur ofrece un adelanto en exclusiva en nuestro idioma.

Llama la atención la ausencia del mercado español de esta obra, ya traducida al inglés y alemán desde que apareció y aclamada por la crítica. No es un ensayo sobre feminismo ni sobre la tercera edad sino una novela, pero una que integra una mirada muy fresca sobre el ocaso de la mujer, esa fase en la que una se convierte en poco más que hojarasca al margen de la sociedad. Abuelitas inofensivas, pensará más de uno al cruzárselas por la calle. Pero esas abuelitas tienen detrás una larga vida y, a menudo, un largo combate. Son todo menos inofensivas, cuando se lo proponen. Y cuando se topan con la afilada pluma de Dubravka Ugresic.

En estas páginas regresa la alumna aventajada de Danilo Kiš, de Miroslav Krleža, por citar dos de sus compatriotas yugoslavos más frecuentados, del propio Kundera o del maestro húngaro Gyrörgy Konrád. Pero Ugresic es ya una autora de absoluta madurez: una indiscutible maestra.

[Alejandro Luque]

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Baba Yaga puso un huevo

 

 

Al principio no te das cuenta de que están ahí…

Al principio no te das cuenta de que están ahí. Y, de repente, un detalle casual capta tu atención, como cuando ves un ratón por la calle: el bolso de una señora mayor, una media caída que se pliega sobre un tobillo hinchado, guantes de ganchillo en las manos, escaso pelo gris con reflejos azules y, posado en la cabeza, un sombrero algo anticuado. La dueña del pelo azulado mueve la cabeza como un perro mecánico y sonríe con cansancio.

Sí, al principio son invisibles. Se cruzan contigo, como sombras, picotean el aire que les llega, andan zapateando, caminan arrastrando los pies por el asfalto, dan pasitos de ratón, tiran de un carrito, se agarran a algún transeúnte, permanecen quietas, rodeadas por una serie de sacos y bolsas inútiles, como un desertor ataviado aún con la parafernalia militar. Algunas de ellas siguen ‘‘en forma’’; llevan vestidos de verano escotados, con un fular de piel sobre los hombros y un abrigo de astracán medio apolillado, y van con el maquillaje todo corrido (¿¡Quién, después de todo, puede maquillarse en condiciones, cuando necesita unos anteojos para hacerlo!?).

Pasan a tu lado rodando como una pila de manzanas secas. Murmuran algo para sí mismas; conversan con interlocutores invisibles, como los indios americanos lo hacen con los espíritus. Van en los autobuses, en los tranvías y en el metro como si fueran equipaje abandonado; duermen con la cabeza inclinada hacia el pecho; o andan de un lado a otro embobadas, preguntándose en qué parada tienen que bajarse, o si realmente deberían bajarse. A veces te detienes un instante (sólo un instante) en frente de una casa de gente mayor y las ves a través de las cristaleras: se sientan en mesas, palpan migajas como si estuvieran pasando los dedos por una página de braille para mandarle mensajes ininteligibles a alguien.

Dulces, adorables, señoras mayores. Al principio no te das cuenta de que están ahí. Y de repente ahí están, en el tranvía, en la oficina de correos, en la tienda, en la consulta del médico, en la calle, ahí hay una, ahí hay otra, allí hay una cuarta, una quinta, una sexta, ¿cómo puede ser que hayan tantas de repente? Tus ojos van poco a poco de un detalle al siguiente: los pies hinchados como donuts por los zapatos apretados; la piel que cae desde el pliegue del codo; las uñas protuberantes; los capilares que surcan la piel. Miras de cerca su cutis: o está bien cuidado o está descuidado. Te percatas de su falda gris y de su blusa blanca con el cuello bordado (¡que está sucio!). La blusa está desgastada y desteñida de tanto lavarla. Se la ha abrochado coja; intenta desabrochársela pero no puede, sus dedos están agarrotados, los huesos están viejos, cada vez son más ligeros y huecos, como los de los pájaros. Otras dos señoras le echan una mano, y con sus esfuerzos colectivos consiguen ponérsela bien. Parece una niña pequeña, con la blusa abrochada hasta la barbilla. Las otras dos le alisan el bordado del cuello, murmurando con admiración: a ver hasta dónde llega el bordado; era de mi madre, oh, antes todo se hacía tan bien y quedaba tan bonito. Una de ellas es bajita y corpulenta, y tiene un bulto pronunciado en la parte de atrás de la cabeza: parece un bulldog viejo. La otra es más elegante, pero la piel del cuello le cuelga como el moco de un pavo. Se mueven en formación, como tres polluelas…

Al principio son invisibles. Y entonces, de golpe, empiezas a localizarlas. Van por el mundo arrastrando los pies, como ejércitos de ángeles ancianos. Una de ellas te mira a la cara de cerca. Lo hace fijamente, con los ojos bien abiertos y la mirada de un azul apagado, y expresa su petición con un tono orgulloso y condescendiente. Te está pidiendo ayuda; necesita cruzar la calle pero no puede hacerlo sola, o necesita subir a un tranvía pero tiene las rodillas flojas, o necesita encontrar una calle y el número de una casa pero ha olvidado sus anteojos. Sientes una punzada de simpatía por la señora, te conmueve, realizas una buena acción, arrastrado por la emoción que produce la galantería. Es precisamente en este momento cuando deberías echar el freno, resistirte al canto de la sirena, esforzarte por hacer bajar la temperatura de tu corazón. Recuerda, sus lágrimas no significan lo mismo que las tuyas. Porque si cedes, si sucumbes, si intercambias unas pocas palabras más, te convertirás en su siervo. Te adentrarás en un mundo en el que no tenías intención de entrar, porque todavía no es el momento; tu hora, por el amor de Dios, no ha llegado aún.

Ve allí, no sé adónde,
y tráeme algo que me falta

 

 

PARTE 1

 

Pájaros en las copas de los árboles que crecen junto a la ventana de mi madre

En Nueva Zagreb, el barrio donde vive mi madre, el aire huele a caca de pájaro en verano. Miles y miles de pájaros se agolpan entre las hojas de los árboles que hay en frente de su bloque de apartamentos. Estorninos, dice la gente que son. Los pájaros son especialmente escandalosos en las tardes húmedas, antes de que empiece a llover. A veces, un vecino coge una escopeta de aire comprimido y los espanta con una salva de disparos. Los pájaros chillan cielo arriba en densas bandadas, zigzaguean de arriba abajo, como si estuvieran peinando el cielo, para después descender hacia las densas hojas trinando histéricamente, como si de una tormenta de granizo en verano se tratara. Es tan ruidoso como una jungla. Afuera, se despliega una cortina de sonido durante todo el día, como cuando resuena la lluvia. Por las ventanas, transportadas por las corrientes de aire, entran planeando plumas ligeras. Mamá coge su escobilla y, murmurando, barre las plumas y las tira a la basura.

‘‘Mis tórtolas se han ido’’, suspira, ‘‘¿te acuerdas de mis tórtolas?’’
‘‘Sí, me acuerdo’’, le digo.

Recuerdo vagamente la debilidad que tenía por las dos tórtolas que venían al alféizar de su ventana. A las palomas las odiaba. El arrullo ahogado que emitían por las mañanas la enfurecía.

‘‘¡Esos pájaros repulsivos, gordos y repulsivos!’’ decía. ‘‘¿Te has dado cuenta de que hasta estos se han ido?’’
‘‘¿Quién?’’
‘‘¡Las palomas!’’

No me había dado cuenta pero, efectivamente, parecía que las palomas se habían marchado.
Los estorninos la irritaban, sobre todo por su olor en verano, pero con el tiempo los terminó aceptando. Ya que, a diferencia de otros balcones, el suyo al menos estaba limpio. Me enseñó un pequeño rincón que estaba hecho un desastre, casi al final de la barandilla del balcón.

‘‘En lo que respecta a mi casa, sólo pueden dejar su suciedad aquí. ¡Deberías ver el balcón de Ljubica!’’
‘‘¿Por qué?’’
‘‘¡El suyo está todo cubierto de mierda de pájaro!’’ dice mamá y ríe como una niña pequeña. Padece una coprolalia propia de niños; está claro que la palabra ‘‘mierda’’ le divierte. Su nieto de diez años también sonríe con la palabra.
‘‘Como en la jungla’’, le digo.
‘‘Exactamente igual que en la jungla’’, coincide conmigo.
‘‘Hoy en día hay junglas por todos lados’’, le respondo.

Parece ser que las aves están fuera de control; han ocupado ciudades enteras, se han apoderado de parques, calles, arbustos, bancos, terrazas de restaurantes, estaciones de metro y de tren. Nadie parece haberse dado cuenta de la invasión. Dicen que las ciudades europeas han sido ocupadas por urracas provenientes de Rusia; su peso hace vencer las ramas de los árboles de los parques metropolitanos. Las palomas, las gaviotas y los estorninos surcan el cielo, y las grandes cornejas negras, con los picos abiertos como pinzas de la ropa, renquean por las zonas verdes de la ciudad. Los periquitos verdes, que han huido de sus jaulas domésticas, se multiplican ahora por los parques de Ámsterdam: cuando vuelan bajo, sus plumas dan color al cielo, como si fueran dragones verdes de papel. Grandes gansos blancos, que migraron desde Egipto, se detuvieron un momento para descansar y al final se quedaron, se han hecho con los canales de Ámsterdam. Los gorriones de ciudad se han vuelto tan valientes que le arrebatan de las manos los bocadillos a la gente, y se pavonean con descaro en las mesas de las terrazas de los cafés. Los pájaros eligieron como almacén favorito para sus excrementos las ventanas de mi piso, alquilado a corto plazo en Dahlem, uno de los barrios más bonitos y verdes de Berlín. Y no podías hacer nada para evitarlo, excepto bajar las persianas y echar las cortinas, o pegarte todos los días la paliza de limpiar las ventanas salpicadas.

Ella asiente, pero es como si no me estuviera prestando atención ninguna.

Por lo visto, la invasión de estorninos en el barrio de mi madre empezó tres años antes, cuando cayó enferma. Las palabras del diagnóstico del médico fueron largas, alarmantes y feas (Eso es un diagnóstico feo), razón por la que mi madre prefirió la expresión ‘‘caer enferma’’ (¡Todo cambió cuando caí enferma!). A veces se envalentonaba y, tocándose la frente con un dedo, decía: ‘‘La culpa de todo la tiene la telaraña esta que tengo aquí arriba’’.

Con ‘‘telaraña’’ se refería a una metástasis en el cerebro, que le había salido 17 años después de que se le descubriera a tiempo un cáncer de mama y se le tratara con éxito. Pasó algún tiempo en el hospital, le dieron radioterapia y se recuperó. Después siguió yendo a revisiones rutinarias, y todo lo demás estaba más o menos como debía estar. No ocurrió nada dramático después de esto. La telaraña se agazapó en una grieta oscura y recóndita del cerebro, y ahí se quedó. Con el tiempo la terminó aceptando y se acostumbró, y la asumió como a una inquilina molesta.

Durante los últimos tres años, su vida se ha visto reducida a un puñado de autorizaciones del hospital, de informes médicos, gráficas de radiología y a la pila de tacs y resonancias magnéticas que le han hecho del cerebro. Los encefalogramas muestran su adorable y proporcionado cráneo clavado en su columna vertebral, encorvada ligeramente hacia delante; los contornos nítidos de su cara, con los párpados bajados como si estuviera dormida; la membrana que cubre su cerebro como si fuera una especie de gorro extraño y, cerniéndose sobre sus labios, el indicio de una sonrisa.

‘‘Por la imagen parece que estuviera nevando dentro de mi cabeza’’, dice señalando el tac.

Los árboles de densas copas que crecen bajo la ventana son altos, y llegan hasta el piso de mi madre, que es un sexto. Miles y miles de pajaritos se agolpan buscando espacio. En la oscuridad calurosa del verano, nosotros, los residentes y los pájaros, cerca los unos de los otros, lanzamos suspiros al aire. Cientos de miles de corazones, humanos y aviares, laten a ritmos diferentes en la oscuridad. Las ráfagas de aire hacen entrar plumas blanquecinas por la ventana. Las plumas planean hacia el suelo como si fueran paracaidistas.

© Dubravka Ugresic (2008). Traducción del inglés: © Víctor Olivares · Primero publicado en Caleta (Dic 2015).